El cineasta alemán Wim Wenders  / EFE

El cineasta alemán Wim Wenders / EFE

Cine & Teatro

La Barcelona germanófila

Wim Wenders, Rainer Werner Fassbinder, Daniel Schmid, Werner Schroeter, Kraftwerk, Peter Handke y Thomas Bernhard marcaron la juventud de Ramón de España

13 octubre, 2019 23:55

Hubo una etapa de mi juventud en la que me convertí en un germanófilo cultural. El principal responsable fue Wim Wenders, cuyas primeras películas --Summer in the city, Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo-- me tragaba en la filmoteca de Barcelona en vez de ir a clase en la facultad de periodismo de Bellaterra: mi experiencia universitaria fue lamentable, entre el programa y los profesores, pero debo reconocer que fomentaba enormemente la actitud autodidacta.

De Wenders --al que consideraba entonces un alma gemela, alguien que me explicaba exactamente lo que necesitaba que me contaran--, pasé al gran Rainer Werner Fassbinder, creador torrencial con más películas en su haber que años tenía cuando reventó: El asado de Satán, Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, Amok o La ley del más fuerte figuran entre mis favoritas. Profundizando en el cine alternativo alemán, llegué hasta Daniel Schmid --que era suizo, pero da igual--, del que me fascinaron Esta noche o nunca y La Paloma (como actor, lo recuerdo siendo acribillado a balazos en El amigo americano, de Wenders), y Werner Schroeter, esteta decadente que dirigía óperas y películas como La muerte de María Malibran (protagonizada por la fascinantemente horrenda Magdalena Moctezuma), El reino de Nápoles y Palermo o Wolfsburg.

La fascinación germánica no tardó en trasladarse a otros ámbitos. La música pop, sin ir más lejos, donde el grupo de Dusseldorf Kraftwerk formó parte de mi banda sonora hasta que se cansaron de componer material nuevo y se dedicaron a vivir de rentas: puede verlos actuar en Barcelona antes de que empezaran sus décadas de vagancia y disfruté muchísimo con aquellos cuatro aspirantes a cyborg (ignorando a esos amigos buenistas que, tras ver la portada de The man machine, deducían que eran una pandilla de nazis, lo cual no era cierto).

La literatura también me nutrió de material adecuado: me enganché a los libros de Peter Handke y Thomas Bernhard (ambos austríacos) y, en un esfuerzo retrospectivo, me tragué Las inquietudes del joven Werther y Berlin Alexanderplatz, éste en francés porque aún no se había traducido al español y jamás he reunido el valor necesario para aprender alemán.

De la misma manera que los locales cierran y los amigos se mueren, los romances culturales también tienen fecha de caducidad. Separarse de una ciudad o de un escritor o un cineasta tiene cierto parecido con separarte de tu novia. Necesitamos novedades y nos cansamos de lo que ayer nos fascinaba. Me sucedió con París y con mi etapa germánica. No fue del todo culpa mía: la televisión alemana dejó de financiar a esos señores tan peculiares que he citado --o eso me dijo Wim Wenders cuando lo entrevisté en Berlín: un tipo encantador que me da la impresión de que perdió el norte hace años, aunque nunca olvidaré el consejo que me dio: "Cruce a Berlín oriental. Allí verá lo que queda de Alemania" (mensaje críptico, pero muy sugerente)--, Kraftwerk optó por la ley del mínimo esfuerzo, Fassbinder, Schmid y Schroeter fallecieron, a Handke le dio por ponerse de parte de Milosevic, cosa que sigo sin entender a día de hoy, aunque me parece muy bien que le hayan dado el Nobel...

No fui el único barcelonés de mi generación en sufrir la influencia germánica, todo ese torrente de talento literario, cinematográfico y musical que nos cayó encima para luego irse secando paulatinamente. En la actualidad, mis contactos con la cultura alemana se reducen a las películas del austríaco Ulrich Seidl y los emails que intercambio con mi amigo Wolfgang Wesener, un fotógrafo de Colonia al que conocí hace años en Nueva York, donde sigue viviendo. Es un gran chico.