Leyenda del joven Neruda
Los años de errancia diplomática del poeta chileno, amante de Josie Bliss y explorador del alma humana, son objeto de ‘Oh, maligna’, la última novela de Jorge Edwards
19 diciembre, 2019 00:00Hubo un tiempo en el que las fantasías nórdicas de Selma Lagerlöf o Isak Dinesen rondaban la búsqueda de Neruda; el joven Pablo rastreó cientos de veces las historias de aparecidos, de temucanos y parralinos del Sur de la cordillera en Chile. Y acaso el viejo Neruda no dejó de hacerlo, tal como revela Jorge Edwards, al repasar la penúltima residencia del poeta en la casa del barrio santiaguino de Los Guindos, donde había un inmenso retrato de Poe en el escritorio, o cuando el mismo biógrafo recuerda haberse topado, en un anaquel del excusado de la Embajada de Chile en París, con un ejemplar de Hijo de Oscar Wilde, las memorias del hijo legítimo del poeta irlandés. Por lo visto, Edwards se fijó en el libro al recoger las maletas del poeta, el día de su regreso a Chile, cansado y enfermo.
En fin, sabemos que Neruda fue un militante docto en un siglo de utopías criminales; un caminante sobre los cadáveres del Gulag; un dirigente retórico y hasta cansino de aquella Tercera Internacional errante, convertida en KGB o derramada por Stalin sobre las espaldas de puros esteparios y de mujeres íntegras, como Arthur Koestler y su esposa, que pusieron fin a su vida, en París, en 1983. Sabemos que Neruda fue un mandarín (tan prepotente en América como lo fue Sartre, en media Europa), pero hoy gracias a Oh, maligna (Acantilado) de Jorge Edwards, todo vuelve donde estuvo, mucho antes de Isla Negra: Neruda no dejó la magia que le atormentó en sus comienzos y de dónde el ganador del Nobel sacó el estigma sentimental del Poema número 20, incluido en 20 poemas de amor y una canción desesperada.
Era, aparentemente, el mismo hombre que, años más tarde, erró en aquel recuento de alegoría y autobombo, titulado Confieso que he vivido. Precisamente en ese recuento el poeta lamenta haber abandonado a Josie Bliss por miedo a su pasión amorosa. Fue en Rangún, la capital de la antigua Birmania, en la que Neruda se estrenó como diplomático y que abandonó una madrugada sin despedirse, dejándole a Josie una simple nota.
La birmana era una mujer delgada, de brazos perfectos, bronceados, vestía de azul oscuro, con un broche en forma de escarabajo de varios colores en el pelo. Trabajaba en la administración colonial. Era inglesa de día y birmana de noche. Neruda lo dejó escrito con estas palabras: “Me adentré tanto en el alma y la vida de esa gente, que me enamoré de una nativa. Se vestía como una inglesa y su nombre de calle era Josie Bliss. Pero en la intimidad de su casa, que pronto compartí, se despojaba de tales prendas y de tal nombre para usar su deslumbrante sarong (pareo) y su recóndito nombre birmano”.
Josie le brindó al poeta visiones deslumbrantes de Oriente, como los puestos de frutas multicolores y los levantes que dañan la vista y llenan el corazón. La “pantera birmana”, “la maligna”, también militante antibritánica clandestina y “la más bella de Mandalay” o “mi niña amorosa” ha seguido viviendo entre los pliegues del tiempo, mucho más allá de la muerte en los extraordinarios poemas que han fascinado a generaciones enteras de lectores. Sin embargo, los ensayos remontados a Isla Negra, su última residencia, referente de aquel apresurado Nixonicidio en el momento del golpe de Pinochet, se han basado casi exclusivamente en breves confesiones. Pero sin adentrarse en el sentimiento autocrítico de lo que pudo haber sufrido esta mujer, sumida en la desesperación cuando fue abandonada secretamente por su amante.
La versión del poeta ha sido tan poderosa e influyente, que Josie Bliss ha quedado hasta ahora prisionera detrás de la imagen dimanante de Neruda, que la acusó de “criminal” y “desdichada” porque no habría dudado en matarlo a cuchillazos de no haber escapado a tiempo al puerto de Colombo en Ceilán (la actual Sri Lanka). Ante la pasión arrebatada con una mujer de “belleza oscura” y múltiples rencores, el poeta puso pies en polvorosa. Huyó en un barco de gavieros, en un cascarón de metales y maderas quejumbrosas; en una balsa que avanzaba a empellones en medio del inmenso mar. Huyó y la secuencia de su fuga pudo reflejarla meses después en el poema Tango del viudo: “Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,/ y habrás insultado el recuerdo de mi madre/ llamándola perra podrida y madre de perros”.
Después de esta relación, Neruda se casó tres veces; su tercera esposa, su compañera de vida, Matilde Urrutia, musa inspiradora y mujer conmovedora, arrancó lo mejor de la exuberante pluma del poeta. Nadie podrá sin embargo decirnos con certeza a quién pertenecieron aquellos ojos evocados (“su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos”) en el fragmento del citado Poema número 20, por más que su síntesis –“es tan corto el amor y es tan largo el olvido”– sea universal. Matilde fue la Chascona de Chillán, el amor de otoño; su enigmática Rosario de la Cerda en los Versos del Capitán, su “diadema” y bien amada de los Cien Sonetos de Amor. Neruda le confesó que su inspiración poética emanaba sólo de ella, y que sus versos no existirían si no fuera por su presencia.
Las bellas letras han buceado en los misterios de la atracción fatal. En Arráncame la vida, Ángeles Mastretta cuenta el amor perdido por el paso del tiempo entre Catalina y el general Andrés Ascenio; en Lo que el viento se llevó son los archiconocidos Scarlett y Ashley Wilkes los del sí pero no; la Lolita, de Navokov (experto en lepidópteros) expresa la escalofriante atracción de Humlet por su hijastra; en Del amor y otros demonios, García Márquez cuenta la locura de Sierva María de todos los Ángeles con el cura Cayetano, un arcipreste que perdió el alma, como nuestro canónigo Fermín de Paz, confesor de Ana Ozores, en La Regenta, la gran novela de Clarín; en La insoportable levedad, Kundera aborda el amor indefinible entre Tomas y Teresa, en la Praga primaveral de 1968.
Son tantos los ejemplos que podríamos pasar una eternidad recordándolos. Lo mejor es acudir a la fuente y basta con que chapoteemos en el Romeo y Julieta de Shakespeare, abismo de la atracción-odio, para reconocer la profundidad del género realmente nacido en la guerra de sangre entre Capuletos y Montescos. Resulta curioso que las mismas bellas letras, desmedidas respecto al trágico destino del amor oscuro, han dejado de lado al amor diáfano, como el de Matilde, una modalidad altamente productiva en el caso de poeta chileno. Ella no fue nunca el puerto calmo que muchos han querido interpretar; Matilde elevó a Neruda hasta las torres más altas de la poesía mesmerizante.
Criado por sus abuelos tras la repentina muerte de su madre, el Neruda adolescente con 13 años publicó su primer texto en el diario La Mañana de Temuco (Chile). Con conocimientos de inglés y francés, partió en barco rumbo a Rangún, que entonces formaba parte del Imperio Británico, para tomar posesión como cónsul. Por mediación de un amigo logró una audiencia ante un ministro de Asuntos Exteriores, que conocía y valoraba sus poemas. El político le ofreció varias ciudades del mundo “de las cuales sólo alcancé a pescar un nombre que nunca había oído ni leído antes: Rangún”, escribe Neruda en sus memorias. En junio de 1927, junto a su amigo Álvaro Hinojosa, partió a bordo del buque Baden. Hicieron escala en Lisboa, y viajaron a París y Madrid antes de hacerse de nuevo a la mar para llegar a Birmania. Neruda acababa de cumplir 24 años, fumaba en pipa de espuma y estaba empezando a cambiarse su nombre de pila, Neftalí Ricardo, por el de Pablo.
Durante 1926 había buscado desesperadamente ser nombrado en algún cargo diplomático para salir de la miseria económica que vivía en Santiago. Sabía que chocaría con la realidad oligárquica chilena, que prefería designar diplomáticos a los aspirantes provenientes de familias de alcurnia. Obtuvo el apadrinamiento a través de Manuel Bianchi Gundán, diplomático. El joven poeta mostraba tempranamente dotes sociales al relacionarse con las personas adecuadas, que le ayudarían en su carrera. Pero estaba obligado a aceptar “cualquier destino” sin hacer preguntas. Como poeta, contaba con un cierto reconocimiento social; entendió entonces que su talento literario sería el respaldo que le abriría las puertas del mundo.
Llegó a Rangún como cónsul honorario hacia finales de octubre de 1927. Empezaba así su vida como diplomático y social-literato chileno, reconvertido en símbolo de resistencias que, en el fondo, apenas compartió. El mismo Edwards citó, en Adiós poeta, publicado por Tusquets en 1990, la confesión de Neruda a un periodista francés que le increpaba por no haberse revelado ante al estalinismo, el atropello de derechos humanos en la Cuba de Fidel o a la Primavera de Praga. Y destaca la respuesta del militante endurecido, más propia de un salón de té: Je me suis trompé.