Orwell y Teresa Pàmies en la guerra civil
Orwell se admiraba de la generosidad, fraternidad y otras virtudes del corazón que atribuía a los españoles, sin abstenerse de criticar nuestra desorganización
7 julio, 2019 00:00“Prefería ser extranjero en España a serlo en otros lugares. ¡Qué fácil es hacer amigos en España!” De vez en cuando en su relato de la guerra, Orwell se admiraba de la generosidad, fraternidad y otras virtudes del corazón que atribuía a los españoles, sin abstenerse por ello de criticar nuestra desorganización, individualismo y otros rasgos tendentes al caos que hacen inoperantes los mayores esfuerzos colectivos, como por ejemplo el de ganar una guerra. Aquí agrego otra cita del mismo libro --el famoso Homenaje a Cataluña--: “…Esos rasgos de magnanimidad que tienen los españoles en las peores circunstancias son característicos del país. Conservo muchos malos recuerdos de España, pero muy pocos de los españoles; creo haberme enfadado seriamente con un español solo en dos ocasiones, y en ambas, cuando miro atrás, creo que fui yo quien tuvo la culpa. Es indudable que poseen una generosidad, una especie de nobleza que no pertenece al siglo XX.” No comment.
Para escribir un artículo en El País sobre 1984 estuve el mes pasado releyendo a Orwell y quedé estupefacto ante algunas de las cosas que dice en Homenaje a Cataluña, que da testimonio de su participación en la guerra civil como voluntario de las milicias del POUM en el frente del Ebro, donde se jugó la vida como otros idealistas extranjeros y nacionales, y como “muchos jóvenes de quince años, alistados por sus padres, que no ocultaban que lo hacían por las diez pesetas diarias que cobraban los milicianos, y también por el pan que el cuartel recibía en abundancia y que se llevaban a escondidas a casa de la familia”. En otro lugar señala que “en Monte Pocero no creo que hubiese nadie menor de quince años, pero la edad media debía de estar muy por debajo de los veinte. Nunca debería emplearse jóvenes de estas edades en el frente, porque no pueden soportar la falta de sueño que es inseparable de la guerra de trincheras”. Tener las posiciones debidamente defendidas por la noche era imposible, porque “los niños de mi sección (…), en cuanto les dábamos la espalda, o abandonaban el puesto y volvían al refugio o bien, a pesar de aquel frío de muerte, se apoyaban en la escarpa de la trinchera y se quedaban dormidos”. Es pródigo el libro en observaciones como ésta que encogen el corazón.
El olor de la guerra, “según mi experiencia es el olor a excrementos y comida podrida”, cuenta Orwell, entre otras cosas vistas y vividas de un gran valor documental y atmosférico. Sus aventuras y desventuras en Barcelona son apasionantes. En general, me cae muy bien este escritor, ciertamente admirable en cuanto a coherencia y valores morales; pero esto tampoco me impedirá decir que Homenaje a Cataluña es un libro claramente sobrevalorado, a veces de una ingenuidad irenista francamente exasperante. Como cuando Orwell llega a la Barcelona en la que Companys ya ha repartido las armas y las fuerzas anarquistas se dedican al triunfo de la revolución, o sea preferentemente al asesinato, el saqueo y la expropiación en nombre del “pueblo”; y Orwell, sin enterarse de los “paseíllos”, sacas y demás horrores, observa complacido que nadie se llama de usted sino de tú, nadie es “don”, sino “camarada”, nadie lleva corbata, que es un signo de burguesía, y postula que en España ya nadie es católico, porque ve que las iglesias de Barcelona que no han sido quemadas están vacías. ¡Toma, claro que estaban vacías, porque asistir a misa era una actividad de alto riesgo, te exponías a que tus amigos libertarios te pegasen un tiro. ¿No te diste cuenta, George?
De la existencia de las checas de Barcelona parece que Orwell solo se entera a su regreso del frente, herido en el cuello, y se encuentra con que sus amigos del POUM y la FAI están siendo detenidos y clandestinamente eliminados. Es el momento de 1937 en que el Gobierno de Negrín y el partido comunista, cuya autoridad emana del suministro de armas de Stalin a la República, deciden racionalizar el frente de guerra, hasta entonces dividido en trincheras de obediencia a un partido u otro, imponiendo orden, disciplina y mando único, y de paso exterminando a los “trotskistas” del POUM. En Barcelona, el acontecimiento capital de los llamados “hechos de mayo” de 1937 fue la toma del estratégico edificio de Telefónica, desde donde los anarquistas podían escuchar todas las conversaciones gubernamentales. Orwell cuenta con buen pulso aquella “guerra civil dentro de la guerra civil” en la que de repente se vio envuelto, cuyo campo de batalla fueron las Ramblas, el Raval y los barrios cercanos. (Por cierto, que tres décadas después, los aventureros del MIL de Puig Antich reivindicaban como un gran momento de la historia libertaria mayo de 1937, fecha que iba a dar título a su editorial). En vez de ser condecorado por su herida de guerra, procuraron pegarle un tiro. Tras unas semanas pavorosas de clandestinidad, logró salir de Barcelona, con su esposa, hacia la frontera.
Teresa Pàmies estaba como quien dice en la barricada de enfrente, en la barricada bolchevique, en aquella misma época, que ella vivió siendo extremadamente joven (nació en 1919), según su testimonio Quan érem capitans (“Cuando éramos capitanes”, hubo edición en castellano). Leí ese libro apasionante hace mucho, y no recuerdo mucho de lo que contaba, pero recuerdo que consideraba a Orwell un señorito frívolo o inconsciente, poco más que un turista de la Revolución. Ella era conmovedoramente idealista y fanáticamente comunista, y allí explica sus andanzas y la de otras camaradas enroladas como ella en una organización de jóvenes comunistas que se dedicaban a la agitprop en Barcelona, y a veces subían al frente para llevar música, baile y solidaridad a los que iban a morir.
Recuerdo también algunas escenas del amargo final, en 1939, cuando Pàmies ha sido enviada a hacer guardia en la plaza de la Bonanova y ve bajar por las laderas del Tibidabo como un increíble espejismo terrorífico unos brillos plateados: los resplandores que los rayos del sol arrancaban a las bayonetas de los soldados franquistas que llegaban a Barcelona.
Con aquellos brillos de bayoneta llegaba para muchos barceloneses la liberación de una pesadilla que había durado tres años, y para otros muchos, anunciaban la peor de las desgracias. Al escribir esta frase no intento ser equidistante, sucede que sé demasiadas cosas sobre este asunto, y prefiero no juzgar a generaciones para mí tan lejanas. Entiendo las razones de unos y otros, y simpatizo con todos a la distancia. No podría ser equidistante entre dos polos entre los que no estoy. Se han cumplido 80 años de aquellos acontecimientos tan trágicos y que han dejado una cicatriz invisible y profunda en la ciudad. He pensado que sería oportuno recordarlo hablando un poco de estos dos libros, Homage to Catalonia y Quan érem capitans. Teresa Pàmies y los suyos salieron como pudieron huyendo de una muerte probable hacia Francia. Los heridos de guerra salían arrastrándose de los hospitales suplicando que les llevasen con ellos, temiendo ser ejecutados por los nuevos amos de la ciudad. Finalmente, recuerdo que en el momento de cruzar desvalida la frontera de noche para emprender un exilio en Praga y París que sería casi interminable, la autora vio allí mismo, justo detrás de una aduana, la figura elegante, abrigada con una gabardina blanca, de un amigo y camarada que había ido a buscarla en aquel caos humanitario: Artur London. El mismo London que años después sería ministro checoslovaco en el gobierno Slansky, purgado por orden de Stalin por “cosmopolita” a principios de los años cincuenta. Luego London fue autor de La confesión, un libro extraordinario que... Pero esto ya es otra historia; o quizá más bien la prolongación de la misma terrible historia, pero en algún sitio hay que parar.