El tiempo de la música
El crítico José Luis Téllez recopila sus ensayos en 'Música reservata' (Fórcola), un libro donde se combina la erudición con el pensamiento y la pasión por la música clásica
5 junio, 2019 00:00“La música se articula como si fuera un lenguaje pero, al estructurarse sobre la misma base que las palabras sin hallarse sujeta a su mecanismo de significación, se trata, por así decir, de un idioma del que jamás poseeremos el diccionario”. Es muy difícil escribir sobre música sin ceñirse tan sólo a la descripción técnica y asumiendo además la insuficiencia del conocimiento musicológico para tratar de entender la verdadera trascendencia de ese arte, que es lo que hace José Luis Téllez en el libro del que procede la frase citada, Musica reservata (Madrid, Forcola, 2019), una recopilación de artículos y ensayos. Téllez es uno de los críticos musicales más conocidos, gracias sobre todo a su trabajo como comentarista en radio y televisión, pero en este libro demuestra –como ya sabíamos quienes le seguimos en la revista Scherzo, de donde proceden muchos de los textos aquí coleccionados– que es además un excelente ensayista, en un ámbito, como digo, particularmente problemático.
En Musica reservata, Téllez alcanza el punto justo entre el especialista autorizado, el pensador ambicioso y el oyente apasionado, hasta el extremo de que cualquiera puede seguir sus reflexiones sin perderse más de lo que gana. Su actitud frente a su objeto de estudio es siempre de infinita curiosidad y respeto –sólo hay, hasta donde se me alcanza, un reparo por Arvo Pärt que me hubiera gustado leer con más detalle–, sumergiéndose en toda la música con la misma avidez, ya sea en una zarzuela como Agua, azucarillos y aguardiente o en una pieza de Anton Webern. Su oído no se impone más límite que el de la impostura y tampoco se cierra a buscar ayuda en otras artes o disciplinas paralelas, como la poesía, la pintura, la arquitectura, el cine o el psicoanálisis, emprendiendo a veces espectaculares viajes, como el que propicia una interpretación sobre los orígenes y el significado del vals. No hay género, periodo o compositor que se le escape, desde la música renacentista hasta la ópera, el problema del romanticismo y las vanguardias, dando a entender que la música conforma un solo cosmos cuyas constelaciones son el conjunto de sus interpretaciones.
“En su última etapa, Oteiza llega al vacío mediante adición de elementos livianos que circunscriben el ámbito espacial, Cage denuncia la inexistencia del silencio al ofrecerlo en bruto, por así decir, mientras Stockhausen esculpe el bajorrelieve de su partitura”.
Se trata en realidad de un asunto que está relacionado con el otro que vertebra buena parte de los artículos y que ocupa el último ensayo del libro, titulado “Tiempo y música”. La música crea su propio tiempo y de hecho la experiencia de la escucha permite tomar conciencia de la infinidad de tiempos de los que está hecho el tiempo que nosotros percibimos limitadamente como lineal. “En Bruckner, el tiempo es lo que empieza después”, decía Celibidache, concentrando toda la atención en esos finales de las sinfonías del compositor austríaco en los que el espacio parece dilatarse. Y la filósofa suiza Jeanne Hersch resumía el asunto de forma inmejorable:
“El tiempo vivido adquiere aquí una extraña unidad. El presente lo está más que nunca, pero sin acción; el pasado es nostalgia, sin objeto; el futuro, espera absoluta, sin la esperanza de un determinado bien. A la vez, reina un sí, un consentimiento del alma a todo cuanto va a dejarse escuchar. Para los oyentes, el tiempo del concierto es a la vez una duración de dos horas de un tiempo natural sin presente y una interrupción radical de ese tiempo natural, en virtud de un presente que dilata la música”.
La reflexión coincide con la del propio Téllez cuando dice:
“Paradójicamente, es correcto afirmar que en la música no existe la repetición, pese a estar formalmente articulada mediante repeticiones. La escucha de una obra inmoviliza el tiempo: en cada segundo que transcurre y muere ante nosotros, la música abre una suerte de eternidad que inscribe a la vez el pasado y el futuro sobre la fugacidad del presente.”
La disquisición le lleva inevitablemente al problema de las vanguardias y al agotamiento de la tonalidad. En uno de los artículos que personalmente más le agradezco, titulado “Jano bifronte”, Téllez hace una comparación muy inteligente entre Bruckner y Mahler, afirmando que “solamente desde una visión superficial cabe considerar a Bruckner como un conservador: la realidad es que en su obra, tras la apariencia del mantenimiento de la forma, se agitan dimensiones musicales inéditas que apenas tienen otro precedente que ciertas intuiciones wagnerianas”. Luego, en “Tiempo y música”, Téllez retoma la idea para hablar del El oro del Rin de Wagner, cuyo comienzo abrió en la tradición europea “la posibilidad de una música al margen del tiempo”, relacionándolo luego con la experimentación formal de Debussy.
Creo que, de entre todas las artes, la poesía es la que más se acerca a la música en la facultad de crear un tiempo virtual. Las leyes de la métrica y de la prosodia son necesarias e imprescindibles no como simple mecanismo técnico sino como forma –la única forma, de hecho– que tenemos de crear con el verso un tempo que conforme el tiempo del poema. Cada vez que leemos los últimos versos del soneto dieciocho de Shakespeare: (“So long as men can breathe, or eyes can see / so long lives this and this gives life to thee”) o cuando en escena oímos la respuesta que Cordelia le da a su padre cuando este le pide perdón (“No cause, no cause”) se abre un boquete en nuestro tiempo similar al que experimentamos cuando termina una sonata de Schubert. Y cuando T. S. Eliot, en “East Coker”, dice “en mi comienzo está mi fin”, está expresando una idea del tiempo esencialmente musical, donde propiamente ya no hay ni final ni principio.
Hay una anécdota que ilustra esta cuestión y que siempre me impresiona. En 1979, Leonard Bernstein quiso visitar en su lecho de muerte a Nadia Boulanger, maestra de varias generaciones de músicos. A pesar de que le habían advertido de su estado terminal, Bernstein se sentó junto a su cama y le habló. Ella le reconoció y pudo hablar un poco. Antes de marcharse, Bernstein le preguntó si en aquellos momentos de trance agónico oía música, a lo que ella contestó: “Sí, todo el tiempo”. “¿Y qué música es?”, quiso saber Bernstein. Y Nadia Boulanger contestó: “Una música que no tiene ni principio ni final”. Es lo mismo que viene a decir José Luis Téllez en otro artículo de su generoso e inagotable libro: “El tiempo de la música materializa el infinito, en tanto que depósito de todos los horizontes posibles. La música (su tiempo) se contiene a sí misma: sólo la música nos permite intuir el significado de la eternidad”. Aprender a escuchar supone también aprender a aceptar la muerte.