Warhol, la belleza del capitalismo
El artista, revisado en el Museo Picasso de Málaga, levantó una amplísima obra que dio cobijo a una conciencia de lo contemporáneo bajo los preceptos del consumismo: genera excitación, vende caro
20 junio, 2018 00:00Aquel tipo con los huesos por fuera y rematado por una peluca plateada quiso ser, por encima de todas las cosas, visible. Estar expuesto a los otros. Convertirse en una pieza de adoración, de curiosidad, de recelo. Inventó la frivolidad como motor estético y proclamó que la esencia de las cosas está en el envase. Convirtió un bote de sopa en un objeto de deseo. Una caja de detergente, en una pieza de lujo. Un póster, en una gioconda para el salón de estar. Y la cocacola en un principio básico de la democracia: “En América ningún millonario puede comprar una cocacola mejor que la que bebe el mendigo en la esquina. Todas las cocacolas son la misma y todas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente de Estados Unidos lo sabe, el mendigo lo sabe y tú lo sabes”.
Con todos los voltios que hay alojados en esa frase, Andy Warhol (Pittsburgh, 1928-Nueva York, 1987) comenzó a expandir un espíritu de inmediatez y un relente de mercancía como lo empezaba a reclamar la vida. Después del polvorín de las vanguardias, del trauma de la Segunda Guerra Mundial y de la solemnidad de la pintura expresionista y el informalismo como rieles de una sociedad instalada en una llaga, él estableció una nueva fragancia de frivolidad, de domesticidad y de juego. O sea: la materialización en arte de los síntomas del capitalismo. O, desde otro prisma, la denuncia de esa hipnosis. La orgía coloreada del dinero. La fuerza acrílica de una época insoportablemente mal pintada. La vida mansamente sometida al color del dólar.
‘Pistola’ (1981) de Andy Warhol. THE ANDY WARHOL FOUNDATION INC. / VEGAP, MÁLAGA, 2018
Esa filosofía de la superficie que hay en el pop art se enclavijó a la Historia del Arte una tarde de 1964. Abría sus puertas la exposición The American Supermarket en la galería Paul Bianchinni, en el Upper East Side de Manhattan. Aquel espectáculo se había montado como una tienda de comestibles con pinturas y carteles de sopas, carnes, pescados, frutas y refrescos, mezclados con esas mismas mercancías auténticas en los estantes. La diferencia estaba en el precio. Un bote de sopa valía dos dólares en la realidad y costaba mil quinientos en la representación. “Un artista es alguien que produce cosas que la gente no necesita tener, pero que él, por alguna razón, piensa que sería una buena idea darles”, dijo Andy Warhol, intuyendo que la publicidad ya era el único dios verdadero.
“Comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano”, proclamó el artista, instalado como el voyeur de un mundo desatado al que dio forma sin desatarse. Promotor de transgresiones, llevó una vida convencional, sin amores ni escándalos conocidos, probablemente religioso en secreto y con un extraño sentimiento burgués que hacía convivir, calladamente, con todo lo demás. Y lo demás, claro, era el hedonismo del exceso, los travestis, los modelos jóvenes, los artistas jóvenes, los rockeros jóvenes, los actores jóvenes, los chaperos, jóvenes también, los torcidos, los que se acercaban a él con la cabeza llena de vientos. La modernidad extrema era eso, según Andy Warhol: vivir desde el vértigo, pero sin probar el vértigo.
Claro que, luego, para afianzar extravagancia, armó alrededor de sí mismo una galaxia de mujeres y hombres extraños a medio camino entre la ficción, el trofeo de caza y la tribu desquiciada. Así, a la vez que iba desarrollando su obra, confeccionó una biosfera idónea para cumplir con su misión: ser la pared desnuda de su propia creación, el más distinto de los seres que habitaban Manhattan, ese un puñado de calles a la manera de un fabuloso fortín sin puertas. Todos ellos revoloteaban alrededor de aquella Factoría (Séptima Avenida con la calle 47), su estudio empapelado por entero con papel de aluminio, o de la discoteca Studio 54, que era, sin duda, un personaje más de la ciudad, la ballena de Jonás, con algo de sed de catacumba y cocaína.
Autorretrato de Andy Warhol, fechado en 1986. THE ANDY WARHOL FOUNDATION INC. / VEGAP, MÁLAGA, 2018
Desde ahí levantó una obra que podría ser amable, pero que tiene un componente de extrañeza. Acaso lo suyo fue un hojaldre frío al que el dinero puso serio. Al trote del consumo disparatado, el artista se apropió en su trabajo de todas las técnicas: de la serigrafía al vídeo, de la polaroid al dibujo. Cualquier soporte formaba parte del patrón productivo de la obra de arte, que ya podía ser serializada sin perder su esencia y ganando sitio en el apetito de potenciales clientes que no compraban exclusividad, sino marca. Toda esa estrategia está al descubierto en la exposición Warhol. El arte mecánico, que aterriza en el Museo Picasso de Málaga tras hacer escala en los CaixaForum de Barcelona y Madrid, donde sumó cerca de medio millón de visitas.
En su renovada artillería de casi cuatrocientas obras destacan la incorporación de la serie Nine Jackies y los doce lienzos de Mao Zedong, cedida por el Metropolitan de Nueva York, para acompañar al gran retrato del líder comunista chino que el artista estadounidense pintó en 1972 con motivo de la vista de Richard Nixon al país asiático, propiedad de la Fundación Suñol. Junto a ellos, el comisario y director del Museo Picasso Málaga, José Lebrero (Barcelona, 1954), ha seleccionado dibujos, pinturas, esculturas, serigrafías, instalaciones audiovisuales, libros de artista, portadas de discos y material sonoro para fijar el vuelo artístico de Andy Warhol, desde sus inicios como diseñador gráfico en Nueva York, en la década de los 50, hasta su muerte en 1987.
Lo que sale de ahí es un legado artístico que pasa por ser, ante todo, visible y hacer del espíritu un buen envase exterior. Incluso en la muerte. Por eso, Andy Warhol diseñó también su funeral, celebrado en la iglesia bizantina del Espíritu Santo de Pittsburgh el 22 de febrero de 1987. Su féretro era de bronce macizo con cuatro asas de plata. Llevaba puesto un traje negro de cachemira, una corbata estampada, una peluca plateada, gafas de sol con montura rosa, un pequeño breviario y una flor roja en las manos. Según las crónicas, en la fosa su amiga Paige Powell dejó caer un ejemplar de la revista Interview y una botella de perfume Beautiful de Estée Lauder. Pudo haber añadido un bote de sopa Campbell, un billete de dólar, una cocacola y un revólver. En fin, toda América con él. Y un buen trozo de siglo XX.