'Los Ocho' o la generación musical del 27
Un viaje a la historia del grupo de músicos nacidos al calor de la Residencia de Estudiantes que modernizaron la música española a partir de finales de los años veinte
25 julio, 2019 00:00Un día, después de la lluvia de plomo, España dejó de ser historia para convertirse en geografía. No existía Europa como solución, ni había gran cosa que meterse en el gaznate. Los músicos del Grupo de los Ocho optaron por los dos exilios: el interior y el exterior. Recién salidos de la Residencia de Estudiantes, eran nuevos en la calle; procuraban no coger el tranvía ni menudeaban los clásicos azucarillos de anís en las tertulias de González-Ruano, demiurgo de tinta y papel, a medio camino entre el señoritingo entregado y el perro flaco ávido de artes poéticas y amatorias. El país latía bajo dos siglos de decadencia. Sentía todavía el peso de Godoy (“el príncipe de la paz”), el valido que desterró a Blanco White en Salamanca, a la sombra teológica de Fray Luis y junto al trono del magnífico rector, que ocuparía más adelante Miguel de Unamuno (“venceréis, pero no convenceréis”).
Los Ocho se asomaron a la posguerra y trataron de hacerse invisibles para los hombres con botas de media caña. Algunos años antes, en 1930, Salvador Bacarisse, Fernando Remacha, Ernesto Halffter, Rodolfo Halffter, Gustavo Pittaluga, Rosa García Ascot, Julián Bautista y Juan José Mantecón habían dado un concierto de presentación conjunta, en la Residencia. En aquel comienzo, se sentían hermanados por un mismo ideario estético y por una similar afinidad intelectual. Se autoproclamaban los músicos del 27.
Nacieron con la intención de romper moldes, de modernizar el gusto musical de su tiempo. No eran neófitos; llevaban ya una década forjando un lenguaje nuevo y distintivo. Hay ejemplos que atestiguan aquel estandarte estético, como Canciones sobre Marinero en Tierra, de Rodolffo Halffter, una muestra de fusión entre poesía y música, tal como lo dispuso la sensibilidad de Lorca junto al piano de Manuel de Falla.
El mayor de los hermanos Halffter, Rodolfo, exiliado en México, rindió aquella partitura al genio poético de Rafael Alberti. Sus referencias fueron Claude Debussy y Arnold Schönberg, cuyo Tratado de Armonía le marcó enormemente. Ramón Ledesma, García Lorca o el mismo Rubén Darío fueron asiduos a las reuniones celebradas en el hogar de los Halffter. El otro hermano, Ernesto Halffter, conocido como el portugués por Rapsodia portuguesa para piano y orquesta, se entregó al Antiguo Régimen y probablemente no le fue tan bien, habida cuenta de cómo trataban a la gente los pelayos de camisa parda y pistola al cinto.
Cuando Salvador Bacarisse compuso en 1957 su Romanza expresó de forma sublime la nostalgia del desplazado, del desterritorializado en el sentido de Juan Goytisolo. Su caso resulta revelador. Estudiaba humanidades, pero apostó por la música de niño, el día que los Reyes Magos le “trajeron un violín de juguete”. En el Conservatorio de Madrid, su ciudad natal, conoció a maestros como Fernández Alberdi o Conrado del Campo. Su poema sinfónico La nave de Ulises habla por sí solo con absoluta elocuencia; y su Romanza, interpretada a menudo como el introito de una representación lírica, provoca emoción al instante.
En marzo, la Fundación Juan March presentó al Grupo y a su nueva música –encuadrada entre 1920 y 1936– a través de varios conciertos transmitidos por Radio Clásica de RNE. Estos autores, que tendrían trayectorias compositivas muy desiguales, no sólo querían promover una nueva estética musical basada en la simplicidad formal y la intrascendencia de la maquinaria simbólica de las orquesta de entonces, marcadas por complejas partituras e insignes solistas, sino que también acabarían marcando un punto de inflexión historiográfico.
Los Ocho compatibilizaron el extremismo de los novísimos con el principio de armonía descrito por Igor Stravinski en el momento en que se popularizó La Consagración de la primavera, donde se descubrió “la respiración de la música”, en palabras de Ravel. El músico ruso utilizó ejemplos ilustrativos de muy variado pelaje para describir la importancia de la melodía, rematando así su destrucción creativa: “Bellini, por ejemplo, recibió el don melódico sin haber tenido la necesidad de pedirlo. Como si el Cielo le hubiese dicho, te doy justamente todo aquello que le niego a Beethoven”. La música lideraba ya el lenguaje de la modernidad (el universo pop del siglo XX se incluye por derecho propio), y lo hizo mezclando el papel de Stravinski con el de Picasso, las dos grandes rupturas estéticas con el pasado.
La excitante coyuntura internacional, que acunaba al Grupo de los Ocho, chocó de frente con las limitaciones culturales de un país roto por sus costuras. El espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, creada en Madrid en 1876, por un grupo de liberales y humanistas como Montero Ríos, Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate o Moret, bajo la dirección de Francisco Giner de los Ríos, estaba también detrás del desafío de los Ocho. Esta vez sí, la verdad les hizo libres, pero las trincheras les cortaron de inmediato el vuelo.
La presentación pública de compositores unidos en grupo por sus coincidencias generacionales y estéticas fue una práctica extendida en Europa en el setecientos y el ochocientos. En torno al año 1870, por ejemplo, se empleó por primera vez el término de Grupo de los Cinco para referirse a los rusos Balakirev, Borodin, Cui, Mussorgsky y Rimsky-Korsakov, unidos por la idea de crear una escuela musical propiamente rusa. Y en 1920 se acuñó la etiqueta de Les Six para nombrar a los jóvenes compositores Auric, Durey, Honegger, Milhaud, Poulenc y Tailleferre, aglutinados para liberar la música francesa de la pesada influencia germánica y tomar la cotidianidad como fuente de inspiración musical. Esta segunda escudería puede considerarse en parte una consecuencia de la llamada querella de los antiguos, iniciada casualmente entre el músico Rameau y el ilustrado Rousseau, que saldría del cauce musical en dirección al combate entre arte y técnica, genio y método, lo racional y lo ideal, o entre Voltaire y Pascal; en Alemania, Goethe frente a la del científico Oppenheimer; en Italia, D'Annunzio frente a la del industrial Agnelli.
La presentación pública de compositores unidos en grupo por sus coincidencias generacionales y estéticas fue una práctica extendida en
En España la querella llegó con tardanza, después de la tabla rasa en ultramar. Aquí la disputa abandonó la música para articularse como una disputa soterrada entre las humanidades de la Institución Libre y la implantación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, creado a instancias de los opusdeístas reformadores de los sesenta. Una pelea estéril entre pensamiento y ciencia; entre arte y método; entre Dionisio y Apolo. Una batalla en la que se silenció el papel de la mujer, como ha demostrado el rescate, en Armonías y suaves cantos (Acantilado), el libro de la profesora Anna Beer (Londres, 1964), que hace justicia a ocho compositoras cuya obra ha sido menospreciada por la historia tradicional de la música.
La ausencia de la querella hasta bien entrado el siglo XX, nos mantuvo en el furgón de cola hasta el momento neutral de la conllevancia de Ortega y Gasset, como única solución dialéctica. Los hechos se habían ido decantando a partir de la Restauración y más allá del turnismo de Cánovas y Sagasta. Así, cuando el Grupo de los Ocho emergió, los peores pronósticos se cumplieron en la confrontación civil. Después llegó el olvido; la España invertebrada se hizo geografía, antes de su recuperación reciente y esplendorosa de hoy.