Johnny Guitar

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Cine & Teatro

'Johnny Guitar': ¿un western feminista?

La película de Nicholas Ray, un clásico de la cinematografía del Oeste, transgrede las normas del género al reivindicar la pasión y la valentía de las mujeres

8 abril, 2018 00:00

Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) podría parecer un western extraño, tan extraño como que son ellas las que desenfundan primero y los hombres los que cabalgan a rebufo. Insólito, porque siempre se ha pensado que el Oeste es cosa de hombres, de acalorados tipos con el corazón más frío que las cachas de sus revólveres. La mujer aparecía de tanto en tanto como una bella rareza del desierto, como la flor del cactus que ofrece Tom Doniphon (John Wayne) en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962). El puritanismo de Hollywood trataba a los vaqueros de salvajes y a las mujeres de acompañantes que esperaban subvención en barra, como en un estado poco paritario.  

Sergio Leone, como heredero de esa tradición fílmica, consideraba a las féminas como un elemento molesto en el género clásico estadounidense que, en los 70 pasaba a ser italiano. Concebía a la mujer como un elemento decorativo en una tierra yerma sólo ocupada por moscas y camisas sudadas. Así pensaba el director de Hasta que llegó su hora (1968), la hora en la que, por consejo de un amigo, decidió mostrarnos a la Cardinale para que todos conociéramos a una mujer de armas tomar. Pero catorce años antes ya se le había adelantado Nicholas Ray con Johnny Guitar. ¿Quién si no sería capaz de transgredir a fuerza de pasión y valentía femenina en plena edad dorada del western? Nadie mejor que el inconformista Ray, quien, por su escasa salud, mojaba su indignación en alcohol para después exhibirla en la pantalla.

Dos féminas y un destino 

Se podría objetar o más bien excusar que la falta de mujeres en el western se debía a la recreación de una sociedad decimonónica, donde el papel de las féminas no era otro que el de la procreación. Nada más lejos de la realidad, en Johnny Guitar Vienna (Joan Crawford)  ostenta un salón en medio de un baldío de Sedona (Arizona). Cuatro paredes bajo el sombrajo de una mole de arenisca, con el miedo de que de un momento a otro se precipite una gran roca sobre ese antro de desdichados, de gentes aferradas a un pasado tan sempiterno como la espera del futuro ferrocarril. Se trata de un salón que recuerda al de Tarantino en Los odiosos ocho (2015), donde sus visitantes se sientan por separado pero nadie bebe sólo. Un lugar idóneo para la gresca, pero esta vez la protagonizan dos mujeres que se disputan un hombre y un destino: el progreso o el stand by de aquellos vaqueros estoicos. “A un hombre le basta con un buen cigarrillo y una buena taza de café” decía el recién llegado Johnny Guitar como si de un Séneca se tratase.

En pleno ventisquero aparecía en el local este forastero para actuar de puente entre las tensiones. Procedente de Alburquerque, esconde un pasado turbio tras la fachada de un vaquero de Nashville, de esos que llevan la guitarra a las espaldas en lugar del rifle. Lo recibe Vienna, pelo corto, labios rojos, lazo turquesa al cuello pero con los pantalones puestos para trabajar y dar órdenes al personal de servicio. Un crupier amonestado se dirige al recién llegado: “Nunca vi a una mujer con más temple de hombre. Piensa como hombre, obra como hombre y a veces lo es más que nosotros”. Ese tipo de mujer era frecuente en el Oeste. En 1873 la socióloga Abba G. Woolston recogía algunas peculiaridades del talante femenino:  “Mientras trata al hombre como un inferior, la mujer americana se toma el trabajo de imitarlo en su forma de pensar, de hablar y de comportarse. La americana pone todo su empeño en ser un hombre, mientras desprecia a aquel del que quisiera ser la rival. Es como si un filósofo expresara su desdén por las serpientes pasándose la mayor parte de su tiempo aprendiendo a retorcerse” (Woman in American Society).

El cowboy mostraba un tímido respeto hacia mujeres y madres, e incluso una camaradería alegre hacia las “sacerdotisas del amor”, con quienes se casaban

También se reúne en el local la pequeña Emma (Mercedes McCambridge) y su séquito masculino. Como cowgirl defiende a su “ganado” y acusa a Vienna no solo de todos los males ocurridos, sino también de los que ocurrirán cuando llegue el ansiado ferrocarril. La hostelera lo espera como agua de mayo para su negocio. Un negocio donde la ruleta no deja de girar pero nadie apuesta, porque sus visitantes ya están enganchados a sus heroínas. El ferrocarril, el caballo de hierro, como así lo llamaba el novelista Zane Grey, es en la cinta un dinamizador social que pretende acabar con ese mundo preservado por la aridez: “Vendrán gente del Este […] Nos echarán a todos. ¿Es esto lo que esperáis? Os queréis comportar como si yo fuese una señora, y vosotros como distinguidos caballeros. Os conviene despertar antes de que encontréis a vuestras mujeres e hijos encerrados entre las alambradas de espino de las granjas”, advertía Emma Small.

Emma vaticinó el cambio. La llegada de los yanquis acabaría con una sociedad predominantemente individualista y libre, que no aceptaba las reglas promulgadas por una minoría fanática muy ocupada en aparentar una moral cristiana y ética. El ranchero Henry Z. McNabe hablaba sobre ese peligro ya asentado en el Oeste hacia 1887, en una carta a su colega Mike L. Landon: “No puedo hacer nada; allá donde busco un sentido a lo que pasa, solo descubro contradicciones entre las gentes bien pensantes, sean del campo o de la ciudad… Las gentes en las que pienso tienen ya un pie en el cielo y una moral severa; pero […] si una madre trae al mundo un hijo sin padre, lo cual ocurre increíblemente a menudo, será tratada por la sociedad peor que un criminal que ha matado. ¿Acaso por eso hablan tanto de pecado y de condenación? ¿Por qué son peores que los otros? Meten a los hijos en orfelinatos que son peores que cárceles, y a las madres no les dejan otra elección que el burdel.”

Desde siempre los censores toman sus propias frustraciones como medida de sus críticas contra contemporáneos menos desgraciados. Y otra cosa no, pero la felicidad del vaquero de las gentes que habitaban las tierras del ganado, pese a sus dificultades, sólo son comparables con la de los habitantes de las islas del Sur. Quizás sea por sus solitarias cabalgadas en busca de pastos y abrevaderos, que el cowboy estaba señalado por un tímido respeto hacia mujeres y madres, e incluso por una camaradería alegre hacia las “sacerdotisas del amor” con quienes normalmente se casaban. El puritano yanqui sufría la convicción de que la mujer, en tanto que ser sexuado, era el origen de todos los males, por lo que acababa entrando a los burdeles de noche y por la puerta de atrás. El cine y la televisión han sustituido este tipo histórico con un producto que corresponde a esa norma puritana. Johnny Guitar viene a romper con todo eso.