Unamuno, Daudet y Tartarín de Tarascón
Ahora como hace cien años, esperamos pacientemente el regreso de nuestro héroe
19 noviembre, 2017 00:00En su biografía de Miguel de Unamuno, publicada por la Fundación Juan March, Juaristi presta atención especial a las relaciones y diferencias que a principios del siglo pasado el escritor vasco sostuvo con Joan Maragall, y a través de éste con la política catalana de su tiempo, relaciones y diferencias sobre las que se ha volcado ya abundante tinta.
Recordemos que durante los seis años en que se estuvieron carteando antes de verse, las relaciones entre los dos escritores fueron de mucho respeto y mutua admiración. Luego Unamuno vino a Barcelona, en octubre de 1906, invitado a participar en el I Congreso Internacional de la Lengua Catalana y en un aplec de protesta contra la Ley de Jurisdicciones, y quedó muy decepcionado con el catalanismo que profesaba su querido amigo y ofendido con el desprecio a todo lo castellano, y en general español, que observó en los círculos del catalanismo. De vuelta en Salamanca, le escribió al autor de La vaca cega: “Usted, hombre de vida interior y recogida, me sorprendió en esa Barcelona bullanguera y jactanciosa, en que hay muchas nueces pero mucho más ruido que nueces y en que a ratos cree uno estar en un vastísimo arrabal de Tarascón”. Al año siguiente, hablando de Solidaritat Catalana, la define como “la petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido concertando un haz de egoísmos y de miras interesadas”.
Todo esto le sonará de algo al lector. Le parecerá estrictamente contemporáneo. Es desalentador leer sobre el nacionalismo de principios del siglo XX y comprobar cuánto se parece a la actualidad, confirmando en nuestra querida región el dicho popular sobre la querencia del ser humano a tropezar dos veces con la misma piedra, a sostenella y no enmedalla, la tradición, tan española, de la contumacia en el error.
"Los tartarines de la República"
Es esta tendencia a la repetición lo que provoca que a algunos les aburra y se les haga detestable la política y se inclinen más hacia la literatura. Pero la mención a la localidad de Tarascón se le escapará a muchos lectores, sobre todo a los de las generaciones más jóvenes, que en el bachillerato ya no estudian la lengua francesa sino la inglesa y, como es lógico, ignoran a Alphonse Daudet y su novela bufa Tartarín de Tarascón. Una obra que sin embargo en Francia sigue siendo de lectura obligatoria para todo ciudadano que se considere medianamente civilizado, y tan conocida que el nombre de su protagonista se ha convertido en un adjetivo para calificar a alguien que saca pecho, que se pone chulo, que se muestra injustificadamente jactancioso, que como el bravucón en el soneto de Cervantes, “...incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Entonces de ese personaje se suele decir que “es un Tartarín”; y a los que en el campo de la política se comportan con chusca jactancia se les llama todavía “los tartarines de la República”.
Tarascón, en la novela de Daudet, es una plácida y pánfila localidad provinciana de la Francia meridional, con su farmacia, su ateneo, su club de cazadores --que como no hay caza en los campos de los alrededores tiran al aire la gorra y le pegan unos tiros--, su iglesia, su escuela y su capitán de Intendencia jubilado, donde se desarrolla una vida próspera, previsible y mortecina, rutinaria y segura, y donde todas las expectativas de diversión y entusiasmo se centran en el señor Tartarín, un rentista gordinflón ávido de correr aventuras extraordinarias; mezcla, en un solo personaje, del valiente Don Quijote y el timorato Sancho, Tartarín se pasa la vida leyendo novelas de cazadores de cabelleras y exploradores del África misteriosa, engrasando sus armas y avisando a quien quiera oírle que está a la espera de que se le presente la ocasión de emprender alguna gran hazaña. “Para una naturaleza heroica como la suya, para un alma aventurera y loca, que soñaba tan sólo con batallas, correrías en las Pampas, grandes cazas, arenas del desierto, huracanes y tifones”, la vida en Tarascón se hacía muy pesada.
A la espera del regreso de nuestro Tartarín
Una serie de acontecimientos minúsculos y de casualidades acaba empujando a Tartarín a viajar a la Argelia francesa, donde, armado hasta los dientes, se deja timar por putas y falsos grandes duques de Montenegro destronados, que le ayudan a buscar inexistentes fieras en huertos de arrabal y estercoleros. Hasta que por fin se topa en los suburbios de Orán con el viejo león ciego y desdentado que dos mendigos usan para conmover a la gente a que les dé limosna, y superando su pavor lo abate de dos certeros balazos explosivos. Los mendigos, con justa indignación, muelen a Tartarín a palos y le hacen pagar la piel a precio de oro.
Precedido por la tiñosa piel del león, que ha enviado por correo al boticario de su pueblo, nuestro magullado, desvalijado y muy abatido héroe emprende el viaje de regreso a Tarascón... cuyos vecinos, llenos de admiración por la piel del león y por el desmochado camello de cuya compañía Tartarín no ha logrado desembarazarse, le aclaman como a un temerario y exótico cazador, el héroe del pueblo.
Qué acertada la imagen que encontró Unamuno. Cien años después sigue siendo exacta, y la novela de Daudet sigue siendo muy divertida. Ahora como entonces, en este inmenso arrabal de Tarascón esperamos pacientemente el regreso de nuestro Tartarín.