Bartleby, según Enrique de Hériz
La editorial Navona publica una cuidada traducción del turbador y clásico relato de Herman Melville sobre un individuo cuya aspiración consiste en no decidir nada
15 agosto, 2019 00:00Hace algunos años se anunció la traducción del Diario de un viaje a las Hébridas con Samuel Johnson, de James Boswell, a cargo del premiado Miguel Martínez-Lage. Finalmente, el repentino fallecimiento de este impidió que saliera el libro como estaba previsto y el título viera la luz en otra editorial y con otro traductor. Dentro de la desgracia de su temprana y también casi súbita muerte, Enrique de Hériz sí fue capaz de completar antes de que el cáncer se lo llevara la traducción de la más conocida de las novelas breves de Herman Melville: Bartleby, el escribiente. Pocas semanas después de su desaparición, el libro ve la luz en Navona, editorial que ya había publicado en la vieja traducción de José María Valverde Moby Dick con espléndido prólogo, también, de De Hériz.
Aparte de adaptaciones infantiles y juveniles, hay en nutrida tripulación varias traducciones del clásico sobre Ahab y la ballena (1851): la de Enrique Pezzoni en Penguin, la de Maylee Yábar Dávila en Alianza, la de Fernando Velasco Garrido en Akal, la de José Rafael Hernández Arias en Valdemar, la de Andrés Barba en Sexto Piso… Lo mismo sucede con Bartleby (1853), que acumula las de María José Chuliá (Nórdica y Penguin), Eulalia Piñero (Austral), Julia Lavid (Cátedra), José Luis Pardo (Pre-Textos, donde al texto de Melville se añaden otros, a modo de comentario, de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y el propio Pardo), por no hablar de Jorge Luis Borges.
El argentino escribió que Bartleby “es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo”. Pertenecen estas líneas a su introducción en la mítica colección La Biblioteca de Babel (Siruela), pero Borges llegó a escribir dos prólogos más sobre la obra de Melville. Su traducción apareció por primera vez en la bonaerense Emecé, dentro de la colección Cuadernos de la Quimera (1943).
Melville conoció bien el mundo de los oscuros chupatintas. Antes de embarcarse en buques de los que tomaría la experiencia para Moby Dick, a los trece años comenzó a trabajar en el New York State Bank. Eso le sirvió para reconstruir ese mundo de bufetes y amanuenses judiciales, en el que trabajaron sus hermanos, pero hay que destacar que Bartleby no es un libro realista pese a sus descripciones y asfixiante ambientación: o es realista en cuanto que refleja como pocos los fantasmas y obsesiones que aquí se consignan y que se pueden resumir en una palabra: parálisis. O en cuatro: no obrar, pudiendo hacerlo.
El escritor norteamericano Herman Melville.
En este sentido, cabalga entre la literatura y la psicología, o se apoya en esta para montar un corcel que a la hora de la verdad se queda clavado, pues “preferiría no hacerlo” (esa frase que permanece como un eco en nuestros oídos al igual que el famoso “Nunca más” de Poe). Solipsista, el personaje de Melville no es que procrastine o difiera la acción, es que directamente se planta y rehúsa realizarla, si bien siempre con las mejores palabras, con una negación educada que más que irritar desconcierta.
Enrique Vila-Matas hizo del personaje de Melville arquetipo del escritor escurridizo, que se escapa de la que parece ser su vocación, escribir. Bartleby y compañía es uno de los libros que más justa reputación le han otorgado. Allí habla de Salinger, Rulfo y Rimbaud. Enrique de Hériz no dejó de escribir, no fue bartleby, pero su más que notable actividad como traductor hubo de detraerle sin duda tiempo y energías de su propia creación.
De Hériz, que fue editor y excelente novelista de obra escasa, firma aquí una traducción pulcra y exacta que se suma a las que ya hiciera de Robinson Crusoe (que por primera vez se traducía completa) y de obras de James Ellroy, John Steinbeck, Dashiell Hammett, Stephen King, Noah Gordon, Patricia Highsmith o Jonathan Franzen, entre otros. Navona intentó llegar a tiempo y tener el libro antes de la muerte de su traductor.
De Hériz, que fue editor y excelente novelista de obra escasa, firma aquí una traducción pulcra y
Hoy, sin él ya entre nosotros, su nombre aparece impreso en la elegante cubierta entelada. Pere Sureda, el editor, incluye una nota-homenaje en la que afirma que De Hériz veneraba “la letra escrita para poder luego tomarse su tiempo y allanarla, moldearla para hacerla más sencilla y así lograr que su trabajo de traducción no se notara”. Y no se nota, en su transparencia. Una vez cruzado el umbral de la traducción ni una nota turba la fluidez de la lectura, ni siquiera para aclarar el significado de los motes de los personajes secundarios.
Bartleby aparece en esta edición con prólogo del colombiano Juan Gabriel Vásquez, uno de los más sólidos escritores ahora mismo en español. Ahí señala el papel del narrador, el abogado que cuenta la historia, y la importancia de su perspectiva sobre el escribiente: “El narrador se compadece de él, y nosotros también”. Y añade: “Igual que lo seguiremos haciendo, lo queramos o no, por el resto de nuestras vidas”. Se ha escrito mucho sobre el bloqueo del escritor. Con el bloqueo del escribiente, Melville pone el acento en algo que puede afectar a cualquier lector en su vida cotidiana, especialmente al que padece lo que Robert Burton llamó melancolía y hoy, más prosaicamente, depresión.