Trece veces Ozu
Jean-Michel Frodon penetra en el cine del japonés en su último ensayo, ‘Treize Ozu. 1949/1962’, a partir del análisis del último tramo de la filmografía del director nipón
30 octubre, 2019 00:00En el exquisito sello de Maurice Darmon, 202 éditions, donde el propio editor ha dejado para la posteridad cinco extraordinarios volúmenes sobre el cine de Marguerite Duras, se publicó hace algunos meses este sucinto ensayo donde Jean-Michel Frodon, otrora hombre fuerte de Cahiers du Cinéma y Le Monde, destila punzantes reflexiones sobre un objeto secretamente amado, las trece últimas películas de Yasujiro Ozu, como si al apartarse de la primera línea de la batalla crítica hubiera encontrado una reposada sabiduría. No recordamos haberle leído a Frodon nada parecido, y puede que en estas páginas se arremoline su más depurado legado de escritor de cine.
Partiendo de una ceguera, la que le impidió celebrar como merece, la primera vez que se puso delante de ella, Cuentos de Tokio (1953), el crítico no tarda sin embargo en alinearse junto a un gigante como Henri Langlois entre aquellos que tardaron en ver, en apreciar, que era la vida lo que palpitaba inefable en la estilizada escritura del cineasta, desmontando, en cierta medida, cualquier comparación con autores más vistosos y vibrantes como Mizoguchi o Kurosawa. Precisamente de esa experiencia frente a Ozu, de la sacudida –en el fondo una suerte de interrupción inclasificable– que como en los más vívidos sueños suspende el estatuto de lo que se percibe, nació la película más valiosa de Wim Wenders, Tokyo-Ga (1985), aquí también traída a colación, que tradujo la necesidad de viajar hasta Japón para comprobar, antes del desvanecimiento total y la desaparición de amigos y camaradas, si aún quedaba algo de lo que inspirara al cineasta.
Al ocuparse de las últimas trece películas que Ozu rodó entre 1949 y 1962, un año antes de su prematuro fallecimiento, Frodon busca tanto demostrar la coherencia estético-política del cineasta en su dorada madurez y al lado de un íntimo colaborador, el guionista Kogo Noda, como poner de relieve las singularidades de cada título, desmontando el perezoso tópico de la uniformidad de hierro en la estilística del nipón, cuando Ozu, como aquí se deja apuntado al hilo de una jugosa consideración sobre la introducción del color en sus películas, fue un auténtico contemporáneo del pop art, y, por ello, su cine puede contemplarse como un sugerente sistema de repeticiones y variaciones. Que éstas den pie a apuntes sociológicos e incluso metafísicos no minimiza la importancia del artesanado minimalista de reincidencias y diferencias que las sostiene: Ozu, en su pasión por re-filmar, por reutilizar y profundizar, se parece a otro extraterritorial del pop, como así lo identificara Barthélemy Amengual con brillantez, el francés Jean Eustache.
“Ver las películas de Ozu se parece a escuchar una voz que te murmura dulcemente al oído palabras sencillas pero que permiten comprender mejor lo que de profundo hay en los seres humanos”. Frodon no pretende descubrirle Ozu a nadie en estas poco más de cien páginas. Se ocupa más bien de transmitir que las grandes películas de Ozu lo son porque no dejan de acompañarnos a lo largo de la vida, siendo preciso revisarlas cada cierto tiempo para comprender su magnitud. En este sentido, y al ir el espectador cumpliendo años y cambiando de paradigma vital, las películas parecen reverdecer sus propuestas, ofreciendo otro punto de vista que antes no supimos descifrar por falta de conocimiento o déficit de experiencia.
No fue Ozu, en todo caso, un oráculo, ni tan siquiera un hombre ejemplar o abierto a grandes transformaciones personales (vivió con su madre hasta casi el final y nunca se casó, a lo que curiosamente sí se ven obligadas muchas reticentes muchachas de su cine), pero consagró su amplia filmografía a un solo tema que no es, como advierte Frodon, el aparente: ni el conflicto entre generaciones, ni la disolución de la familia tradicional, ni el declinar de la identidad nacional, ni la nostalgia de un Japón primigenio previo a la caída en desgracia tras el fin de la guerra mundial y la ocupación norteamericana. No, lo único que interesó filmar a Ozu fue el cambio, la transformación, y, por lo tanto, las posibilidades del desplazamiento existencial, las lentas y calladas asociaciones de contrarios que conforman toda identidad.
Un único tema, pero con sus corolarios, pues al vértigo del cambio le sigue la importancia de afirmar la libertad en el mundo en mutación, y de entender y procesar nuestros miedos y parálisis así como los de quienes nos rodean: familia, vecinos, amigos, conocidos. De esta forma, por ejemplo, resulta imposible apreciar la densidad del inolvidable careo entre el padre (Chishû Ryû) y su nuera (Setsuko Hara) en el desenlace de Cuentos de Tokio si sólo se toma partido por la muchacha que ha sido testigo del menosprecio de los ancianos padres por parte de sus hijos y sus respectivas familias. Esta Noriko, como la de Primavera tardía (1949) también enrocada en la negativa a abrirse de nuevo al movimiento de los acontecimientos, representa ese saber aún relativo sobre la vida, frente al absoluto que detenta el veterano, quien quizás tampoco fuera con sus hijos todo lo bueno que debió cuando era joven, pero que ya ha asumido que éste no es su tiempo.
En su lectura formal y temática de Ozu, Frodon señala una deuda con Deleuze, tanto en soledad como en su tándem con Guattari. Del primero recicla la idea de que en Ozu se presenta una concatenación de tiempos (el “tiempo del padre”, el “tiempo de la hija”, el “tiempo del viudo”, “el tiempo del niño”…) que responde a la naturalidad de la vida, a una sencillez que los humanos se empeñan en emborronar mezclando temporalidades y confrontándolas. De ambos –y en esto también le sigue otro cineasta japonés, Yoshida, que escribiera sobre el anti-cine de Ozu–, que el director de Buenos días (1959) representaría una versión cinematográfica de la posibilidad de esa extranjería de la propia lengua que en literatura habría encarnado Kafka. En el cine sólo Bresson, que esgrimió el cinematógrafo contra el cine, serviría como término de comparación de un modelo de tamaña decantación, exigencia y eficiencia.
La cámara baja, punto de vista casi único desde 1956, le sirve a Ozu para llevar a su terreno el lema hawksiano de “filmar a la altura del hombre”. Desde abajo el hombre y la mujer se registran de cuerpo entero, y su inscripción en el espacio privilegia relaciones donde la confrontación no queda preestablecida. Todo, cuerpo y rostro, se da al mismo tiempo mediante esta puesta en escena, y los planos, como en Bresson, se añaden uno detrás del otro sin involucrarse en un desmembramiento analítico de espacios y tiempos al uso. Frodon lo explica muy bien sin dejar de oscurecerlo: “una distancia que es a la vez una proximidad”. Todas las personas tratadas de igual manera, utopía de un cuerpo social inclusivo, asimismo de un deseado esfuerzo colectivo.
Estas trece películas se implican en ese retrato del pueblo japonés de posguerra y sólo los miopes pueden confundirlo con reaccionarismo o añoranza de glorias pasadas. La asombrosa clave que, por rara, confunde a los malacostumbrados por el mainstream cine-televisivo recae en que el dispositivo de Ozu nace de un esencial respeto por sus criaturas de ficción, por el hombre valiente y la mujer abnegada, pero también por el niño faltón y lenguaraz o por ese padre –como el de Flores de equinoccio (1958)– que paga inconscientemente con su prole la concatenación de humillaciones sufridas, fuera y dentro, tras la derrota bélica. Y de tanto respeto, llegamos a comprenderlos a todos.
Estas trece películas se implican en ese retrato del
Frodon acierta de pleno en el diagnóstico: como la vida, las películas de Ozu nunca fueron un camino de rosas, y los raptos de violencia, los momentos brutales físicos y morales, no sólo envuelven sus títulos más pesimistas, como Una gallina en el viento (1948) o Crepúsculo de Tokio (1957), sino que están presentes en todos ellos, muchas veces (especialmente tras el paso al color) agazapados como una tensión profunda bajo la vivaz superficie de diseño impuesta por la colonización norteamericana y la desmemoria.
Sin aspavientos, sin solemnidades, Ozu siempre se situó lejos de las rigideces, lo que también afectó a su supuestamente inamovible entramado formal, repleto de invenciones y rupturas constantes (hallazgos que aquí se compendian), como si desde la expresión se tradujera la voluntad de no renunciar al movimiento, de no darle la espalda al imparable desarrollo que establece la suma de días, meses y estaciones, como muchos de sus personajes creen factible e incluso deseable en algún momento de la trama.
Ozu los acerca al vértigo de la libertad de la misma manera que se lo plantea al espectador, a quien le regaló esos planos ya legendarios y bastante comentados que Noël Burch calificó de pillow-shots en un préstamo del vocabulario poético, y que en ajustadas composiciones mantienen durante unos segundos lo que parece un pellizco de tiempo puro al margen del relato: el viento que seca la ropa tendida, los raíles del tren o el perfil de una montaña, entre otras miradas desprovistas de anhelo enunciativo. De “imágenes que no le deben nada al resto” las califica Frodon, tan esenciales como accesorias, como un punto de fuga que minimizara la relevancia del relato y, con ello, subrayara la importancia del esfuerzo por llevarlo hacia delante.