Jaume Balmes en una acuarela de Francesc Fonollosa

Jaume Balmes en una acuarela de Francesc Fonollosa

Ideas

Jaume Balmes: el eslabón perdido del regeneracionismo español

Gregorio Luri presenta a Balmes, en 'Los muchos callan y los pocos gritan', como un reformista que lamenta el poco poder de la sociedad civil, con una concepción menos defensiva del conservadurismo

23 enero, 2024 18:04

No me di cuenta, hacia 2014, mientras redactaba mi libro sobre El regeneracionismo (Cátedra) de que el origen más probable del regeneracionismo jeremíaco español eran Los Sueños (1627), de Francisco de Quevedo. Tampoco leí con suficiente profundidad a los publicistas de la época plenamente liberal: Andrés Borrego, Mesonero Romanos, Abdó Terrades, así como tampoco di la suficiente importancia a Jaume Balmes, y ahora que Rosamerón ha publicado Los muchos callan y los pocos gritan. Reflexiones breves de un filósofo original, en una cuidada edición de Gregorio Luri, he podido darme cuenta del lugar privilegiado que debería ocupar Balmes en la historia de nuestro ensayo. 

¿Qué era Balmes para mí hasta ahora? En primer lugar, una línea en un libro de texto de Historia de primero de BUP: Balmes habría intentado zanjar la Primera Guerra Carlista a través de un enlace matrimonial que no tuvo mucho apoyo; en segundo lugar, hacia 2001, cuando estudiaba las relaciones entre el regeneracionismo autoritario y militarista y el falangismo, me topé con una antología del pensamiento balmesiano que era interesante no tanto como breviario para la vida pero sí como síntoma de una época: el volumen se titulaba Balmes. Antología de sus escritos políticos (Madrid, Espasa-Calpe, edición de Juan Bautista Solervicens); luego vino la elaboración más fascista del tradicionalismo balmesiano, la antología preparada por la editorial FE en 1942, con el escudo de FET y de las JONS en la portada…

Estos libros no dejaban ver al Balmes real, el Balmes estilista, el Balmes con valor literario más allá de sus ideas tradicionalistas. Uno lo comprende a poco que empieza a viajar por este nuevo libro. La prosa que nos presenta Luri es el eslabón perdido entre Jovellanos y Azorín: por su naturalidad, tan alejada de la megalomanía romántica de los años treinta y cuarenta del siglo XIX, por su claridad y por su tono argumentativo sin gesticulaciones. Una prosa limpia, moderna y cómoda como la de Cadalso. Hay en este Balmes un vector neoilustrado que lo emparenta con el Larra inicial y con los republicanos de fin de siglo, Costa mismo, Isern, Mallada o Macías Picavea, incluso más equilibrado que ellos. Es la lección más importante que me llevo de la lectura de este libro, una lectura filosófico-literaria: un autor joven que escribió fundamentalmente entre 1835 y 1845 consiguió sentar las bases para una filosofía del buen sentido vital y consolidar el ensayo político español, tan cruzado de metafísicas crispadas y enrocamientos.

No estamos diciendo cualquier cosa: la filosofía para la vida será, desde El Criterio (1845), una constante en nuestro pensamiento hasta Julián Marías. Estrictamente contemporánea de los cursos de Llorens i Barba, apuntan a soluciones muy parecidas que vacunaron el país contra el positivismo pleno, el determinismo racionalista que horrorizó a escritores tan importantes como Miguel de Unamuno y María Zambrano, permitiendo que la reflexión espiritual no se marchitara entre 1860 y 1936. Luri lo ha visto con claridad, y ha conseguido presentarnos al mejor Balmes, el que está limpio de intereses partidistas: “Permítasenos aventurar que en el fondo de la sociología balmesiana del sentido común lo que se encuentra es, ni más, ni menos, una de las primeras reivindicaciones filosóficas del mundo de la vida. Y aquí es donde reside su frescura” (p.12). Y nosotros añadiríamos que también es aquí donde residiría su Modernidad, porque Balmes vio meridianamente claro que ni la política, ni la religión, ni la reflexión filosóficas podían seguir divorciadas de la vida del hombre de a pie, ancladas en metafísicas abstrusas y autocentradas. 

Reformismo para evitar revoluciones

Luri destaca también el carácter independiente de Balmes: “Su ambición y su curiosidad no tuvieron parangón en la España de su tiempo. Tampoco su libertad. Por eso tuvo el honor de ser tachado de liberal por los reaccionarios y de reaccionario por los liberales” (p.12). A Balmes le hubiera ocurrido como a los buenos escritores españoles de hoy: como huyen de los oportunismos sensatos de un lado y del otro, reciben palos desde ambos lados del hemiciclo. En cualquier caso, este Balmes resulta mucho más atractivo que el adalid nacionalcatólico que se quiso construir en torno a 1940. 

Portada del libro de Gregorio Luri sobre Jaume Balmes

Portada del libro de Gregorio Luri sobre Jaume Balmes

Yo diría que Balmes era liberal en la prosa, de mentalidad aperturista y tradicionalista en sus concepciones cósmicas. Vicens Vives recomendaba a sus discípulos, cuando era necesario trazar la etopeya de alguien en cuatro trazos, distinguir entre lo que era uno “vitalmente” y lo que era “políticamente”. Esa recomendación suele ser bastante útil. Así, por ejemplo, Unamuno sería vitalmente un místico e ideológicamente un postsocialista. Y Ortega podría ser vitalmente un regeneracionista patriota y políticamente, un vitalista. El juego puede dar pie a múltiples combinaciones, también a errores, pero puntualmente puede ayudar: Larra podría haber sido un ilustrado de fondo con algunas pasiones exaltadas. Pues bien, Balmes podría haber sido tranquilamente un tradicionalista genético consciente de que las concesiones liberales eran totalmente inevitables, en consonancia con el espíritu de los tiempos. Martínez de la Rosa había llegado a conclusiones parecidas, pero desde el otro lado. Muchos otros clérigos de la época tardaron medio siglo más en comprenderlo, o no lo hicieron nunca. 

Por lo tanto, Balmes no es fácil de definir, y aquí reside su riqueza. Su valor prosístico queda realzado si lo consideramos un eje reformista: en este sentido, su aportación al ensayismo sereno español parece fundamental. ¿Qué fue el regeneracionismo sino el reformismo diseñado para abortar los motines y las revoluciones destructivas? Es a lo que Balmes se refería cuando hablaba de un “conceder previniendo la exigencia” (p.23). Sin esta idea fundamental, figuras como las de Giner, Galdós o Silvela no tienen ningún sentido. No olvidemos el contexto sangriento en que tuvo que estudiar y escribir Balmes, como otros autores de la época (Joan Cortada o Mañé i Flaquer, incluso el modernista Joaquim Ruyra tuvo que verse involucrado en hostilidades entre liberales y carlistas).

Costa antes de Costa

Lo habitual en la época era hacer testamento para viajar de Barcelona a Madrid o viceversa, y los sustos y los sobresaltos, los asedios y tiroteos y bombardeos estaban en el orden del día. El país estaba trufado de ruinas y de partidas guerrilleras. Entre 1812 y 1876, en el campo español, podía pasarte cualquier cosa en cualquier momento. Y entre tantas pasiones arrebatadas, y tantos cañones y bayonetas y espadones, un jovencito de Vic fundaba periódicos civilizados y tenía una concepción más tranquila o menos defensiva del conservadurismo: “Cuando las pasiones rugen con feroz bravura, cuando los partidos se disputan la arena con tanto encarnizamiento, difícil es que puedan hacerse escuchar, ni siquiera oír, los templados acentos de la razón y la imparcialidad” (p.17). 

Gregorio Luri, autor de 'En busca del tiempo en que vivimos' y de una antología de Balmes

Gregorio Luri, autor de 'En busca del tiempo en que vivimos' y de una antología de Balmes

¿No estaremos ante el nacimiento de la Tercera España? ¿La de Marañón, Madariaga, o Julián Marías? La propuesta centrista de Balmes avalaría esta hipótesis: “Las tradiciones repentinas son peligrosas; la habilidad de los gobiernos consiste en hacer transformaciones para evitar trastornos” (p.18). Pero, claro, en un país tan amigo de vociferar y apalear, tan anclado en el fatalismo, el providencialismo y el cainismo antropológico, este regeneracionismo inaugural no podía caer simpático a nadie. Lo que debemos reconocer es que Balmes dio en el centro de la diana en no pocas frases: “No creemos que el poder civil sea flaco porque el militar sea fuerte, sino que, por el contrario, el poder militar es fuerte porque el civil es flaco” (p.19). U otras: “Todas las bayonetas del mundo no son capaces de consolidar un gobierno si él no se consolida por sí mismo” (p.24). El tiempo le dio la razón, pero en su época no lo vieron tan claro, y si lo hubieran hecho otro gallo nos hubiera cantado.

Con todo, la influencia de Balmes sobre Unamuno me parece perfectamente demostrable. Escribió el de Vic: “El gobierno de España ejerce sobre los pueblos muy escasa influencia, entendiendo por influencia aquel ascendiente moral que no necesita andar acompañado de la idea de la fuerza” (p.21). Ambos llegaron a la conclusión, por caminos opuestos, que el liberalismo debía respetar el sueño cristiano ancestral de la España intrahistórica, impermeable a los huracanes de la vida oficial impostada: “Las formas políticas, para ser fuertes y subsistentes, han de hallarse en harmonía con los intereses de la sociedad, y estos intereses se apoyan en el fondo de sus hábitos, de sus costumbres y de sus ideas” (p.24). Ya lo ven, costismo puro veinte años antes de Costa. Y no estaría de más recordar que los contextos y patronazgos iniciales del joven Costa también provenían del carlismo. 

Por lo que respecta al caso Azorín, tampoco me parece que se pueda negar el ascendente balmesiano: “Los pueblos salieran sin duda más gananciosos si en gobernarlos se empleara menos ciencia y más buen sentido, menos teoría y más observación práctica. ¡Cuántos y cuántos asertos pasan por indudables en un congreso de legisladores que un hombre sencillo, pero experimentado, miraría como solemnes despropósitos” (p.29). Algunos de estos fragmentos parecen tomados de El político (1919), un libro que Azorín compuso casi un siglo después, por ejemplo: “El talento de los hombres de Estado consiste principalmente en un tacto que decide instintivamente de las cosas y que conduce a un juicio acertado sin necesidad de mucho discutir” (p.29). Por otra parte, Azorín mismo reclamó a Balmes como a uno de sus modelos, junto a Pi i Margall, y quizás por este motivo, en El Valle de Josafat, Eugenio d’Ors considerara que tanto Balmes como Pi eran “máscaras” literarias frente a un literato más auténtico: el olvidado Pau Piferrer.  

¿Progresista Balmes? No tan lejos

En definitiva, este Balmes que abominaba de los visionarios sangrientos es actual porque puede prevenirnos contra el gran mal de nuestra época: el solucionismo idiótico. Por ejemplo, cuando escribe: “Quien pretenda  haber descubierto en política soluciones generales, llanas y sencillas, es o un alucinado o un impostor” (p.25). Tiene razón: nuestros grandes innovadores son arbitristas ridículos, tan grotescos como los del año 1600, 1812 o 1880. Nuestro deber es aupar líderes serios en lugar de cirujanos tontos. 

Jaume Balmes

Jaume Balmes

Aun así, no nos llevemos a engaño: Balmes no era precisamente progresista. No nos entusiasmemos demasiado. Por ejemplo, cuando escribe: “Hace ya mucho tiempo que dirigiéndonos a los ricos de Barcelona compendiábamos en pocas palabras la conducta que debían observar con respecto a los pobres: hacerlos buenos y hacerles bien” (p.114), en ningún caso hacerlos iguales. El tomismo dinámico de Balmes está muy lejos de posicionamientos republicanos o socialistas. Digamos que no fue nunca como el cura de Monleón que imaginó Pío Baroja. La visón balmesiana pasa por una integración equilibrada de todo lo que aportó la revolución liberal de un modo convulso: “La revolución ha querido echar la España en un crisol y fundirla, cual lo hiciera con la Francia la Convención; pero como no había bastante fuego, la pieza ha salido mal y no se la puede dejar tal como está” (p. 42). Y por eso era necesaria una filosofía del buen sentido (precedente de la del Seny orsiano) que consolide instituciones y permita superar la etapa de las bullangas y los pronunciamientos, que aún duraría unos treinta años más. Por eso hay tantos de estos fragmentos que suenan a Ortega y a D'Ors, aunque ellos no lo hubieran admitido ni a punta de pistola. 

En otras palabras, Los muchos callan y los pocos gritan nos permite redescubrir a un interesantísimo heredero de Baltasar Gracián, y volver a disfrutar de un filósofo interesante, lleno de perspectivas ingeniosas sobre Sócrates, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz y Hegel, un pensador que las preocupaciones políticas no nos habían dejado ver. Reconstruir la vida y la bibliografía de Balmes y presentárnoslo como una pieza fundamental de la prosa de ideas contemporánea es uno de los principales logros de esta antología.