Un fresco de Pompeya donde se representa (a la izquierda) a la diosa Peitho llevando a Eros con Venus y Anteros. Humanidades

Un fresco de Pompeya donde se representa (a la izquierda) a la diosa Peitho llevando a Eros con Venus y Anteros. Humanidades

Letras

El mundo de las humanidades

El derrumbe de la tradición cultural no significa necesariamente que todo haya acabado sino que, como explicó Hannah Arendt, para cada generación todo está aún por hacer

10 septiembre, 2019 00:00

“Nuestra herencia no está precedida por ningún testamento”. Hannah Arendt solía citar este aforismo de René Char para resumir el hundimiento de la tradición que se había vivido en su tiempo. La desaparición de la filosofía o de la metafísica, aseguraba, traía consigo la ventaja de poder explorar el pasado sin peso ni guía, una libertad que hubiera sido mayor si no hubiese venido acompañada de una creciente incapacidad para moverse en el ámbito de lo invisible. Se trata de un problema que, desde entonces, no ha hecho más que agravarse, revitalizando a la vez la importancia de lo que solemos entender por humanidades

En La condición humana, Arendt distinguió entre labor, trabajo y acción. La labor designa la actividad que tiene que ver con el cuerpo y la subsistencia y que por tanto genera consumo, el trabajo se refiere en cambio a los útiles que el hombre crea para alterar la naturaleza, la acción, finalmente, abarca todo aquello que se da entre los hombres sin la intervención de la materia o de las cosas y que está relacionado con la palabra y la libertad, es decir, con la política. Ya en la década de 1950, Arendt se dio cuenta de que la sociedad contemporánea estaba propiciando un ascenso del animal laborans en detrimento del zoon politikón, del hombre entendido como ser capaz de organizarse y discutir. Todo aquello que en Grecia se consideraba prepolítico y que pertenecía al ámbito privado de la familia y de los esclavos –del oikos–, es decir, todos los aspectos biológicos del hombre, estaba poco a poco invadiendo el espacio público, saturado ya, por otra parte, con los productos del Homo faber

Hoy en día estamos asistiendo a la apoteosis del animal laborans –que Ferlosio llamaba Homo emptor, el hombre que consume–, merced a la constante celebración de la fisiología de los cuerpos en la esfera digital, espejo de una sociedad en la que los individuos, en virtud de una identidad sólo biológica, se disponen a declararse tácitamente superfluos, puesto que son de suyo intercambiables. La idea no es nueva y Giorgio Agamben, a partir de las reflexiones de Arendt, ha podido acuñar el concepto de nuda vida para estudiar el fenómeno. Si ahora traigo a colación el debate es tan sólo para hablar del papel que las humanidades, a mi juicio, pueden seguir jugando en nuestro tiempo.

Una imagen de Hannah Arendt en el Museo de la Resistencia /  Amy Widdowson

Una imagen de Hannah Arendt en el Museo de la Resistencia /  Amy Widdowson

El derrumbe de la tradición al que se refería Arendt es algo que cada generación, más o menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tarda en comprender y constatar. Al principio, durante los años de aprendizaje, esas ruinas crean un espejismo de tradición y uno vive rodeado de gente que habla y trabaja entre los mismos dinteles caídos y las mismas columnas que no sujetan nada. Uno incluso a veces ha tenido la suerte de tener una familia donde también se ha soñado algo así como una tradición. Luego, de mayor, uno se sorprende un día trabajando en una disciplina en la que efectivamente ya no hay ningún sostén ni ningún paradigma y, al levantar la vista del libro, de pronto cobra conciencia del cielo que se abre sobre las columnas mientras las ruinas entre las que ha estado viviendo se organizan de pronto en fuga. Es entonces cuando nos damos cuenta de que en realidad hemos estado siempre nadando entre pecios, en un mundo subacuático e invisible, acompañados por otros buzos –vivos y difuntos– a los que saludamos cuando coincidimos en un yacimiento y con los que, al salir a la superficie y quitarnos la escafandra, comentamos lo que hemos visto. “These fragments I have shored against my ruins” (“Con estos fragmentos he soportado mis ruinas”). En las estrofas finales de La tierra baldía está ya todo lo que se puede decir al respecto. 

Ocurre, sin embargo, que con la constatación del derrumbe y la pérdida de la ingenuidad llega también la evidencia de que hay todavía un mundo ahí fuera y de que ese mundo es el nuestro. No queda más remedio entonces que disponerse a aceptarlo y a asumirlo. En varios de sus ensayos, Hannah Arendt rescató, a través de Kant, el concepto de gusto como facultad política. Kant había sido el único de los grandes filósofos que se había ocupado del juicio y que por ello no se había mostrado hostil con las cuestiones públicas. El juicio, que en Grecia se llamaba phronesis y que se diferenciaba de la sophia, no busca la verdad absoluta, como en el caso del pensamiento filosófico, sino que se conforma con elegir, discriminar y compartir mediante la persuasión. La persuasión era en Grecia una diosa, Peitho, cuya imagen se veneraba en el ágora de Atenas, ya que era el símbolo de la palabra y el discurso, de todo aquello que se oponía a la violencia e incluso al diálogo filosófico. El gusto expresa una subjetividad a la vez que reconoce un mundo, puesto que aspira a convencer a otros de sus elecciones estéticas, más allá de la vida sensual y del yo fabril. 

El filósofo Immanuel Kant en 1768 pintado por Johann Gottlieb Becker

El filósofo Immanuel Kant en 1768 pintado por Johann Gottlieb Becker

No hay duda de que muchas cosas han cambiado desde que Arendt escribió acerca del gusto y la política. Entre otras cuestiones, han desaparecido muchos de los sobreentendidos que conformaban lo que antes se entendía por cultura pero, precisamente por ello, las humanidades han dejado de tener una misión. El sueño ilustrado de educar a la humanidad, acaso siempre engreído e iluso, hace ya mucho que no tiene sentido, de la misma manera que tampoco cabe lamentarse una y otra vez acerca de la ignorancia universal o de la desaparición del latín y del griego en el bachillerato. Una vida sin examen puede ser igualmente virtuosa. En su día, además, el humanismo fue también un sueño ingenuo y fracasado.

Por otra parte, las humanidades seguirán existiendo mientras haya dos o tres personas dispuestas a ocuparse de lo invisible, de todo aquello que no es palpable, mesurable ni venal, expresando con su ejemplo y su persuasión una forma de ser humano que se niega a desaparecer para cedérselo todo a la biología y la publicidad, demostrando su capacidad de elegir compañía entre los vivos y los muertos, entre el pensamiento, la literatura y el arte. A medida que pasan los años, uno cobra cada vez mayor conciencia de la importancia de lo que ha sido y sigue siendo su excepcional comunidad de amigos y maestros, de la ininterrumpida conversación que en realidad constituye una vida dedicada a editar, traducir, escribir y enseñar, que es una forma de ampliar la propia conciencia hasta hacerla irreductible e indomeñable, vinculándola a la de los demás. Hay ahí una afirmación y una fe de vida absolutamente imbatibles y perdurables.

Asumir una marginalidad no supone darse por vencido, sino renunciar a la batalla para seguir creyendo en un mundo común, por pequeño e insignificante que sea. Quizá, después de todo, el mundo de las humanidades nunca ha sido otra cosa. Nosotros, además, podemos beneficiarnos de la batalla de nuestros antecesores de un modo especialmente fructífero. Por una parte, ya nos hemos liberado de lo que Antoine Compagnon ha llamado el demonio de la teoría –el solipsismo crítico que colapsó los estudios literarios–, quedándonos con lo mejor de la hermenéutica, y por otra, el diálogo tenso que mantuvieron varias generaciones de escritores y pensadores a lo largo del siglo XX, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, nos permite volver a iniciar el camino de la interpretación aún con mayor libertad y riesgo. El trance político, social y científico que estamos viviendo, con una urgencia que se dispara en tantas direcciones, hace que ese pasado desatendido cobre más vida que nunca. Como muy bien vio Hannah Arendt, el derrumbe de la tradición no significa que todo haya acabado sino que, para cada generación, todo está aún por hacer.