'Palombella rossa', Moretti salta a la piscina
La película, una obra posmoderna que cuenta en clave cómica la historia de un comunista amnésico, nos devuelve la frescura irónica del director italiano
21 agosto, 2020 00:10El episodio de Cineastas de Nuestro Tiempo que rodara André S. Labarthe sobre la por entonces joven revelación, un Nanni Moretti antes de consagrarse en Caro Diario (1993), se mueve precisamente en un entre; la primera parte, un rodaje; la segunda, un montaje. Como si se explorara el proceso –el episodio, una visionaria maravilla, registra el paso del balbuceo creativo (declaraciones medio autistas del artista a pie de obra) a la resaca que sigue a su clausura (clarividencia logorreica tras el ajusticiamiento de las otras vidas que anidan en cualquier proyecto)– de una película, Palombella rossa (1989), suspendiéndolo justo antes del parto y los primeros pasos de la criatura. Se aquilataban así los esfuerzos físicos dedicados a la realización de los films pequeños, como si lo excepcional e hipertrófico del caso –Moretti volvía a alternar la dirección y el rol protagonista (un jugador de un deporte tan exigente como waterpolo)– pudiera convertirse en la más justa metáfora del deseo, de la pasión, de hacer cine.
Mucho ha llovido desde entonces; Moretti encarrilaría su carrera y alcanzaría esa fama internacional que aún le sonrojaba a finales de los ochenta, pero, en cierta medida, dejó aquí, unos años antes del primer centenario de la sesión inaugural de los Lumière, en esta película tan poco vista y que sólo ahora, después de la restauración llevada a cabo por el Centro Sperimentale de Cinematografia y la Cineteca Nazionale –supervisada por el propio cineasta y su director de fotografía, el gran Beppe Lanci, que antes de encuadrar lances de waterpolo venía de filmar la imagen de Nostalghia de Tarkovski–, puede admirarse con dignidad, un temprano testamento: la radiografía insuperada del cine en la etapa posmoderna, cuando su hegemonía ya se tambaleaba. En tiempos de zozobra, siempre conviene regresar a esta piscina de Sicilia, cuyas aguas cloradas aún mantienen las claves de aquella derrota y el secreto –en forma de risa de niño– de su provechosa asunción.
Moretti regresa a la infancia en
En un significativo momento del capítulo de Labarthe, Moretti resume el argumento de la película (sic): “Es la historia de un comunista que no se acuerda de quién es. Y durante un partido de waterpolo recupera la memoria y reconstruye su propia vida”. Igualmente, se refiere a la intención del título, ese movimiento de finta y oblicua ejecución –mezcla de astucia, engaño y arrojo– que supone la vaselina, el pallonetto, donde el cineasta encuentra algo así como un credo estético: la asimilación de los límites a los que obliga el trabajo en los márgenes del sistema, unas constricciones de las que extraer una ética de la representación, transformando la necesidad en virtud.
La idea brillante, claro, vino de reunir todas estas dimensiones –política, deporte, cine– en un inaudito escenario, aprovechando la ductilidad del género cómico, las posibilidades de una narrativa deshilachada y rota en fragmentos, y el lento alumbramiento –fruto de este acercamiento de estirpe godardiana entre lo lejano y lo justo– de una reflexión que permitió saltar de un punto al otro; belleza de la dialéctica en pos de las ideas, de lo horizontal camino de lo vertical.
El deambular entre recuerdos de este comunista amnésico entronca a la perfección con aquella ruptura del esquema sensorio-motriz del que hablara Deleuze en sus libros sobre cine como aperitivo de una crisis moderna de la acción que sometía a sus personajes a la parálisis introspectiva y al desbarajuste de percepciones y afectos. El Michele Apicella que encarna Moretti es ese hombre que se detiene y, como el Porthos de El vizconde de Bragelone tan citado por Godard, en vez de simplemente actuar se pone a pensar en la génesis de su propio movimiento, en lo que supone poner un pie detrás de otro. La muerte de Porthos remite aquí al fatal advenimiento de lo mental, a la parada que recuenta los fotogramas como viejas placas cronofotográficas. Pero es desde esta ralentización –Palombella rossa cerraba la década que había abierto Sauve qui peut (la vie) en 1980, reutilizando en clave cómica el detenimiento lírico de momentos– que se concibe un nuevo paradigma de pensamiento para un cine que regresaba a abrevar al limbo de las virtualidades perdidas, ahí donde el cine ensayara otras imágenes y otras poéticas y políticas entre ellas.
Moretti edifica el frágil castillo de naipes de Palombella rossa a partir de un doble contexto de pérdida, el que arremetía contra la experiencia comunista tras la caída del muro –un año después filmaría en La cosa (1990) un mellizo documental sobre esta desorientación ideológica, yendo a varias sedes del PCI a lo largo de Italia en las que se discutía el lampedusiano trance de si cambiar o no de nombre al partido (para que todo siguiera igual)– y aquel que condenaba al cine de autor a una posición cada vez más orillada, justo en la brecha de una profunda mutación de paradigma tecnológico –la imposición de la tecnología digital y el olvido del artesanado analógico– que lo transformaría radicalmente. Como advirtiera Alain Bergala en un extraordinario artículo sobre la película, Moretti compaginó aquí ambas melancolías a partir del uso y la transmisión de los gestos.
Al hilo de estos cambios, Bergala recordaba que cuando el cine empezó a perder sus gestos creativos originarios –la física de la escritura, el rodaje y el montaje– a favor de la gestualidad empobrecida de los teclados, Moretti, como un nuevo Warburg, se sumergía en el parecido existente entre levantar el puño a la manera comunista y hacerlo con la mano agarrando el balón, como el jugador lo alza antes de decidirse a tirar a gol. Ambos gestos se suspenden y entremezclan en el comunista-waterpolista Apicella, en quien la crisis política contamina la eficacia deportiva. Y si, como advirtiera Agamben, la función del cine fue la de reapropiarse de gestos ya periclitados, y justo así registrar esa pérdida, Moretti completaba el cuadro añadiendo otra pequeña pantalla, donde, en paralelo al match, en el pequeño kiosco junto a la piscina, se emitía Doctor Zhivago de David Lean.
Alrededor de aquella televisión, en un guiño griffithiano que hacía coincidir los desenlaces de ambas películas, nacía uno de los últimos grandes gags de la historia del cine, una idea peregrina que cierra el proceso de transmisión gestual –esas bofetadas que van y vienen de la pantalla a la realidad– por el que Moretti se interrogaba sobre el lugar del cine en aquel incierto momento.Esta deliciosa y transgresora actitud de poner, inesperadamente, una cosa al lado de la otra inspiró a Daney, en L’exercice a été profitable, Monsieur, a hablar de Palombella rossa en los términos de un burlesco mental, donde ya nadie caía de golpe a la piscina y la risa podía venir determinada por vivencias tan íntimas como el contraste entre el presente y aquel tiempo en el que el público aún iba al cine como a misa, y la cinefilia se entrenaba en la reincidente revisión de títulos bañados por la inocencia de quien cree posible que una película, quizás sólo una vez, pudiera acabar de manera distinta en el enésimo visionado.
Silvio Orlando y Nanni Moretti en Palombella rossa (1989)
Aquí, como antes –uno de sus cortos en súper-8 le regala su tamiz granoso a la rememoración del pasado comprometido del joven Apicella– y después, Moretti, que nunca militó en el PCI, refresca esta autoficción de cinéfilo político a lomos de una mirada a la Italia contemporánea desde una ironía rescatada en su potencial crítico, una auténtica desbrozadora de tópicos (por ejemplo en el divertido y fatigoso combate a la periodista que lo entrevista, encarnación de la ruidosa superficialidad y la degradación en el uso de las palabras). Una ironía como compromiso, y a través de la cual el cineasta se interrogaba sobre asuntos que todavía siguen pendientes, sin respuesta.
¿Puede el cine, aún, inventar gestos? Moretti propuso uno, al final de Palombella rossa, a la salida de un sol apuntalado, de estirpe felliniana; una extraña pose colectiva medio de cigüeña, algo ridícula e inestable, pero donde en cierta medida se deshacía la rigidez de los saludos fascistas y comunistas –esos que aún mantienen nuestros políticos, que son más de series que de cine–. Al menos el gesto improvisado y naciente hacía reír al niño, a su yo-niño, ese que sigue mirándonos.