La música de los muertos
Manuel Vilas construye en 'Ordesa' un poema prosaico sobre la biología de los afectos a partir de la desaparición de sus padres, esos fantasmas familiares
5 junio, 2018 00:00Hay una frase en el último libro de Manuel Vilas –llamarlo novela no responde a la realidad ni es necesario para darle la importancia que merece– que resume bien en qué consiste la vida: ver morir. Eso es la existencia. La muerte, cuando llega, y siempre lo hace, supone una variación de este plano fijo. Una escena invertida donde de pronto nos convertimos en los protagonistas de nuestra extinción particular, que ya no podemos registrar. Son los demás los que certifican nuestro último adiós. De eso trata Ordesa (Alfaguara). Su grandeza como artefacto literario se debe a una inteligente suma de negaciones. La más trascendente es que no es una narración en el sentido estricto del término. Da igual que se nos presente como novela. Lo que cuenta –la forma en la que un escritor de Barbastro convierte su vida en un don sagrado– es la semilla de la fabulación desde el origen mismo de los tiempos.
Vilas, cuya obra ya había navegado por el océano de lo autobiográfico –léanse los poemas dedicados a su padre o su crónica sociológica sobre la España de provincias a través de la figura de Lou Reed–, salta sin red y convierte el ejercicio de introspección pública que es Ordesa en otra cosa: un wagneriano poema prosaico. El lirismo del libro no se debe al lenguaje, sencillo y exacto, con cierto desaliño que facilita la identificación inmediata con lo real. Viene de lo que crea: un campo vivencial configurado por un sujeto antilírico cuya virtud es la asunción de su propia vulgaridad.
Al contrario que Mortal y Rosa, la epifanía existencial que Umbral escribió cuando perdió a su hijo, Vilas ha compuesto una elegía a sus padres y a su pasado, un canto al pretérito que somos. Y lo ha hecho sin incurrir en la nostalgia –ese exceso sentimental cuya traducción literaria puede conducir al desastre– y con una ternura medida que permite transmitir las emociones de la vida corriente justo antes de su mitificación, ese proceso (religioso) que comienza con la imposibilidad de comprender el sentido de la existencia. Esa ecuación misteriosa, escondida en la biología de los afectos. Ausente de los hechos de armas de la historia oficial y de todo eso que la sociedad considera el triunfo.
Vilas ha dicho que Ordesa es un libro terapéutico y lleno de fantasmas. Siendo probablemente cierto, al mismo tiempo rebosa vida, que siempre es un bien efímero. El libro muestra una existencia corriente –la suya– construida de forma fragmentaria, a la manera de la autobiografía de Roland Barthes, donde no existe trama, sino una sucesión de instantes confusos, fogonazos cuyo verdadero sentido no se percibe cuando son vividos, sino mucho más tarde, cuando uno se pregunta –sin encontrar respuestas seguras– cuáles son las cosas realmente trascendentes. La lección que enseña Ordesa es que la muerte de los padres, preludio de la nuestra, en su infinita oscuridad, alumbra un dolor que también es una forma obscena de sabiduría.
Todas las familias se desvanecen y nos dejan una materia inservible –objetos, muebles, documentos– que debemos recomponer para encontrar un sentido no ya a la pérdida de quienes se fueron, sino a la vida (breve) de los que todavía continuamos aquí. El deceso de los progenitores es una melodía desafinada. Tocándola Vilas ha construido un cuadro autobiográfico donde se confiesa sin imposturas ni (aparentes) pretensiones artísticas. En Ordesa la literatura –en el sentido más convencional del término– y el lirismo parecen estar ausentes. Y sin embargo son los materiales esenciales de un libro, cuya coda está escrita en versos, construido con el ingrediente capital de todas las literaturas prosaicas: la sinceridad. Una honestidad que, aunque no lo parezca, es el mayor ejercicio retórico que existe.
Vilas invoca a los padres que se fueron, esos seres extrañamente familiares que nos explican como personas y cuyo fin supone aceptar que el paso del tiempo es la única vida real. El libro habla de esos momentos felices e imperceptibles que nos regala el hecho de estar despiertos y compartir algunos años amarillos a la sombra de nuestros mayores. Y también explica la suma de mezquindades que supone seguir vivos sin su presencia. Una tragedia universal que, como escribió Arthur Miller, ya no se atiene a las formas clásicas del género porque su naturaleza es otra: el miedo a perder la imagen que habíamos elegido para caminar por el mundo.
El hombre común es quien conoce este espanto mejor que nadie. La moral de las tragedias, aunque los antiguos pensaran lo contrario, no depende de la estatura los héroes. Procede del acto destructivo y terrible que supone abrirse en canal para contemplar a la bestia asustada que todos llevamos dentro. Someterse a esta crítica existencial, que es el ejercicio de Ordesa, confiere altura trágica al más banal de los seres humanos. Lo hace inmenso. Esta es la forma en la que Vilas ha conseguido convertir a sus difuntos en música. En pura belleza.