Extraña e inquietante miniserie en Netflix: Incontrolables (Wayward) es una pesadilla en imágenes ideada y protagonizada por el/la canadiense Mae Martin, que se reserva uno de los papeles protagonistas, el del agente de policía Alex Dempsey, recién llegado a un pueblo aparentemente idílico del estado norteamericano de Vermont.
Lo primero que te sorprende de Incontrolables es, precisamente, que el agente Dempsey, que ha llegado con su mujer, Laura (Sarah Gadon), embarazada, parece una chica disfrazada de hombre que, curiosamente, no llama la atención de nadie con quien interactúa.
Curioso, recurres a Internet, que todo lo sabe, y averiguas que Mae Martin es un hombre trans al que le han rebanado los pechos (pero sigue pareciendo una mujer disfrazada y con un rostro muy bonito, por cierto). El señor Martin empezó en la stand up comedy, superó todo tipo de adicciones a sustancias teóricamente recreativas, se sometió a una reasignación de género y se lanzó a escribir, alumbrando recientemente la serie que nos ocupa, oscura y un pelín perversa y centrada en eso que los anglos definen como the sins of our fathers (los pecados de nuestros padres); o sea, el daño que las familias pueden infligir a sus retoños.
Cuerno quemado
La Academia Tall Pines es un reformatorio para adolescentes descarriados dirigido por una loca que estuvo en una secta a lo Charles Manson, Evelyn Wade (la a menudo siniestra Toni Collette), y que aplica tratamientos de choque a sus pupilos.
A este peculiar centro de educación llegan dos amigas de Canadá que han agotado la paciencia de sus respectivos progenitores, Abbie, secuestrada en plena noche (Sydney Topliffe) y Leila (Alyvia Alyn Lind), que se cuela en la academia para rescatar a su colega y acaba encerrada dentro.
Imagen de la miniserie 'Incontrolables'
El agente Dempsey, al que todo en Tall Pines empieza a olerle a cuerno quemado (¿por qué no hay niños?, sin ir más lejos) establece contacto fortuitamente con Abbie, le pasa un walkie talkie y le pide que lo mantenga informado de lo que sucede allí, descubriendo cosas que no tardan en ponerle los pelos de punta.
Tall Pines es, ciertamente, un pueblo muy raro en el que todos sus habitantes proceden de la academia, incluido el jefe de policía, que no es más que un peón de la inquietante señora Wade.
Destrucción moral
El apósito no es la academia, sino todo el pueblo (como lo que pretende hacer el patronato de la Sagrada Familia con Barcelona). Puede que haya un alcalde, aunque no lleguemos a verlo, pero ahí la que manda es Evelyn Wade, empeñada en crear una nueva sociedad con aire de secta en la que la presencia paterna desaparezca y toda la población siga sus reglas.
Aunque sabemos desde el minuto uno que todo va a acabar como el rosario de la aurora, a lo largo de los ocho capítulos de Wayward vamos viendo cómo es ese mundo feliz con el que sueña la señora Wade.
Y lo que vemos, evidentemente, no es bonito. Aunque Mae Martin no puede evitar una visión queer de las cosas (no hay prácticamente ni una sola relación heterosexual en toda la serie), hay que reconocerle que no se ha excedido en las dosis y que se impone el ambiente gótico, opresivo y aterrador que ya vimos en Twin Peaks o La semilla del diablo, por poner un par de ejemplos.
La idea central, como ya he dicho, es la familia como maquinaria de destrucción moral. Quien quiera verlo, bien. Y quien no quiera, disfrutará de una serie tensa, absorbente, inquietante y muy entretenida, de un thriller rayano en el terror que se lo puede hacer pasar muy bien.
El último episodio de Incontrolables deja algunos cabos sueltos que parecen dejar la puerta abierta a una segunda temporada, como ha reconocido el señor Martin. Todo dependerá de la audiencia. ¿Llegará? Netflix, como las folklóricas, ni confirma ni desmiente.
