Las falsas traducciones

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Las falsas traducciones

La traducción de falsos textos literarios es uno de los disfraces más utilizados por los escritores para contar sus propias historias por personas interpuestas

13 abril, 2018 00:00

No escasean los ejemplos de obras literarias que han sido creadas a partir de la traducción de textos, sin que estos sean necesariamente literarios. En las pasadas vacaciones de Sema Santa habrán sido no pocos los turistas españoles que hayan visitado Italia; los más cultos de ellos puede que hayan leído las Crónicas italianas de Stendhal, el más apasionado y apasionante, hasta el conocido síndrome, de la península vecina (o casi). Para aquellas crónicas, el autor de La cartuja de Parma se basó en oscuros documentos legales que manejó durante su estancia en aquellas tierras, y supo insuflarles la vida de la que, legajos polvorientos, carecían. Menudean los casos parecidos. Y más aún, y de esos es de los que me gustaría ocuparme hoy, aquellos en los que una obra literaria pretexta haber sido traducción de un original, si prestigioso, mágico, aureolado, en realidad inexistente.

Pulularon estas traducciones en el mundo tintineante de las novelas de caballerías, donde entre el ruido del chocar de espadas y el del sufrido porte de corazas y yelmos se escuchaba la moneda corriente de la mentirijilla tantas veces repetida: que ese libro, lector, que tenías en tus manos, había sido traducido de otra lengua. Y no había tal. El latín y el griego, lenguas de cultura, encabezaban como penachos en las cimeras esas supuestas traslaciones. Pero también el inglés y el francés, o el árabe, eran los idiomas en los que al parecer se habían compuesto los puntos de partida. En ocasiones, el de las traducciones era un triple salto, acaso mortal. Fue así con El caballero Zífar, dizque traducido del latín, dizque que a su vez traspuesto del caldeo. Tirant Lo Blanch, la joya valenciana que cautivó a Mario Vargas Llosa, fue, si hemos de creer a Joan Martorell, traducido de una traducción al portugués de una fuente inglesa. Un auténtico trabalenguas, nunca mejor dicho. A veces se narraban con gran prosopopeya las vicisitudes de la preservación del texto, sus periplos, los peligros a los que tuvo que enfrentarse. Las sergas de Esplandián vio viajar su original desde Turquía. Tras los palmerines y amadises, en el Quijote Cervantes se rio de esta tradición y, no queriendo ser menos, situó su genealogía en un escrito árabe de un tal Cide Hamete Benengeli.

Pessoa Brasileira

Pessoa Brasileira

Estatua de Pessoa a la puerta del Café Brasileira de Lisboa / CG

Pero no se ciñe a ese género el de las falsas traducciones. En inglés, estas supercherías y engañifas, estos fraudes, reciben el nombre de hoaxes o literary forgeries y son abundosos. Las obras de Ossián (1765) dieron mundial fama a Macpherson, que dijo haberlas traducido del gaélico escocés cuando en realidad, a partir de una rica literatura más que osiánica feniana, se las había sacado de su céltico magín. Muchos las tradujeron a sus propios idiomas, y Goethe tiñó de su melancolía y de pólvora Las penas del joven Werther, tan instigadoras de suicidios, o entre nosotros el abate Marchena, cuyo 250 aniversario celebramos este año, quien publicó notables versiones. El mismo y engañoso año apareció otro clásico, pionero de la literatura gótica. En El castillo de Otranto, Horace Walpole pretendía pasar su libro por la traducción que cierto William Marshal hizo de un texto de la época de las Cruzadas del que era autor un tal Onuphrio Muralto.

El latín y el griego encabezaban esas supuestas traslaciones. Pero también el inglés, el francés o el árabe son idiomas fingidos dentro de muchas obras literarias

Prosper Merimée hizo lo propio con unas obras de teatro que atribuyó a una española: El teatro de Clara Gazul. El viaje de vuelta del francés (o simplemente de ida, porque jamás existió el original) lo hizo Cernuda, en unas de sus traducciones no vocacionales (lo fueron Shakespeare o Hölderlin) sino mercenarias. No sería el único caso de estas mixtificaciones por parte de Merimée, quien también salió con que había traducido poemas de Serbia, Croacia y regiones adyacentes. Más recientemente, Pierre Louÿs se inventó a una poetisa chipriota llamada Bilitis, trasunto de Safo. Las canciones de Bilitis son un clásico de la literatura erótica. Y Anthony Burgess tradujo una serie de sonetos de Giuseppe Gioachino Belli, un poeta romanesco del siglo XIX, pero hoy parece claro que se sacó de la manga dos de ellos.

Muchos poetas, en vez de inventarse un heterónimo, proponen traducciones de otros poetas, que son naturalmente obra de ellos mismos. Lo ha practicado entre nosotros, por ejemplo, José Luis García Martín. Un poeta muy admirado por él (y por quién no), Felipe Benítez Reyes, ganó el Premio Ciudad de Melilla y de seguido el Premio Nacional de Poesía con una colección de deliciosos pastiches: Vidas improbables, donde con los apócrifos se codeaban poetas de carne y hueso (ya solo lo segundo), como John Keats, Emily Dickinson y Giacomo Leopardi. La cosa se complica cuando también interviene Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, y se ve, además, que estas falsificaciones las endosa Benítez Reyes a un poeta inventado por él. Pero antes Max Aub urdió su Antología traducida, pariente de Historia universal de la infamia de Borges y Vidas imaginarias de Marcel Schwob.

Que el poeta es un fingidor, ya lo dijo Pessoa. Para redondearlo, a veces incurre en la falsa traducción para que la traición sea más perfecta.