Anna Karina y Jean Seberg, las musas de la 'nouvelle vague' / FARRUQO

Anna Karina y Jean Seberg, las musas de la 'nouvelle vague' / FARRUQO

Cine & Teatro

Las dos almas de la ‘Nouvelle Vague’

La reciente muerte de Anna Karina, musa de Jean Luc Godard, se cruza en el recuerdo con la figura de Jean Seberg. Ambas fueron dos iconos de la historia del cine

17 enero, 2020 00:00

Cuando el cine era una vida paralela de solitarios en salas de proyección, Dreyer diseñó una imagen de Juana de Arco, que un día encarnó Anna Karina, dirigida por Jean-Luc Godard. Fue una escena única, un juego de espejos en el que el personaje de Anna llora al contemplar en una sala de cine las lágrimas de Juana de Arco. Por su parte, Otto Preminger pensó en la versión teatral de George Bernard Shaw que acabaría interpretando Jean Seberg, puesta en el lugar de Juana, la efigie de una doncella capaz de desafiar al mundo por su relación personal con Dios, rechazando el papel de la Iglesia oficial. Karina era bella frente a Seberg, una garçonner de pelo corto y ojos irresistibles. La primera captaba los focos del mundo y la segunda apagaba la luz con su mirada; eran el balcón y la puerta de salida; el deseo y el vértigo; la amistad y la pasión; la redención y el infierno; la compasión y el duelo; la entrega y la negación. También fueron la ingenua sexy frente al alma ambulante; la complicidad frente a la rebelión; la revolución frente al impulso levantisco; Sartre frente a Guy Debord; Alain Krivine frente al altar dadaísta.

Dos Juanas de Arco en una sola, en un tiempo de mudanzas en el que el cine señoreaba a la novela escrita como género narrativo; unos años en los que las grandes productoras quisieron acallar a los directores y cortar las alas de actores y actrices, como Karina y Seberg, capaces de reinventarse en cada nuevo desafío. Después de dos guerras mundiales, la idea de Europa se abría paso al fin, gracias al liderazgo de sus pioneros, Robert Schuman, Konrad Adenauer o Joseph Bech. En el mundo cultural, el cine llevó la iniciativa con el neorrealismo italiano y el liderazgo de Francia, que ganó a Hollywood en la batalla del cine de autor. Por un corto espacio de tiempo, la creación soportó con éxito los embates de la industria de masas.

La desaparición de la actriz Anna Karina, la llamada musa de la Nouvelle Vague, sorprendió a muchos el pasado diciembre; especialmente a los que todavía recuerdan a la joven protagonista de La religiosa, una adaptación de Jacques Rivette de la novela de Denis Diderot sobre la vida difícil de una novicia del siglo XVIII, sometida a todo tipo de vejaciones. La Francia católica nunca desfallece y en aquella ocasión empezó su eco resentido por la beata esposa de Charles de Gaulle, al frente de los que denunciaron la película por blasfema y consiguieron secuestrar la cinta durante un tiempo. Ocurrió en 1966, con los adoquines de París todavía incólumes. El esposo de  Karina, Jean-Luc Godard, estandarte de la Nouvelle, –la generación de Truffaut, Chabrol o Rohmer– envió una carta pública de queja al ministro de Cultura, André Malraux, y solo entonces la república laicista reaccionó; finalmente, el estreno de La religiosa fue un éxito clamoroso de público. En el affaire habían entrado en colusión la esposa pía del General, la letra de Diderot –símbolo de la Ilustración– y el resistente Malraux, ex jefe de la brigada del aire republicana en la Guerra Civil española, resumida en la película Sierra de Teruel (1939).

Karina conoció a Godard cuando él no era todavía el obsesivo mujeriego que rozó la misoginia, una enfermedad curable. Se casaron en 1961, tras rodar Le petit soldat, una narración light sobre la guerra de Argelia, que estuvo secuestrada sin motivo por las autoridades francesas, y que mostró una intensidad inferior a La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo, referente de la represión colonial. A lo largo de su carrera, Karina trabajó con los mejores; nunca le faltaron grandes cineastas: Agnès Varda (Cléo de 5 a 7), Visconti (El extranjero), Volker Schlöndorff (Michael Kohlhaas), George Cukor (una adaptación frustrada del Cuarteto de Alejandría de Durrell), Tony Richardson (Laughter in the Dark) o Fassbinder (Ruleta china). Mucho antes de esta madurez, se apartó de Godard, cuando apareció la segunda pareja del realizador francés, Anne Wiazemsky. 

Mientras duró el secuestro de Le petit soldat, Godard y Karina rodaron Vivir su vida donde se alternaban los primeros planos de Karina en la mítica secuencia comentada de la Juana de Arco de Dreyer. Así, la jovencísima actriz, en aquel llanto por las lágrimas de Juana, se consagró como los ojos de la vanguardia poética del celuloide. Otra joven de su edad, la Seberg, americana nacida en Iowa, se paseaba aquellos días por las afueras de París con Jean Paul Belmondo en À bout de souffle (Al final de la escapada), dirigida también por Godard.

La Seberg encarnó, desde el primer momento, a la mujer libre de ataduras, la cazadora solitaria, la rebelde de causas insondables ancladas en el inconsciente. Fue el anticipo de Dominique Sanda en Noveccento (Bernardo Bertoluci), una Vanesa Redgrave en Julia, pero dotada de un genio implacable y autodestructivo. Por su parte, Karina –había cambiado su nombre, Hanne Karin, por el de Karina, como homenaje a la Karenina de Tolstói- secundó a la americana en Pierrot le fou, también de Godard, con el protagonismo descollante pero soso de Belmondo y la pregunta de Anna en el último plano de la cinta: “¿Qué puedo hacer?” Seberg y Karina volvían a cruzarse, esta vez a través de Belmondo. 

El París de los neones y el plástico se quedó atrapado ante la vieja estampa del sabio maduro y la joven diosa: Seberg y su marido, el novelista y diplomático de origen lituano, Romain Gary (pseudónimo de Iván Gravet); ambos atravesaron una década de dardos, pasión, rupturas y desamor. Él, transfigurando realidades, gracias a una ficción a la que hoy llamaríamos autoficción; ella, en el límite de una enajenación poética sin amarras, encerrada en obsesiones recurrentes y lunáticas. 

El novelista mexicano, Carlos Fuentes, cayó rendido a sus pies; tanto, que muchos años después, le dedicó a la Seberg su Diana o la cazadora solitaria (Alfaguara), un libro sexualmente incandescente y hasta un poco cursi por la autocomplacencia de las escenas de cama o cañaveral. Fuentes no fue a más; al fin y al cabo, había llegado del país en el que los manteles olían a pólvora, como cuenta Octavio Paz al relatar los almuerzos con su padre, Paz Solórzano, intendente y negociador de Emiliano Zapata. 

La pátina de Seberg en los sesenta la convenció de apoyar las causas perdidas, como los Panteras Negras norteamericanos; entabló amistad con Eick Cliver y Ángela Davis, la militante negra más buscada por el FBI, –por el caso de los Hermanos Soledad– hoy profesora universitaria. Los Panteras de Malcom X habían tomaron la capital de Francia como ruta de paso, camino de Marrakesh, la ciudad hipnótica, que acogió a Juan Goytisolo. Seberg alternó sus compromisos con el hippismo, marcado por el viaje del ácido lisérgico. Seberg no fue exactamente una actriz, pero tenía el don de la personalidad múltiple, como se vio en Lágrimas negras, la película de Fernando Bauluz en la que Ariadna Gil se aproxima a la actriz mentalmente destrozada. Seberg optó por hacerse a sí misma como una página irresistible y aniquiladora del destino; eligió vivir en el alambre de un naufragio permanente. Levantisca por dentro y arisca por fuera, pensó acaso olvidarse de la calle, de las fábricas y de las aulas, para dedicar su esfuerzo a explorar los paraísos e infiernos que habitan en nuestro interior. Generosa, al fin.

Román Gary se suicidó en París en 1980. Seberg lo había precedido un año antes en extrañas circunstancias. Apareció muerta en un Renault, envuelta en un poncho, con el cuerpo abrasado por quemaduras de cigarrillo. Había empezado a comer alimentos para mascotas e intensificado su familiaridad con la causa de los débiles; en sus últimos días incrementó su amistad con el novelista James Baldwin, el escritor de serie negra que identificaba sin conocerlas las calles de Nueva York; otro enigma. 

Para Baldwin, el Harlem su escenario mental permanente, solo existía en los mapas urbanos y de alguna parte desconocida de sí mismo sacó que “todas las personas negras en América han nacido en Beale Street”. Ahora, la desaparición de Anna Karina pone todo el acento del recuerdo sobre la espalda de Godard. En su década nonagenaria, el director francés de origen suizo sigue dispuesto a reinventar el cine. Su última película, El libro de imágenes, fue presentada en el Festival de Rotterdam, de cine experimental. Las proyecciones no tienen lugar en una sala de cine convencional, sino en una habitación del Hotel Atlanta, uno el centro de la ciudad báltica.

Aquel cine de solitarios en las salas de proyección ha sido destruido por el mundo digital. Todos somos directores a los mandos de portátiles. El tiempo de Godard no regresará. Su memoria habla de dos mujeres, Karina y Seberg, casi contrarias. Dos caminantes en el valle de la experimentación; trabajada la una (Karina) e introspectiva la otra (Seberg), dos acentos más propios del Actor´s Studio neoyorquino que de la Sorbona. Concomitantes pero distintas; las dos almas de la Nouvelle Vague.