Léaud, Lebrun y Lafont en un fotograma de 'La mama y la puta'

Léaud, Lebrun y Lafont en un fotograma de 'La mama y la puta'

Cine & Teatro

Jean Eustache: el cine como sismógrafo

El Festival de Cannes estrenó la copia restaurada de la mítica ‘La mamá y la puta’, la obra más exitosa del cineasta francés, un autor fundamental pero de difícil encaje en la cultura oficial

19 junio, 2022 22:00

En cierta medida, La mamá y la puta (1973) ya estaba restaurada, el blanco y negro de aquel París de clausura y aquellos vampiros parlanchines ya se reflejaba en las copias más cuidadas del El principio del amor (1993) y Los amantes regulares (2005) de Philippe Garrel, las grandes herederas espirituales de este monumento nunca superado. La manía contemporánea de limpiar digitalmente las copias analógicas y manipular de paso algunos parámetros para adecuarlos a los gustos actuales ya resulta una maldición inevitable, pero en el caso de Jean Eustache, al menos, va a permitir ver las películas, que circulen de nuevo con dignidad una vez que su hijo Boris, finalmente, ha decidido abandonar la postura intransigente del heredero caprichoso.

Aun así, no parece que haya nada nuevo que ver en una deslumbrante copia de La mamá y la puta que no estuviera ya en aquellos vídeos marchitos que circulaban de contrabando hace más de dos décadas en España, antes de que algunas ediciones internacionales en DVD la pusieran al alcance de todo cinéfilo mínimamente interesado. Si acaso se verá todo lo que el cine ha perdido desde que se filmara la película, y puede que este inédito suplemento de necrofilia estética y cultural sea lo que este tiempo de espera ha añadido a un título ya de por sí vinculado a la desaparición: al destino trágico del cineasta, a la defunción de la modernidad cinematográfica.

Jean Eustache y Jean Pierre Léaud en el rodaje de La mamá y la puta

Jean Eustache y Jean Pierre Léaud en el rodaje de La mamá y la puta

Aumenta así la gravedad. Si Alain Philippon, uno de sus mejores exégetas y crítico deslumbrante, argumentara, a principios de los ochenta, a favor de la necesidad de apartar el filtro con el que el suicidio de Eustache había teñido este legado, cuando el propio crítico, que compartiera sensibilidad con él, incluso fenotipo, y, especialmente, una semejante orfandad –la de cinéfilos orillados; cineastas sin cine que hacer y espectadores sin cine que ver–, se quitara también la vida a finales de los noventa, no había mucha duda sobre la adherencia de los acontecimientos externos de la vida en la obra hecha o comentada por aquellos para los que el cine es una necesidad, un lugar donde pasar el tiempo más que un conjunto de profesiones especializadas; un artesanado vibrante donde no tiene cabida el habitual catálogo de recetas.

En este sentido, a Philippon, que fue quien mejor supo referir las infecciones y el juego de espejos entre la realidad y la ficción que animan el núcleo del cine de Eustache y, especialmente, de La mamá y la puta, se le podría acompañar del Barthélemy Amengual de aquel fabuloso artículo largo de revelador título –‘Une vie recluse en cinéma ou L’échec de Jean Eustache’–, para completar el retrato perfecto del artista duplicado: tras una ruptura sentimental en la vida real, el cineasta prepara un exorcismo fílmico que lo coloca tras la cámara y frente a su réplica de ficción, ese Alexandre (Jean-Pierre Léaud) que vegeta entre las cenizas de Mayo del 68, anacrónico en su dandismo, a contracorriente en su Weltanschauung tradicionalista y nostálgica que escapa a borbotones en monólogos desaforados, pero egoísta en el infantil aprovechamiento de la nueva moral sexual que ha traído consigo la resaca revolucionaria; la que tensiona una como obligada promiscuidad.

No obstante, Alexandre no parece capaz de desembarazarse de las pasiones y los sentimientos de la posesión, sino añadir nuevas culpas y desencantos a los modelos de siempre, resumidos en el trío que establece entre las otras dos protagonistas, la maternal Marie (Bernardette Lafont) y la enigmática predispuesta Veronika (Françoise Lebrun). Y será desde ese afuera, y con estos materiales tan personales e intransferibles, que Eustache desarrollará su arte, que poco tiene que ver con los habituales desgarros de los cineastas del yo.

Más bien se trata del establecimiento de una distancia exacta, como si la transfusión de trazos de sus vivencias, personalidad y opiniones al alter ego en la ficción descargara y afinara su melancolía creativa, que se ciñe aquí, como antes (Número zéro, 1971) y, especialmente, después (Mes petites amoureuses, 1974, y Une sale histoire, 1977), a una exquisita actividad autorreflexiva, a un pensamiento de las estructuras, materiales y dispositivos del cine que no empeña en el trance ni belleza ni emoción, como sí ocurre en la mayoría de vocaciones experimentales.

Eustache

Amengual, que reflexionaría como nadie sobre este particular realismo eustacheano donde el en sí de lo real quedaba puesto en inédita perspectiva, como si lo primitivo y lo moderno renovaran votos nupciales (reunir a Lumière con Straub, a Renoir o a Rouch con Bresson), lo resumió de esta manera: “una modernidad sin los signos de la modernidad”. Como se comentó en no pocos lugares y, además, cita explícitamente el propio Alexandre, lo que aquí se filtra del Murnau de Amanecer o Nosferatu no tiene que ver ya con la ludoteca metadiscursiva que alentaron los jóvenes turcos una década antes, sino con un deseo de lo antiguo, de lo extinto –una manera de encuadrar, una forma en que los cuerpos habitan los planos, de iluminar éstos o fundirlos con otros– que llega, tal y como escribiera Agamben, como los últimos haces de luz interna de las estrellas desaparecidas, para reunirse tácitamente con el presente, para sellar un misterioso pacto de contemporaneidad entre lo viejo y lo nuevo.

Como supiera ver Serge Daney en uno de los mejores obituarios jamás escritos, el que dedicara al cineasta, Eustache trascendía el proceder de los buenos cineastas (que se contentan con colocar un espejo frente a la realidad), para alcanzar el estatuto de los más grandes, los que actúan respecto de su tiempo, más bien, como la aguja de un sismógrafo. Sin embargo, tras la tan esperada copia restaurada, más que renovar la admiración por el regusto clásico de muchos momentos visualmente inolvidables de La mamá y la puta, con, a la cabeza, la disposición dreyeriana (pues el plano es ciertamente digno del autor de La pasión de Juana de Arco) con la que se registra el famoso último parlamento de Veronika, habría que asumir que, en el fondo, en Eustache se trataba de escuchar las palabras y, en especial, claro, de filmarlas.

Françoise Lebrun en una escena de la película de Eustache

Françoise Lebrun en una escena de la película de Eustache

Aquella “modernidad sin sus signos” se refería justamente a eso, a la renovación de un cine de la estilización literaria –que tiene nobles precedentes, como los de Pagnol y, sobre todo, Guitry, y descendientes, como Duras, sin salir de Francia– con el que el cineasta, junto al orgullo del rebelde, blandía un reconocimiento, el de que el principal fracaso del aparato Lumière había sido su incapacidad final para mostrar el mundo. Eustache, antes que por sus mayores de la Nouvelle Vague –Truffaut, Godard, Rivette–, que intuyeron en Léaud un cuerpo insólito que podría encarnar una corporalidad renovada, parece interesarse aquí por su condición de médium, algo portavoz, algo ventrílocuo, desde el que imitar voces.

Así, antes que a cualquier otro compañero de oficio, Amengual escucha aquí a Proust –Alexandre hojea la Recherche y sus jornadas de asfalto comienzan con la separación de Gilberte (Isabelle Weingarten)–, a quien de paso se le refuta la ceguera ante el cine, pues mediante el registro de la palabra se puede convocar el pasado sin necesidad de mostrarlo, como off, ya perforadas las apariencias, o vislumbrándolo en imágenes sin norte fijo, bajo la potente ambigüedad de lo falso. También a Beckett, pues de restos, de trazos prestados, de un bricolaje angustioso y desesperado –eso sí, no exento de humor– se encuentran armadas las peroratas de estas sombras del 68.

Como luego explicitara en su película más radical –al menos la más fecunda conceptualmente–, Une sale historie, donde documento y ficción conforman las dos partes entrelazadas de un díptico que, al modo de las series del pop-art (el gran hallazgo de Amengual a la hora de encarar la práctica desdobladora, su trabajo de bisagra, de Eustache), cuenta la misma “sucia historia” (la de un visitante ocasional que deviene en una nueva clase de perverso voyeur en un bar, al acceder a una hendidura a ras de suelo desde la que obtiene una imagen directa y recortada de los genitales de las clientas), Eustache ya adelantaba en La mamá y la puta, su primer y único éxito, que todo se puede reducir al sexo y al ojo.

De ahí el escándalo que aún se mantiene. Y que en esta ecuación, además, no hay manera de que los géneros coincidan, de que los sexos se entiendan. El cine comparte características con ese inmundo agujero desde el que todo se ve distinto, desde otra perspectiva, pero, como en aquella alegórica cafetería, la noticia ya sólo parece circular entre un puñado de desgraciados que, por turnos y entre restos de orina, pegan la cabeza al suelo para conocer el origen desde dentro, no desde las apariencias externas (y es que una fachada imponente puede contener un interior abyecto, y a la inversa). Nadie mejor que Eustache caló a su especie, los cinéfilos más huérfanos; también a los cineastas que desarrollaron una ética auténtica, irredenta, sacrificada, para mejor enfrentarse, estéticamente, con el deseo, con la belleza.