Josep Pla: la sonrisa malaya

Josep Pla: la sonrisa malaya

Letras

Josep Pla: la sonrisa malaya

El autor de los 'Homenots' admiraba el estilo sin petulancia y el anticlericalismo radical de Baroja, justo lo que odiaba Eugeni d’Ors, el gran Xenius

22 marzo, 2018 00:00

Se le recuerda en el comedor parco del Mas Pla de Llofriu, con una cigarrillo de caldo (picadura) entre los labios y su media sonrisa malaya. Es gozoso saber abiertamente que Josep Pla solucionó la función eréctil de su madurez con dos señoritas de la ciudad canalla, Aurora y Consuelo, hechas meretrices por la fuerza de la costumbre. Misógino enfermizo, jamás aceptó la frecuente hegemonía intelectual femenina, especialmente la de su esposa Ani Enberg, la elegante y culta hija de un diplomático noruego, que contra la resistencia del escritor, quiso participar en las tertulias del Ateneu de Barcelona, especialmente en la Penya Gran, rastro de figuras, como Josep Maria Roviralta y Rafael Moragues, (Moraguetes), Josep Maria de Sagarra, Lluís Llimona, Duran Reynals o el doctor Borradellas, y el notario Noguera.

La mejor pista de Pla en la calle Canuda ha sido elaborada recientemente por Francesc-Marc Àlvaro, Francesc Montero y Xavier Pla, profesor de literatura catalana contemporánea y director de la Cátedra Josep Pla (Universitat de Girona). A modo de ejemplo, estos tres expertos rescatan, entre miles de anécdotas, aquel Pla que afiló el ambiente con el pretexto de las visitas a Barcelona de Pío Baroja. Pla admiraba el estilo sin petulancia y el anticlericalismo radical de Baroja, justo lo que odiaba Eugeni d'Ors, el gran Xenius, quien ante la visita del vasco al Ateneu siempre ponía una escusa para marcharse antes. 

Franquismo

En una biografía salpimentada del genio ampurdanés, Cristina Badosa cuenta, además de su azarosa vida sexual, la entrada en Barcelona de Pla, en 1939, detrás de la tropas nacionales de Moscardó, el capitán general que cerró el frente catalán de la contienda civil del millón de muertos. Las tanquetas habían pasado pocas horas antes por la alta Diagonal, cuando dos strombergs blindados de color negro surcaron la misma huella, con los hermanos Carlos y Bartolomé Godó a bordo, junto a otros miembros de la familia, y dos periodistas recién salidos de Burgos, sede del aparato de propaganda franquista: Manuel Aznar y Josep Pla.

Los condes de Godó --un título nobiliario de la Restauración borbónica, concedido por Alfonso XIII-- seguían siendo dueños de La Vanguardia que pasó a llamarse Vanguardia Española, pero la comitiva no pisó la calle Pelayo (Aquella porta giratoria, de Lluís Foix, Ed. 62) y se dirigió a su antiguo domicilio. A Pla le prometieron la dirección del periódico, pero a Manuel Aznar no lo descartaron (el abuelo del expresidente, Aznar López, acabó ejerciendo brevemente el cargo). Aznar recibió inicialmente la  corresponsalía en El Vaticano, mientras Pla esperó infructuosamente hasta que Ramón Serrano Suñer nombró a dedo a Galinsoga por consejo de los Luca de Tena, dueños del ABC. Mientras esperaba el nombramiento que nunca llegaría, Josep Pla vivía con su esposa en casa de su suegro, una mansión en la Barcelona del doctor Andreu. Iba cada día al periódico a la una del mediodía y regresaba a su domicilio pasadas las cuatro de la tarde. Su suegro, un diplomático con el que se llevaba francamente mal, ya había comido y dejado al servicio la orden de atender a Pla, que almorzaba casi siempre solo en el mismo comedor de mesa oblonga y candelabros.

Los 'Homenots'

Desde la fascinación que sentía Goethe por la catedral de Estrasburgo, hasta la morbidezza de Gómez de la Serna pasando por el sentido heroico de Hemingway o la culbute (cul par-dessus de la tête) afrancesada de Witold Gombrowicz, Pla habló de todos los hombres de letras, al margen de las letras. Utilizó despiadadamente el bisturí de los ojos pasados por el corazón; y ahí nació su afición por los perfiles que resumió en su serie Homenots, 60 semblanzas sobre personajes de su tiempo, publicadas por Editorial Selecta entre 1958 y 1962. En la recopilación se incluyen indiscutibles como Vicens Vives, Duran Reynals, Trueta, Roca Sastre, Porcioles, Pau Casals, Salvat Papasseit, Carner, Dalí, entre tantos otros.

Pla habló de todos los hombres de letras, al margen de las letras. Utilizó despiadadamente el bisturí de los ojos pasados por el corazón; y ahí nació su afición por los perfiles que resumió en su serie Homenots

El escritor ampurdanés se impuso el viaje normativo y didáctico (más allá del periodismo), como lo muestran sus crónicas alemanas junto al inolvidable Eugeni Xammar culminadas con una entrevista al joven Hitler, autor de Mein Kampf, publicada en La Veu de Catalunya bajo el título profético de Viaje al huevo de la serpiente. Podría decirse que cerró su periodo de aprendizaje en la observación del Viaje a Italia de Goethe, un libro que calificó de “intelectual”, y que acaso tomó demasiado en serio aunque no le sirvió para entrar en el Grand Tour (Toscana, Sicilia y Grecia), siguiendo la pista tradicional de Byron, Shelley y muchos otros. Odió, desde muy temprano, el turismo cultural. 

En El diccionari Pla de literatura (Ed. Destino), Valentí Puig desgaja para siempre el aprendizaje del escritor Pla visto por el lector Pla, incansable, autodidacta y finalmente sistemático por la vía de la intuición, sin despreciar jamás a la academia. Pla sintió por el mundo científico una admiración abrasiva, como lo muestra su Homenot dedicado al gramático Joan Coromines, el gran romanista del siglo XX. Coromines contó que tuvo que contenerlo cuando el escritor lo interrogaba entrecortado de frases como “usted es un sabio y yo un simple escribiente”, cuando en realidad son Pla y Sagarra los que han hecho crecer la lengua catalana por su capacidad de “sumergir el idioma coloquial en las letras universales”, sentenció Coromines. En las Cartas a Josep Pla (Quaderns Crema), Eugeni Xammar le escribe “si me prometes no divulgarlo, te diré que tú eres el único catalán que sabe escribir”; y Pla reflexiona, hablando en voz alta y a modo de respuesta, algo grabado en letra de molde: “Xammar es el hombre que me ha enseñado más que todos los libros juntos”. 

Un periodista sin novela

Puig nos regaló el Diccionari del mismo modo que nos había anticipado el perfil absoluto del escritor en su biografía intelectual de Pla, El hombre del abrigo (Planeta). Aportó luz abundante sobre aquel provocador, conservador, apegado a la tierra, discreto y de una coherencia en su visión del mundo asombrosa. En las definiciones entran autores bien parados y mal parados de la literatura universal; temas, técnicas, modos, corrientes, instituciones, sustancias. Elogió a Chesterton y Valéry; ensalzó la capacidad para la adjetivación de Cela y aseguró que Baroja había sido un gran escritor que se equivocó de género. Despreció a Kafka, calificó de “insoportable” a Borges, repelió a Galdós y convirtió a Balzac en el blanco de su sarcasmo más amargo. Deberíamos sacar la conclusión de que maltrató a Balzac, vetó a Galdós y obvió la asombrosa capacidad metafórica de Baroja por el mismo motivo que vale para los tres: él no quiso ser novelista, aunque sus crónicas periodísticas están literaturizadas al extremo.

Se negó a la novela, la única verdad de la que son capaces las mentiras (al hilo argumental de Vargas Llosa) y transformó su prosa en la aproximación inventariada de la realidad. No practicó un periodismo frágil: metabolizó su percepción creativa en las acuarelas de la vida cotidiana. El mallorquín Baltasar Porcel, una arboleda de las letras fermentada en la raíz rural de Andratx, leyó y  releyó al Josep Pla de Nocturn de primavera hasta emparentarlo con Nietzsche y Valle-Inclán. Pero su amor por el maestro proviene de una anécdota apenas conocida. Porcel recogía frecuentemente a Pla al llegar a Palma y le acompañaba a menudo en sus conferencias y paseos por la isla. “Un día, al atravesar en coche la sierra de Tramontana, me dijo pare, pare, por favor. Se bajó del coche y se acercó a un pino clavado sobre una roca. Yo le pregunté: maestro, ¿este es el punto que narra usted con exactitud en una de sus crónicas sobre Tramontana no? Y Pla me contestó, tira hombre, tira... el paisaje no existe; solo está en nuestra mente”.  

No practicó un periodismo frágil: metabolizó su percepción creativa en las acuarelas de la vida cotidiana

Hoy revivimos repetidamente una pequeña taxonomía del Pla cosmopolita y viajero --el que vivió en París y que fue testigo de la marcha sobre Roma de Mussolini-- pero también recalamos en el hombre maduro irónico, “recluido en la masía entre cigarros, coñac y whisky, como forma de vida” (Puig). El paseante de los caminos de Ronda de la Costa Brava; el que dice “escolti, escolti què fi que es això” (El quadern gris, tantas veces revisado sin retoques por el autor junto al editor Josep Vergés) cuando oyó un violín tocando La dama d’Aragó, desde una pequeña ensenada hundida y distante. Decidió acercarse sigilosamente a la ventana de la que salían las notas, en un ejercicio de atención falsaria, porque en realidad Pla era un hombre negado para la música. 

'Destino': una revista para un hombre

Su editor, fundador de la revista Destino y de la editorial homónima, Josep Vergés, nunca será olvidado: “Él fue el moldeador de la obra de Pla, tal como ha pasado a la posteridad”, en palabras de Xavier Febres, otro estudioso de la obra del narrador ampurdanés. Vergés, el propietario y auténtico impulsor del semanario Destino, nacido en Burgos entre flechas y estrellas y dirigido por Néstor Luján o Xavier Montsalvatge ya en la plena reconversión de la revista al europeísmo, liberal y aliadófilo. Destino subsistió hasta el tiempo de la democracia y en sus últimos años fue adquirido por Jordi Pujol (uno de sus tiburoneos editoriales, como los del Correo Catalán o el diario Avui).

A propósito del Quadern, libro memorialístico (según la definición de Gabriel Ferrater), es de justicia aportar la reacción del momento, cuando el crítico Alexandre Plana lo calificó como la ópera prima de un “insinuador, contradictorio, claro y admirable autor”. Y justamente un siglo después, casi ayer mismo, Josep C. Vergés (hijo del editor, economista barroco y radical en la cuerda del Institut d'Estudis Catalans) nos recuerda en La censura invisible a Josep Pla (SD Edicions) que la primera versión de “aquel diario íntimo”, incluido en el primer tomo de la Obra Completa, no experimentó modificaciones sustanciales.

Conviene que celebremos la ironía planiana jusco bout. Él la practicó  hasta el último aliento

Vergés padre fue orillado con disimulo por el nacionalismo pujolista, una concepción del mundo atrapalotodo que acabará en el olvido. Sin necesidad de repetir el conocido castigo contra Pla por parte de los bufones del Palau de la Generalitat, que le vetaron secularmente para el Premi d’Honor, es un buen momento para recordar que Vergés recibió en 1997 la Cruz de Alfonso X el Sabio, ¡de manos de Aznar! Nadie es profeta en su tierra, pero ante la insensatez inmoral de los gestores del espacio público, conviene que celebremos la ironía planiana. Él la practicó hasta el último aliento, especialmente en los años de vuelta a la tertulia del bar Sporting de Palamós, la que compartió con Jaume (Met) Miravitlles --el que fuera Comisario de Propaganda de la Generalitat republicana--, junto a Francesc Pujols (el casi ágrafo prodigioso) y con el Gitano de la costa.

Aquella repetición fue su última tertulia, reemprendida tras el regreso de Miravitlles, cuando el periodista y político pactó su inmunidad con Fraga en 1963 a cambio de llevarse a la tumba los secretos del Comisariado. Aquella última morada de la inteligencia contó con el estreno en el mundo de la bonhomía y los espirituosos del señoret Pupi, Arturo Suqué, fundador de Casinos de Cataluña, consorte de Perelada y yerno de Miquel Mateu, el gran industrial de la Hispano Suiza y primer alcalde de Barcelona tras la entrada de los nacionales en la Rosa de Fuego. 

La ironía del hombre de la boina se alargó hasta el fin de sus días. Lo mismo en sus collonades que en la descripción del catalán medio como el hombre que “siente añoranza”, algo que presentimos demasiado tangible, tan lejos de la saudade romántica de Queiroz y Pessoa como del die angst existencial de los alemanes. Pla ofreció y arrebató tutorías y adjetivos; desmenuzó epigramas asilvestrados y destronó fábulas lafontainianas. También rellenó formularios, como se desprende de aquella declaración oficial de propietario rural de Llofriu, en la que había una casilla donde ponía Estado Civil, y él añadió: “Ligeramente ebrio”.