Los sinónimos y el vigor del idioma
Si las lenguas no dispusieran de suficientes voces, los poemas, fuente de la literatura, resultarían reiterativos y no podrían encontrar las soluciones que la métrica exige
15 octubre, 2019 00:00Sin duda merecería mayor atención de la que puedo concederle aquí, pero la tesis de estas líneas, que ojalá pueda desarrollar de manera convincente es que, entre las muchas virtudes de la poesía, está la de enriquecer el vocabulario de una lengua. Así leído, podría entenderse que se alude al empleo de palabras elevadas, prestigiosas, a una buena cornucopia de adornos con los que aderezar los textos. En ello tiene que ver no tanto el empleo de voces precisas como el de los sinónimos, si es que estos existen y no son, como ocurre con las traducciones, sino aproximaciones de mayor o menor grado de cercanía. En realidad, lo que la poesía hace es usar alternativas según las necesidades prosódicas del verso y, con él, de la composición.
Esto, naturalmente, sucede sobre todo en el verso medido, pues en el libre o el versículo operan otras dinámicas que no exigen tal rigor. Sería posible estar horas elucubrando sobre esto, pero para no cansar y naufragar y, por el contrario, aferrarnos a la tabla de salvación de lo concreto, van aquí algunos ejemplos extraídos de la escritura de un poema reciente, en los que se manifiesta meridiana la idea expresada más arriba.“Este calor que arde sin un viento” es el primer verso. El oído indica que se trata de un endecasílabo. Como el canon pide que el acento recaiga en sexta sílaba, aquí cae, imperativo, en el ar de arde, lo cual obliga a no hacer sinalefa con la e de la sílaba anterior. Es por otra parte lo habitual, dado que ar es tónica, aunque un versificador quisquilloso habría preferido otra palabra que comenzara por consonante, para dejarlo todo sin margen al albedrío (errado o no) del lector. En consecuencia, una palabra candidata sería quema en lugar de arde: “Este calor que quema sin un viento”.
El filólogo Julio Casares consultando fichas con palabras en la Real Academia.
El cuarto verso es “su inflamada heredera: brota ahora”. Un palimpsesto o una versión que permitiese en la pantalla ver los cambios mostraría que por un fallo de oído el poeta escribió originalmente: “Su ardiente heredera: ahora brota”. Si se trataba de que el verso no quedara cojo (con diez sílabas), podría cambiarse a “su ardorosa heredera: brota ahora”. Pero arder ya había aparecido en el primer verso, por lo que parece mejor buscar otro verbo. La consulta de un diccionario de sinónimos o palabras afines permite barajar alternativas en la pesquisa de un vocablo que más o menos signifique lo mismo y tenga tres sílabas (cuatro si comienza por vocal o la consonante muda hache).
El siguiente verso es “de la fricción del hoy, chispa perpetua”. Conste que al principio la chispa era eterna, también trisílaba pero que al comenzar por vocal pedía sinalefa. El último verso es, por fin, “con la chispa exaltada del instante”. Cabe decir que exaltada se incluyó en lugar de ardiente porque además de repetir un derivado de arder esta segunda palabra ofrecía, de nuevo debido a la sinalefa, una sílaba menos al verso. Exaltada resuelve esas fallas. Se sitúa en el mismo campo semántico y además ofrece una elección no tan frecuente, que amplía la gama léxica.
Si el idioma no dispusiera de suficientes voces entre las que escoger, los poemas, fuente de la literatura nuestra y de cualquier otra, no solo resultarían reiterativos sino que serían incapaces de las soluciones que la métrica exige. Esto hace que se empleen palabras de similar fondo pero distinta forma. Eso hace, en suma que más palabras se mantengan vivas. En Inglaterra Roget (1852) y Boissière en Francia diez años después allanaron el camino para una obra tan útil como el Diccionario ideológico de la lengua española del académico Julio Casares, quien en el prólogo de su obra señalaba que “mientras el Diccionario de la lengua se acrecienta y perfecciona de una a otra edición, el caudal circulante de vocablos se empobrece de día en día; y si hoy nuestra literatura, salvo honrosas excepciones, se remedia para todos sus fines con unos pocos cientos de voces, borrosas y desportilladas por el continuo uso, ello no es por culpa exclusiva de los escritores”. De hecho, es responsabilidad de estos, si no ser resucitadores de lo que ya ha perecido, ser como el médico, que mantiene vivo y saludable al paciente.
Peter Mark Roget (1867) / ERNEST EDWARDS.
Cité a Roget, y él me servirá para llevar todo lo anterior al campo de la traducción, al que se asoma siempre esta serie de Letra Global: “Las palabras adecuadas en los lugares adecuados constituyen la verdadera definición de un estilo”, escribía (y traduzco) Jonathan Swift en su “Carta a un joven clérigo”, justo hace trescientos años. En su introducción, Roget aventuraba que su diccionario sería especialmente provechoso para quienes tradujeran al inglés palabras extranjeras. El diccionario de Casares ha hecho lo propio en nuestra lengua. En él se hallan los materiales para que no sea pedestre la dicción del poema (de ningún texto literario en realidad) y para que mediante la frecuentación de los versos el lector mantenga en activo, también para producir él actos de habla, el acervo lingüístico que ha heredado y que no hay nunca impuesto de transmisiones que lo grave o amengüe si no es la injusta ley, que jamás hay que obedecer, de la desidia.