¿Cómo se pueden entender las reacciones en Estados Unidos a la invasión de Gaza? Por un lado, hay multitudinarias manifestaciones contra la guerra y en apoyo a los palestinos. Por otro, las universidades prohíben esas manifestaciones y los grupos de alumnos en favor de los palestinos o contrarios a la guerra; las personas que respaldan (o respaldaron alguna vez) a Palestina son despedidas de su empleo (o no se les contrata si son alumnos de leyes o empresariales) o ven cancelados sus actos públicos; e incluso las actividades inocuas, como una exposición de arte islámico clásico, se posponen indefinidamente.
Estados Unidos no es Alemania, siempre confinada entre las reparaciones morales del Holocausto y la incapacidad de distinguir la crítica a Israel del antisemitismo, ni Francia, presa de una islamofobia institucional que incluso se ve amenazada por los tocados. Estados Unidos denunció de inmediato —a excepción de los inexplicables aliados de Putin en el partido Republicano— la invasión de Ucrania y la masacre de la población civil. ¿Por qué, entonces, resulta controvertida la postura que denuncia el asesinato de miles de niños, el desplazamiento forzoso de casi dos millones de personas y la demolición de escuelas y hospitales?
Quizá se deba a que Israel se inscribe más en la fe religiosa que en la moralidad terrenal. Israel es un lugar venerable para los judíos estadounidenses y los cristianos evangélicos —Tierra Santa— y, por tanto, debe obrar en un plano superior al de las naciones ordinarias.
Se ha señalado a menudo que el judaísmo es una religión étnica o cultural más que la religión de un credo. Además de la creencia en un Dios único, es sobre todo un conjunto de prácticas y códigos morales o legales. A diferencia de casi todas las religiones, es imprecisa sobre lo que ocurre tras la muerte. A falta de cielo, la fe de los judíos de la posguerra se ha concentrado en el cielo de unas tierras del Mediterráneo oriental.
Los judíos estadounidenses se libraron del Holocausto y, como es sabido, apenas hablaron de ello hasta la publicación en inglés de La noche de Elie Wiesel en 1960 y del juicio a Eichmann en 1961. Lo cual acabó desembocando en lo que se ha llamado la spielbergización del Holocausto: las expresiones casi siempre cursis de indignación contra una injusticia que los judíos estadounidenses no padecieron. Pero antes de aquello, en la década de los cincuenta, cuando los judíos aún guardaban silencio sobre el Holocausto, Israel parecía encarnar el mito estadounidense más popular de entonces: Cómo se Conquistó el Lejano Oeste.
Casi todos los programas de televisión de máxima audiencia eran wésterns —ocho de los diez programas más vistos en 1959, por ejemplo— y los colegiales eran expertos en figuras que ya casi nunca se mencionan, como Davy Crockett (King of the Wild Frontier) y Daniel Boone. Al igual que los estadounidenses, los judíos habían expulsado a los británicos para someter un páramo, un erial que, por supuesto, estaba habitado. Israel era la “tierra de la leche y la miel”, donde se aplaudió a los judíos por reverdecer el desierto. (Los niños judíos de Estados Unidos recaudaban dinero para las omnipresentes campañas populares, “Planta un árbol en Israel”). Y, en la versión de Tierra Santa de este mito, los pobladores, los palestinos, desempeñaron el mismo papel que los nativos americanos: no se los mencionaba o se consideraban meros obstáculos hostiles a la marcha del progreso.
Israel también fue tenido por un paraíso para los progresistas. Tras el desencantado desastre de la Unión Soviética, los kibutz se imaginaban como pastoriles utopías colectivistas, donde los hombres y las mujeres eran socios igualitarios y todos compartían la abundancia. Es característico de la fe general en Israel que estos mismos judíos progresistas estadounidenses, que apoyaron con entusiasmo la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos —una solidaridad que provenía de su creciente identificación con los negros como pueblo oprimido y como víctimas de la historia— no pensaran en su momento en los derechos de los palestinos, ni identificaran el vínculo entre Alabama y los aldeanos que los kibutz habían expulsado.
Cuando la realidad de Israel al cabo se hizo patente, los progresistas iniciaron el movimiento BDS a principios de 2000, y tras la guerra del Líbano de 2006 —más de mil ciudadanos muertos y un millón de libaneses desplazados en represalia por la muerte de tres soldados israelíes—, las primeras grietas en el monolito asomaron incluso para los principales creyentes estadounidenses. De hecho, causó conmoción que un adepto acrítico constante, The New York Times, publicara en la portada fotografías de la devastación que Israel había causado. Y en los últimos años el monolito se ha ido desconchando todavía más con la cruel militancia de los colonos, las intrigas antidemocráticas de Netanyahu y el ascenso a importantes cotas de poder de grupos que sólo pueden calificarse de supremacistas judíos.
Y ahora Gaza. Es imposible imaginar cómo acabará todo ello. Hamás, como todos los revolucionarios, sostiene que el fin justifica los medios, y que, como dijo Lenin, no se hace una tortilla sin romper huevos. Sabedores de que su ataque a Israel provocaría la represalia de Netanyahu, quizá no previeron su desmesura. Y de que ésta no sólo despertaría una enorme compasión mundial por los palestinos, como en efecto ha ocurrido, sino que también fortalecería el apoyo a Hamás entre éstos últimos. Un radical es un moderado cuyos hijos han sido asesinados.
Del otro lado, la imagen en la propia Israel como fortaleza sitiada y la consiguiente obsesión con la seguridad ha llevado a la pasiva aceptación de un estado de apartheid. El cual quedó hecho trizas tras el error de seguridad que condujo el ataque de Hamás. ¿Qué sucederá cuando se concluya que el apartheid —al margen de cuestiones morales— ha malogrado la protección de la vida cotidiana de la gente corriente? Es difícil imaginar una reconciliación entre quienes utilizan el Holocausto —del que apenas hay sobrevivientes vivos— como excusa para su brutalidad y los que anhelan vivir en un país donde la vida se desarrolle con relativa normalidad.
En años recientes muchos de estos últimos han trasladado su residencia al sueño original del sionismo: un lugar donde los judíos vivan en paz, sin opresión, libres de profesar su religión o de no profesarla nunca, bajo una suerte de invisibilidad, donde sencillamente se es una persona más, en libertad de decidir si se quiere ser considerado miembro de un colectivo.
La ciudad de Nueva York ha sido dicho lugar desde hace un siglo, y bien podría ser que la Sion de la diáspora sea la Sion verdadera. Si bien las estadísticas poblacionales son objeto de continuo debate, en el mundo hay unos quince millones de judíos. Siete millones están en Israel, entre seis y siete millones en Estados Unidos, y algo más de un millón en otros lugares (sobre todo en Francia, Canadá y Reino Unido). Como es bien sabido, los ocho millones de judíos de la diáspora han destacado especialmente, muy por encima de su proporción respecto de la población general, en las artes, la literatura, las ciencias, la medicina, la empresa, el derecho. (La proporción es aún mayor si se tiene en cuenta que un millón de judíos de la diáspora son ultraortodoxos y, en general, no contribuyen al conjunto de la sociedad). Los auténticos antisemitas de Estados Unidos —los matones con las antorchas y los matones del Congreso, no los manifestantes propalestinos— están reaccionando específicamente contra ese éxito.
En cambio, de los siete millones de judíos israelíes residentes en Israel —un millón de los cuales son ultraortodoxos— sólo unos cuantos han alcanzado semejante relieve. ¿Por qué? Es preciso entonces formular una preocupación judía tradicional y preguntarse: ¿es Israel bueno para los judíos?
Cabe imaginar una historia alternativa, en la que Roosevelt hubiera abierto las puertas a la inmigración ilimitada de los sobrevivientes judíos tras la guerra, en la que Palestina se hubiera convertido en una nación multiétnica poscolonial entre otras naciones multiétnicas similares del Mediterráneo oriental, y que por ello no habría tenido motivos para expulsar a los judíos. Pero el mundo está condenado a vivir en lo ocurrido efectivamente en la historia.
Se espera un alto el fuego inmediato y el fin de la masacre de niños. Pero cabe preguntarse si además hay alguna otra esperanza. Acaso ésta comience por reconocer, entre los judíos de la diáspora, que los judíos son tan capaces de convertirse en monstruos como cualquier otra persona.
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Eliot Weinberger, (Estados Unidos, 1949), es ensayista, poeta, comentarista político, traductor y editor. Sus libros traducidos al español por Aurelio Major son Rastros kármicos; 12-S: Cartas de Nueva York; Algo elemental; Las cataratas; Diecinueve maneras de ver a Wang Wei; e Historias. Sus Ensayos elementales completos se publicarán próximamente en Anagrama. Es editor de Una antología de la poesía norteamericana desde 1950 (Turner, 1992) y traductor de la poesía de Octavio Paz, Vicente Huidobro y Bei Dao, entre otros, y de los ensayos de Jorge Luis Borges, por cuya edición y traducción obtuvo el Premio Nacional del Círculo de Críticos de su país. Vive en la ciudad de Nueva York, donde nació.
(Traducción de Aurelio Major)