Georges Simenon y la comedia humana
La obra del novelista belga, maestro del género policíaco, indaga en la condición humana y nos muestra la soledad del sujeto moderno
9 noviembre, 2019 00:05“El adolescente Georges Simenon sigue vivo; pegado a las polainas de Maigret, a nuestra sobornable memoria”, escribía Joan de Sagarra el 7 de septiembre de 1989, apenas tres días después de que el escritor belga falleciera en su casa de Lausana. Murió dejando atrás una obra extensísima –solo las novelas protagonizadas por Maigret suman 103 títulos– y habiendo vendido 500 millones de ejemplares, pero sin apenas recibir reconocimiento crítico. No ganó el Premio Nobel ni tampoco fue aplaudido por la Academia Francesa. Para muchos nunca dejó de ser un escritor de un género menor, la novela policíaca; un autor de éxito que, como tal, no merecía los laureles de la excelencia.
El tiempo ha desmentido a muchos de los que pensaban así y, de hecho, en 2009 Simenon entró a formar parte de la prestigiosa biblioteca de La Pléiade. Los prejuicios, sin embargo, son difíciles de combatir. Lo sabía bien Jaume Vallcorba que, a pesar de todo, no dudó en editar al escritor belga e incorporarlo a su catálogo: “Si el éxito ya es, en alguna medida, suspecto para el exigente despistado” –escribía el fundador de Acantilado– “el hecho de que Simenon, además, escribiera una serie de novelas policíacas ha hecho que para el lector poco advertido las novelas de Simenon, policíacas o no, no sean sino una lectura de distracción de la que no quepa esperar más gozo que el termina en el mismo momento en que se cierra el libro”.
Simenon es más que un autor de obras para el mero entretenimiento, mucho más que el creador del investigador que hoy muchos solo conocen por las innumerables adaptaciones que se han realizado de las novelas. ¿Qué queda hoy de Simenon? Mejor dicho: ¿Por qué reivindicar su vigencia? Hoy se habla de nuevo del boom de la novela negra, auspiciado por mercado editorial, que ha visto cómo este género, más allá de la calidad literaria con la que pueda ser abordado, es rentable gracias al número de lectores que congrega, a red de festivales que han proliferado en múltiples ciudades y ayuntamientos y por premios que, más allá de su credibilidad, han apostado por este tipo de obras.
Simenon es más que un autor de obras para el mero entretenimiento, mucho más que el creador del investigador que hoy muchos solo conocen por las innumerables adaptaciones que se han realizado de las novelas. ¿Qué queda hoy de Simenon? Mejor dicho: ¿Por qué reivindicar su vigencia? Hoy se habla de nuevo del
Que se publican muchas novelas negras es tan cierto como el bajísimo nivel de muchas. Paradójicamente el boom de la novela negra va de la mano del desprestigio de un género literario, que a lo largo de su historia ha sido analizado por importantes nombres de las letras, como Walter Benjamin –“Leo cada nueva novela de Simenon”, afirmaba con orgullo el autor de El libro de los pasajes–, Joan Fuster, Jorge Luis Borges, Martín de Riquer y Ricardo Piglia. En este contexto, postular la vigencia de Georges Simenon implica reivindicar al autor de la “sublime simplicidad”, aquel que –como explicaba Andrea Camilleri– escogía siempre la palabra precisa, la única que se podía escoger en cada momento, dotándola del “valor de la palabra poética”.
Haciendo caso al consejo de Colette –“nada de literatura y usted escribirá mejor”–, Simenon rehuyó la impostura y la prosa de sonajero para crear una literatura que, sin negar lo policíaco, llevó al género más allá de su definición primera. Como diría Harold Bloom, el escritor belga hizo un movimiento de desviación con respecto a sus maestros, a la vez que abrazaba el legado narrativo de Balzac, seguramente el autor que más influencia ejerció en su literatura.
Georges Simenon con su coleccion de pipas.
A Simenon lo que menos le interesaba era el crimen y su descubrimiento. Sus novelas son una indagación en la condición humana, el retrato multiforme de la sociedad y los individuos que la habitan. Como dijo uno de sus más atentos e inteligentes lectores, Carlos Pujol, responsable de la traducción de muchas de sus obras, “lo que nos sugestiona [de su literatura] no es la acción, sino que su desenlace no tranquiliza, deja subsistir una sorda inquietud, un fracaso íntimo, que presupone falta de fe en las posibilidades de resolver las cuestiones más profundas”. Maigret representa esta falta de fe, el fracaso íntimo de un individuo que se sabe atrapado por los límites, las contradicciones y las imperfecciones de la condición humana.
No es un héroe y tampoco lo pretende; es un hombre con sus debilidades y veleidades, con sus deseos y frustraciones, con sus gozos, pero también con sombras. Maigret se parece poco a otros compañeros de profesión: no posee la genialidad deductora de Sherlock Holmes ni tampoco la de Hercules Poirot, cuya elegancia y refinamiento rozan a veces lo ridículo; no es un cínico como Marlowe o Sam Spade. Como dijera John Simenon, el hijo del escritor, hace dos años en Barcelona, Maigret representa una manera de afrontar la vida, es un bon vivant que sobrelleva el fracaso de la existencia a través del gozo de los pequeños placeres, empezando por el placer gastronómico.
Joan Fuster, otro de los grandes lectores del escritor, subrayaba mucho antes que Pujol, no solo ese movimiento de desviación con respecto al género policíaco, sino su interés por el individuo: “Simenon es uno de los escritores de novela policíaca más importantes, porque ha conseguido romper con la novela estricta para introducir un fuerte elemento psicológico en los personajes, así como prestar particular atención a los paisajes y a los ambientes”. Simenon ejemplifica lo que dijera Sigrid Kracauer, estudioso del género: la novela policíaca no puede entenderse más que en las grandes ciudades del siglo XX, escenario del conflicto entre el sujeto y la sociedad.
Edición de Aguilar de la novelas de Maigret.
En su interesante ensayo Simenon i la connexió catalana, Xavier Pla escribe: “Si las grandes masas de los años veinte y treinta comportaban inevitablemente una despersonalización, la novela de intriga detectivesca en la etapa de entreguerras emergía como el mejor espacio literario desde el cual se podía demostrar precisamente la emancipación del individuo”. Simenon narró al sujeto con este problema y describió su solitaria supervivencia frente al otro, el semejante, en el que ya no se reconoce. Sus personajes, empezando por Maigret, son hombres de la calle enfrentados a situaciones límite, obligados, señala Pla, “a tomar decisiones para poder seguir hacia adelante”.
Tomar decisiones no es fácil. Tiene riesgos e implica consecuencias. Se ve particularmente claro en las novelas de Simenon no protagonizadas por Maigret, los romans durs, entre los que destaca La nieve estaba sucia (Acantilado). En el epílogo de la edición de The New York Review of Books, el crítico William T. Vollmann sostiene: “Simenon ha concentrado el noir en una oscuridad tan sólida y densa como el interior de una estrella enana”. Esta oscuridad no tiene que ver con la naturaleza de las tramas. Procede de su concepción del mundo y el individuo. Y se percibe en su descripción de una sociedad moralmente aniquilada, cruel y violenta, en la que lo emotivo y lo sentimental sobreviven a través de la desilusión. A pesar de todo, el escritor encuentra un sentido en el ser humano: “Toda la isla era solidaria como lo son los habitantes de un pueblo, los pasajeros de un barco…”, leemos en La sed (Tusquets).
Simenon, en barco.
La necesidad del otro para vencer la soledad –“sería incapaz de vivir solo, como un ermitaño en medio del bosque o en la celda de alguna prisión, la angustia física no tardaría en vencerme”, afirmaba el escritor en 1943– son contrapuntos a esa mirada escuálida de la realidad. A los diecinueve años, Simenon ya había leído todas las obras de Nietzsche y las había subrayado. La lectura del filósofo alemán le permite descubrir a Gorki y a Dostoievski. Junto a Balzac, Dostoievski y Nietzsche, son autores cuyos ecos se pueden apreciar en la obra del escritor belga, que nunca renegó del éxito comercial y que, con tono provocativo, no dudaba en afirmar: “Nunca he amado la literatura. No hago literatura. No soy un intelectual”.
Sin embargo, Simenon hacía precisamente literatura, aunque rechazara cualquier forma de idealización de la figura del novelista. Le gustaba Proust porque “le daba más importancia al inconsciente que a la inteligencia” y porque –igual que Balzac– era un gran observador del ser humano, la sociedad y sus costumbres. Georges Simenon hizo, a su manera, lo mismo. Su narrativa es una gran comedia humana, es una indagación en la condición del hombre. Sin concesiones ni moralinas –“No creo en la moral”, le dijo a Bernard Pivot en 1981–, la literatura de Simenon es la de un observador que, precisamente porque conoce lo oscuro y amargo del mundo, aprecia mejor el gozo de los placeres mundanos.