El Liceu y el puritanismo autoritario
La versión de la 'Tosca' de Puccini del sevillano Rafael R. Villalobos, recibida con entusiasmo y rechazo en Barcelona, es una muestra de la adaptación de la ópera a los formatos contemporáneos
17 enero, 2023 19:55Floria Tosca es una expresión muy alta de la vulnerabilidad. Se entrega al lascivo jefe de policía, Barón Scarpia, para salvar a su amor, el pintor Mario Cavaradossi. Suena el Vissi d’arte, el aria para soprano, interpretada por María Agresta, que no ha convencido en la apertura de este comienzo de 2023, en el Liceu. Inevitablemente, cada vez que vuelve Tosca, en los anfiteatros, los palcos, los camerinos o el descanso, el público entendido recrea el vicio de la nostalgia respecto a las voces irrepetibles de Rosa Ponselle, Joan Sutherland, Maria Callas o Caballé.
El auditorio de este enero, como envuelto en la ola de furia que nos rodea, reparte la función entre el abucheo sonoro y los medio aplausos. No por Agresta ni por el barítono Željko Lučić, que aporta pasión y dominio en el papel de Scarpia. El descontento nace de la incomprensible desaprobación de los formatos rupturistas. Estamos ante la Tosca de Puccini, pero no en el espacio escénico del ochocientos, sino bajo el diseño superlativo del gran cineasta Pier Paolo Pasolini, que el director Rafael R. Villalobos ha combinado con piezas puntuales del pintor barroco Caravaggio. El aforo disconforme del Gran Teatro alterna remugas con protestas sonoras, mientras los pasolinianos viven una fiesta de los sentidos y la mayoría silenciosa espera el momento lacrimal de E lucevan l’stele, la coda en que el encarcelado Cavaradossi se despide de la vida, en la voz del tenor Michael Fabiano.
En palabras del escritor Carlos Pujol, en su libro 1900 (Planeta), Puccini “había convertido un violento melodrama en un chorro de melodías apasionadas en el contexto histórico de junio de 1800, tras la victoria napoleónica en la batalla de Marengo”. El pasado duerme en el sueño de los intelectuales que desentrañan su misterio. Pero lo que ha llegado para quedarse, en materia de escenografía operística, desata incomprensiones. “¿Dónde está Puccini?” Se oyó gritar desde la platea el día de este último estreno. El puritanismo trata de desmontar la potencia denunciadora de Pasolini al ver un desnudo masculino o un fondo de escenario completamente blanco en el que la vida se desvanece a través de fotogramas de la película Salò o los 120 días de Sodoma, salpicadas con piezas significativas de la arquitectura de Mussolini.
En esta Tosca no hay duda de que la humillación del cuerpo joven es probablemente uno de los signos más poderosos con que el sistema corrupto mantiene el control sobre los ciudadanos. Cuando la ópera deslocaliza sus escenarios clásicos aparece el pandemonio del que habló el novelista austríaco Thomas Bernhard. Cambiar la escena “nos acerca a la verdad”, consideraba Bernhard, muy unido a teatros como la Neues Festspielhaus de Salzburgo y especialmente obsesivo en su amor por la Fenice de Venecia, desde el día que se reconcilió con el gran arte en un Tancredi de Monteverdi.
El escritor se paseó por los teatros de Palermo, Roma, Taormina y Florencia ataviado siempre con ropas ajadas y los mismos pantalones raídos. A menudo en compañía de Paul Wittgenstein el último de una estirpe millonaria y marcada por un amor desmedido por la música. En la vida de Paul, su tío Ludwig, el mítico filósofo, autor del Tractatus, solo apareció como una ausencia muy marcada. “Mientras Ludwig llevó su filosofía al papel y no su locura, Paul era un loco porque reprimió su filosofía y no la publicó, exhibiendo sólo su locura”, escribió Bernhard.
Este dúo especial, que fue arte y parte de la ópera en su momento, acabó influyendo en el tránsito de muchos aficionados -especialmente en la Ópera Estatal de Viena- hacia los formatos mixtos, con la irrupción en los escenarios de otras artes, como la pintura o la escultura, pero no como los simples decorados de siempre, sino como parte activa en las obras. Lo relevante es que el cambio filtrado por el tiempo tuvo sobre todo un trasunto moral. La ruptura respecto a la memoria complaciente con el gran momento de la historia de la ópera, desde el Mozart, mordaz pero inofensivo, hasta Strauss, marcado por el fatum romántico, la cosmovisión medieval. Repetidamente, la ópera trató de abandonar la consagración de lo clásico y entrar en el terreno de la denuncia ya muy avanzado en el teatro de texto por Fiedrich Dürrenmatt, Bertold Brecht o Ibsen, entre otros dramaturgos.
Bernhard abominó del anschluss militar de Hitler puesto en práctica durante la entrada de las tropas alemanas en Austria en 1939 y; muchos años después de la II Guerra, abominó de un segundo anschluss que él consideraba cultural, autoritario, evangélico y puritano, que se ha mantenido en Centroeuropa, como arranque del populismo actual. Esta colonización conservadora se ve especialmente hoy en Austria o en el Norte de Italia, en Hungría, en la República checa y en Polonia, pero también en las actuales Holanda o Dinamarca países en los que las cosas no son lo que parecen.
En 1988, el llamado año de la reflexión o cincuentenario de la anexión de Austria al imperio pangermánico, Bernhard publicó Heldenplatz (El Cuenco de Plata), donde el profesor Schuster, judío regresado de Gran Bretaña, recita monólogos en los que señala a su país, como una nación en la que “todo es desorden y putrefacción y degradación / un elenco que se odia a sí mismo / de seis millones y medio de abandonados / seis millones y medio de débiles mentales y locos furiosos”. Un país, dice el anciano protagonista, en el que los socialistas no son ahora otra cosa más que católicos nacionalsocialistas. Este conjunto descarnado tuvo mas tarde una réplica de WC Sebald en Pútrida patria (Anagrama) en términos igual de duros a través de versiones similares de escritores como Kafka, J.Roth, Broch, Amery, Handke y otros.
Aquel Paul Wittgenstein, que era capaz de interpretar de memoria en plena calle La Walquiria y Sigfrido, y su conspicuo amigo Bernhard expresaron mil veces un deseo de renovación. Hoy podrían verse complacidos ambos por esta Tosca de Villalobos, en la que Cavaradossi es un liberal partidario de la Revolución Francesa, mientras que Scarpia es el jefe de la policía del Vaticano, un agente político al servicio del régimen absolutista del Papa. Remover vestuarios y espacios escénicos no es ningún capricho de la moda, si tenemos en cuenta que la adaptación de la ópera a la actualidad fue inventada por el mismo Richard Straus –pese a su incondicional tradicionalismo– en la ciudad wagneriana de Bayreuth.
Por encima de los puristas, hoy, la heterodoxia se impone. Después de esta función de obertura del año, en febrero, el Liceu se pone de largo para recibir al reconocido artista Jaume Plensa como director de escena y, obviamente, escenógrafo y figurinista de un Macbeth, el título con el que Verdi inició su idilio con Shakespeare. Los ejemplos de mestizaje artístico llenarán este curso del auténtico retorno del bel canto a los aforos, después de dos años de pandemia y uno de postpandemia.
Este 2023, la ópera profundiza en los cambios de formato ya muy extendidos por toda Europa. La nueva sensibilidad se afianza entre el público a pesar del numantinismo del sector que emparenta este arte a la exclusiva vivencia del romanticismo cerril, marcado por el mundo de capilla, mantilla y reclinatorio. El mismo Teatro Real de Madrid se apunta el tanto de los nuevos desafíos; recupera en febrero la trama de travestismo que trata de evitar que Aquiles vaya a la guerra de Troya en una pieza de Francesco Corselli –maestro de la Capilla Real de Madrid– que tuvo que cancelar la obra por la pandemia en el 2020.
En la misma línea, habrá que esperar a primavera para ver en el Liceu L’incoronzione di Poppea, un Monteverdi de Calixto Bieito estrenado en la Ópera de Zúrich en 2018, junto a Jordi Savall, músico, violagambista y gran conocedor de los logros del Barroco trasladados a la sensibilidad actual: ambición, erotismo y dúos de gran belleza como el de Popea y Nerón en el límite de la vanidad. La Scala de Milán sin desvanecer su tradición monta L’amore dei tre re, rareza de Italo Montemezzi con libreto de Sem Benelli, que adapta su propia obra con aires de Tristan. Finalmente, de vuelta al Liceu, contamos con Alexina B., el gran encargo, todavía sin fecha, a Raquel García-Tomás que indaga en las personas intersexuales.
Hoy más que nunca, la ópera choca con las convenciones dormidas que despiertan de mal humor. En el caso de la Norma, Pasolini no se limita a modificaciones formales; conceptualiza su tiempo, elabora un discurso crítico y lo proyecta hasta los albores del siglo XIX. Utiliza al necio Luis Bonaparte y al rey italiano, Amadeo, para ridiculizar el poder blando que entrega el monopolio de la violencia al Barón Scarpia, encarnación banal de la maldad, pero capaz de alcanzar la coexistencia entre lo sublime y lo pavoroso, tal como lo descubrió el Marqués de Sade, en el sanatorio mental de Charenton. Pasolini no pudo olvidar el postfascismo como una experiencia, que dominó su infancia y su juventud y nunca aceptó que se hubiese borrado realmente, después de 1945.
Los protagonistas de esta particular Tosca no son electrones libres, sino piezas sometidas a las estructuras de una sociedad que los brutaliza. Es el mismo Pasolini de su emblemática película Teorema, donde el director de cine italiano trató de presentar a la nueva clase dirigente del país transalpino –los Olivetti, Agnelli, Romitti o el primer Berlusconi– como una burguesía a su juicio heredera del autoritarismo, establecida simbólicamente en los nueve círculos del Infierno de Dante. Muchos no compartimos la radicalidad social de Pasolini, que además no viene a cuento, pero sí debemos considerar su expresionismo religioso de cristiano “no creyente”, capaz de conducirnos a la denuncia más dura contra lo abyecto.