Todas las Romas de Pasolini
La Ciudad Eterna encarnó las contradicciones del cineasta italiano, las mismas de una sociedad que todavía no había sido homogeneizada por la cultura burguesa
21 noviembre, 2019 00:00La Roma de Pasolini es la alegre inocencia de aquel Ninetto Davoli de penetrantes ojos oscuros y rizos desordenados en Pajaritos y pajarracos, pero también es el cuerpo inerme de Ettore Garofalo que, cual Cristo de Mantegna, yace ante la desesperación de su Mamma Roma, interpretada por Anna Magnani. Una misma ciudad, contradictoria, donde la belleza convive con la fealdad y la felicidad es vecina del dolor y la desesperación. “Belleza y fealdad están vinculadas: la segunda vuelve a la primera patética y humana; la primera nos hace olvidar la segunda”, escribía el cineasta (también poeta y novelista) el 12 de abril de 1957, ocho años después de haberse instalado en la capital italiana. Aquel artículo, Roma malandrina, publicado en la revista Rotosei, forma parte, junto a otros y algunos relatos, de La ciudad de Dios (Altamarea Ediciones), un libro dedicado a Roma, donde Pasolini se refugió en 1949, junto con su madre Susanna, y en la que encontró la muerte en 1975.
Era el mes de octubre de 1949, cuando Pasolini, autor ya de cinco libros de poesía, fue denunciado por actos obscenos en la vía pública y corrupción de menores y, poco después, fue expulsado del Partido Comunista por la misma razón por la que, desde la clandestinidad, el PCE negaba a Jaime Gil de Biedma su ingreso: su homosexualidad. “Pese a vosotros, soy y seré comunista, en el sentido más auténtico de la palabra”, le escribiría el poeta italiano al dirigente comunista Ferdinando Mautino poco antes de abandonar Bolonia la roja. En esa carta de despedida, asumía que en él estaba inscrita “la marca de Rimbaud, de Campana o también de Wilde”, y que era precisamente esa marca la que le obligaba a buscar refugio en una ciudad más grande, menos provinciana y burguesa. “Si llegué hasta aquí fue solo por una serie de circunstancias familiares”, reconocería años después Pasolini, para quien Roma, sin buscarlo, pero quizás sí deseándolo, se convirtió en aquella “ciudad espléndida y miserable” que le enseñó “cuanto, alegres y feroces, los hombres aprenden de niños”.
Fue mucho más que el escenario de sus películas: Roma encarnó las contradicciones con las que convivía Pasolini, que eran las de una sociedad que todavía no había sido homogeneizada por la cultura burguesa y los medios de masas, a los que el director siempre mostró animadversión. “Las contradicciones de Roma son difíciles de superar porque son de género existencial: más que términos de una contradicción, la riqueza y la miseria, la felicidad y el horror de Roma son partes de un magna, de un caos” que, sin embargo, años más tarde sería domesticado. Lo que entusiasmó a Pasolini de Roma fue el caos propio de una ciudad en la que la cultura burguesa no había borrado (entonces) el carácter auténtico del extrarradio, en la que el centro urbano no ha aniquilado a los barrios de la periferia, donde todavía vivían chicos del arroyo con sus miserias, pero también con una naturalidad no domesticada, con su dialecto no normalizado, con una (in)cultura no estandarizada.
Ninetto Davoli, uno de sus grandes amores, dijo en alguna ocasión: “a Pier Paolo le gustaba la gente que, como máximo, tenía la EGB”. Algo de verdad hay en estas palabras. En la mirada de Pasolini existe una fascinación paternalista hacia esos chicos que hoy en día puede ser problemática de asumir, aunque el director nunca la escondiera. Artículos como Roma malandrina o Las fronteras de la ciudad, como Terracina o los apuntes para el guión de El (re)quesón son reflejo de esa fascinación. En ellos hay una implacable crítica a la ciudad burguesa, es decir, la que expulsa a sus habitantes a los márgenes, aniquila su cultura y se pervierte.
“Mientras el protagonista de la vida romana era el pueblo, Roma siguió siendo una metrópolis, una metrópolis inconexa, desordenada, dividida, fraccionada (…) En cambio, en el momento en que se completó la aculturación, a través de los medios de masas, el modelo del pueblo romano dejó de brotar de sí mismo, de su cultura, y se convirtió en un modelo proporcionado desde el centro”. Con estas palabras describía Pasolini el declive de esa Roma que había dejado de entusiasmarle. No era un ingenuo: nunca negó la miseria de esa otra Roma, nunca negó las penurias de quienes la habitaban, pero tampoco aceptó que la solución estuviera en el modelo social burgués, contra el que dirigió críticas en su película Teorema.
La protagonista de Mamma Roma trata de salir de la miseria y esconde a su hijo su pasado como prostituta. Su mensaje es que de nada sirve huir y escapar hacia esa otra ciudad, más cruel e inmisericorde. La idea de una justicia reparadora, tan presente en toda su obra, no significa ascenso social. Más bien aceptación y perdón de la culpa, a la que sigue la redención. Todas las contradicciones de Roma se resumen en la oposición entre la culpa y la inocencia, el pecado y la redención. En los suburbios, el pecado no anula la redención, la culpa está acompañada de la inocencia de la lágrima del joven que protagoniza el relato Desde Monteverde al Altieri. La lágrima es la redención que buscaba Pasolini, marcado –como dice Lorenzo Bartoli, autor del prólogo del libro– “por la dialéctica entre la culpa por su homosexualidad y la búsqueda de expiación ante la hipocresía burguesa, católica y comunista”. Este era Pasolini y así era Roma, esa ciudad en la que nunca dejó de reflejarse.