El editor Jorge Herralde / DANIEL ROSELL

El editor Jorge Herralde / DANIEL ROSELL

Letras

Herralde Integral

El fundador de Anagrama traza un autorretrato fragmentario de sus filias, fobias, anécdotas y hazañas en cuatro volúmenes de 'textos públicos' para devotos del mundo editorial

5 abril, 2019 00:05

Existen, grosso modo, dos grandes tipos de editores: aquellos que leen y los que prefieren contar. No se trata de virtudes –o defectos– incompatibles. Muchos propietarios de editoriales hacen ambas cosas al mismo tiempo, aunque no siempre confiesen cuál de ambas actividades les quita más horas de sueño. Un editor que no lee puede convertirse en millonario --es el milagroso caso del sevillano José Manuel Lara Hernández, el astronauta de Planeta-- si sabe vender muy bien y contar con rapidez. Ganarse el respeto de la crítica, conquistar a la inmensa minoría de las clases intelectuales de un país –pongamos que hablamos de España entre la dictadura y la partitocracia– y conseguir el prestigio internacional, preferentemente en ultramar, exige saber leer (a los otros) como nadie, intuir los deseos de los demás –ese arcano– y sostener con estilo esa ficción compartida que llamamos cultura.

Probablemente Jorge Herralde (Barcelona, 1935), fundador y durante medio siglo alma máter de Anagrama, reúne en su persona, de apariencia afable, estas dos capacidades que vinculan en un círculo virtuoso los números y las letras. Su empresa, vendida en su día en lo que él mismo llamó una inmolación a cámara lenta a la italiana Feltrinelli, goza desde hace cuarenta años de solvencia económica y, de un tiempo a esta parte, cuando se ha diluido entre las nuevas generaciones el peso histórico de iniciativas culturales anteriores, abandera como la gran hermana mayor la atractiva galaxia de sellos editoriales independientes posmodernos. No es, obviamente, un logro menor.

Hace falta un indudable talento –llámenlo si quieren habilidad–, sentido de la resistencia y olfato, básicamente intelectual. Dicho lo cual, también hay que certificar la evidencia: los requiebros y la devoción que la figura de Herralde provoca para algunos autores de estos tiempos, y sobre todo la sumisión voluntaria que su trabajo causa entre los circuitos coolturetas de la Barcelona posterior a 1992, tienen algo de exageración amorosa e, intuimos, grandes dosis de interés (personal), sumadas a la esperanza de entrar (de una forma u otra) en el catálogo, que es la gran novela en marcha que este ingeniero de la gauche divine, generación bautizada por Joan Segarra, lleva escribiendo desde hace medio siglo. 

La poética del atelier

Herralde es, para algunos, el Dios laico de la edición en español. Sus memorias, biografías mínimas y libros de secretos y confesiones, sin embargo, lo dibujan como un tipo poco dado a la impostación y cuyo mandarinato literario –indiscutible– parece suceder muy a su pesar, sin que esto, por supuesto, impida el orgullo natural que supone haber construido una trayectoria editorial coherente. Si el hombre es el estilo, como escribió Buffon, el editor (ancien régime) es su editorial. Para entender la importancia cultural de Anagrama es necesario pues hacer un viaje por ese Herralde Integral que, igual que una colección de santos vinilos, se disemina por sus libros de recuerdos y memorias, que no son técnicamente memorialísticos, sino finos ejercicios de dominio de un oficio –el arte de hacer y vender libros– nada fácil.

Jorge Herralde :EFE

Jorge Herralde / EFE

Acaba de salir hace días el último de ellos –Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019)–, el cuarto, si incluimos las incursiones previas publicadas en España y en México. Este nuevo volumen de materiales y glosas de Herralde es fiel a sus antecesores –Opiniones mohicanas (Acantilado, 2001), Por orden alfabético (Anagrama, 2006) y El optimismo de la voluntad (FCE, 2009)– en el sentido de estar concebido como un cajón de sastre, una suma de patchworks, como los denomina el propio autor, virutas del taller –aquí se percibe la voluntad de hacer una poética del atelier– o retales de su extensa carrera profesional, escritos bajo la forma de los artículos de prensa, discursos ad honorem, entrevistas, correspondencias, crónicas de viajes, reflexiones varias y peroratas (en el sentido más clásico del término). De su lectura, agradabilísima, se desprenden dos sensaciones. La primera es que Herralde, muy devoto del cuarto género –Anagrama nació persiguiendo ese unicornio que es el buen ensayo literario–, domina extraordinariamente bien el arte de la seducción y las técnicas artísticas de autorrepresentación.

Como Barthes, su biografía elige la fragmentación como retórica, renunciando a la tentación de hacer un gran relato-río, con orden y concierto, de la aventura editorial de Anagrama. Opta, en cambio, por la suma de piezas autónomas de otro tiempo y otros lugares. La elección da agilidad y variedad al libro pero tiene el inconveniente de incurrir en la repetición (consciente) de las mismas anécdotas, episodios personales y divertimentos. Herralde ha preferido ser fiel a sus propios originales –reproducidos tal y como fueron publicados o enunciados en otros soportes y ante otros auditorios– que trazar la historia oficial de su editorial, vinculada indisolublemente a su vida personal.

Anagrama logo

Anagrama logo

La pieza que abre el libro –“Un día en la vida de un editor”– es un excelente simulacro de cómo convertir lo privado en público: el editor narra con detalle una jornada laboral ordinaria, desde que se levanta hasta que se acuesta, con una mirada prosaica, terrestre y objetivista. La suya no es una vida épica, ni encontraros tampoco ninguna revelación íntima, como era de esperar, sino otra cosa: un marco de lectura que sitúa los límites de la propuesta mediante la narración en primera persona de la vida de un editor que ha sobrevivido al tiempo y a los elementos gracias a su capacidad de indagación. Conviene, no obstante, no engañarse: Herralde, aunque sea mediante hábiles recursos compositivos, no deja de hablar nunca de su imagen pública, que es la que busca transmitir. La de un individuo escasamente enfático y hedonista dedicado a un oficio apasionante.

Barcelona  (1965-1970)

La historia de Anagrama, fundada en 1969, y debutante en las librerías con una obra de Cesare PaveseEl oficio de vivir–, está llena de momentos cumbre y espacios valle. Su interés es sociológico: a través de su evolución, que es la que se recrea en estos cuatro libros de recuerdos, Herralde presenta un recorrido desde la España del tardofranquismo hasta la actualidad. Materiales y reflexiones históricas condensadas en cápsulas que cuentan cómo era la placenta donde surgió la editorial, aquella Barcelona milagrosa que existió entre 1965 y 1970, antes del delirium independentista.

Anagrama cartelUn lugar y un momento concretos donde las entonces nuevas generaciones, hoy ciudadanos provectos o en edad de jubilación, salvo los casos de muertes prematuras, se autodefinían (así lo hace el editor) como “progresistas y de vanguardia”, parroquianos de los templos del alcohol –Bocaccio, sin duda; pero también el Whisky Bar, el Stork, el Pub Tuset, el Jamboree de la Plaza Real o el Mariona–, académicos izquierdistas y toda esa fauna o anarquizante –los cofrades de Ajoblanco– o tan dogmática como para fundar partidos revolucionarios con un par de miembros, por supuesto enfrentados entre sí. La ciudad donde se creó el mito (editorial) del boom latinoamericano, dominio de la Mamá Grande (Carmen Balcells) y espacio de una mezcla cultural espontánea, sin rasgo ni dependencia institucional alguna.

Un lugar y un momento concretos donde las entonces nuevas generaciones, hoy ciudadanos provectos o en edad de jubilación, salvo los casos de muertes prematuras, se autodefinían (así lo hace el editor) como “progresistas y de vanguardia”, parroquianos de los templos del alcohol –

En este contexto sentimental –aunque Herralde nos ahorra los sentimentalismos con una templanza digna de elogio– es donde una generación concreta, y entre ella un ingeniero que se había educado en el colegio de La Salle, aficionado temprano a la hípica, de familia industrial, decide hacerse rojísimo y editar aquellos libros –en buena medida necesarios– que ni llegaban ni, por supuesto, se les esperaba en aquella España.

La salvación por la contracultura

Herralde creó Anagrama –coetánea de Tusquets y Lumen– como una editorial política, de mirada marxista –“izquierda heterodoxa”, en términos del editor– que perseguía divulgar la base ideológica de una revolución cultural que no iba a llegar nunca porque algunos de los airados revolucionarios in fieri terminarían, salvo contadísimas excepciones, vendiéndose al capital y “madurando”. Sustituyendo el Libro Rojo de Mao –el Gran Timonel chino fue uno de los bestsellers de Anagrama en sus comienzos– por las cuentas de pérdidas y ganancias, los balances y la prosa con timbre de los notarios.

Jorge Herralde / ANAGRAMAEn aquel entonces –lo decimos para espanto de algunos devotos modernitos– Anagrama era una editorial de ideas, capaz de publicar ensayos que ahora serían intragables –pero políticamente ortodoxos en los años del tardofranquismo– y con suficiente habilidad divulgativa como para predicar las nuevas doctrinas sociológicas y políticas a través de sus célebres Cuadernos, cobijo de todos los rojerismos, feminismos, situacionismos posibles y otras guerras de liberación personal.

En aquel entonces –lo decimos para espanto de algunos devotos

El desencanto democrático –confiesa Herralde en un ejercicio de sinceridad– dejó a esta Anagrama primitiva, que es la que existe desde 1969 a 1981, sin su público. Los revolucionarios se convirtieron demasiado pronto en bailarinas de salón y otros se refugiaron en el exilio íntimo. La situación financiera se tornó angustiona hasta el punto de publicar sólo 19 títulos al año ¿Qué salvo a la editorial del precipicio? Digamos que la intuición de Herralde y las periferias del imperio. Las literaturas underground de Bukowski, cuya obra narrativa se transformó desde entonces en una de las banderas de la casa, el descubrimiento de Patricia Highsmith –expatriada en Suiza– y, sobre todo, esa maravillosa delicia cervantina que es La conjura de los necios, de Kennedy Toole, con su memorable Ignatius persiguiendo la Rueda Fortuna de Boecio por el barrio francés de New Orleans. Un longseller, como dice Herralde, que todavía es uno de los títulos más populares de Anagrama.

Herralde descubrió que el futuro de la editorial no estaba en la política, sino en su reverso: la contracultura resumida en la gran colección Contraseñas y los descubrimientos (dicho sea en términos hispánicos) de una larga serie de autores británicos, franceses, italianos, alemanes, mexicanos, argentinos y norteamericanos que desde los años ochenta permitían a los lectores ibéricos darse una pátina de modernidad sin excesivas petulancias. Un cosmopolitismo natural capaz de mezclar a Ricardo Piglia con Josepth Roth, a Thomas Bernhard con Sergio Pitol o a Javier Marías, antes de su célebre ruptura con el editor, con Hunter S. Thompson. Corazones blancos y ángeles del infierno. Belleza y rebelión. Rock & roll + feminismo. Mestizaje puro. Y, de postre, el ácido lisérgico del nuevo periodismo de Tom Wolfe, ese bisonte blanco. Cincuenta años después de este viaje, Herralde repasa los hechos, evita (como un buen caballero británico) los ajustes de cuentas y se retrata para la posteridad con la indudable ayuda de sus amigos, sus colaboradores y sus autores, en esta colección integral de confesiones editoriales.

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LA SELECCIÓN HERRALDE

Un día en la vida de un editor, HerraldeUn día en la vida de un editor (Anagrama, 2019). La última entrega de las confesiones (públicas) del fundador de Anagrama contiene textos donde se cuentan los inicios (políticos) de la editorial, se habla de la generación de la gauche divine, se glosan los intercambios personales y editoriales entre Barcelona, Madrid, México y Buenos Aires –las cuatro grandes capitales de la edición en español– y se reproducen documentos de intercambios epistolares con escritores, hasta culminar con la operación de venta de la editorial a Feltrinelli.

Por orden alfabético, HerraldePor orden alfabético (Anagrama, 2006). Una galería de los lazos y afinidades –escritores, editores, amigos, libreros o diabólicos agentes literarios– que han dado forma a la particular galaxia Anagrama. Una suerte de cara B o making off de cómo y con quiénes ha ido construyéndose a lo largo de las décadas el catálogo de Herralde. La celebración de la amistad y los secretos (confesables) del negocio literario. Descatalogados y huidos, triunfadores y aspirantes. La comedia de la edición.

Opiniones mohicanas, HerraldeOpiniones mohicanas (Acantilado, 2001). Herralde buscó para dar a la imprenta su primer libro de memorias publicado en España a una editorial de la competencia – Acantilado– y a un editor –Jaume Vallcorba– exquisito. Recuerdos, retratos y perfiles de colegas del oficio de hacer y vender libros, que Herralde ha ejercido durante medio sigue por su cuenta y riesgo, sin rendirse ni integrarse en los grandes grupos editoriales. Prólogo de Sergio Pitol.

El optimismo de la voluntad, HerraldeEl optimismo de la voluntad (Fondo de Cultura Económica, 2009). La versión mexicana de los apuntes del fundador de Anagrama se centra en sus experiencias culturales al otro lado del Atlántico, básicamente en Buenos Aires y México D.F.. Prologado por Juan Villoro, es un collage, al estilo beatnik, de influencias referencias, descubrimientos y olvidos.