La India de Marguerite Duras
La restauración de ‘India Song’, la revolucionaria película dirigida por la escritora francesa, permite apreciar el denso dispositivo formal de su obra cinematográfica
8 julio, 2020 00:00Como recoge y desarrolla uno de los artículos de los flamantes nuevos Cahiers du cinéma –con dos compatriotas, Marcos Uzal y Fernando Ganzo, a los mandos– el confinamiento, además de reconciliarnos con filmotecas e instituciones museísticas –cuya función pública de conservación, salvaguarda y difusión parecía dormitar a la espera del virus–, ha excitado el contrabando cinéfilo, la súbita aparición de rarezas y, especialmente, de magníficas restauraciones de películas importantes ante cuyas imágenes y sonidos sentimos que nos ponemos como por primera vez.
Ha sido éste el caso de India Song (1975) de Marguerite Duras, que ahora circula de nuevo, más majestuosa y misteriosa que nunca, gracias al rescate del grano de sus imágenes y voces llevado a cabo bajo la supervisión de su por entonces inexperto operador, Bruno Nuytten, aquel que cuando rodara junto a la famosa escritora la radical coda al monumento indio –un año después, en 1976, Son nom de Venice dans Calcutta désert– temía justo aquello que secretamente deseaba Duras: que no se viese nada, que el umbral de la luz no compareciera y la negritud se comiese el fotograma. El joven Nuytten siempre se reconocería deudor del secreto magisterio de aquella vieja dama, quien lo iniciara en las cosas que no se sabe que pueden hacerse. Como luego le gustó repetir al ya veterano profesional: así de rápido pueden olvidarse cinco años de estudios de fotografía y cine.
Seyrig y Duras en el rodaje de India Song
Como reconoce Maurice Darmon –gran especialista, editor y autor de cinco libritos esenciales que repasan la obra cinematográfica de Duras–, la escritora encontró lo que anhelaba en el cine a partir de la así denominada trilogía de Anne-Marie Stretter (La femme du Gange, India Song, Son nom de Venice dans Calcutta désert), no otra cosa que la posibilidad de un verdadero relevo a su trabajo literario. Un reemplazo que, en quien firmara Détruire, dit elle (1969), pasaba justo por eso, por un borrado, por la provechosa concatenación de destrucciones. Nos referimos a un activo y negligente rastreo de límites –coqueteos peligrosos con el afuera– en busca de un estado de intensidad continuado al borde de la quiebra.
Si para Duras sus libros El arrebato de Lol V. Stein (1964) y El vicecónsul (1965) habían iniciado una conjura contra la literatura, el exorcismo completo llegaba con esta trilogía en celuloide que aniquilaba definitivamente las más asentadas nociones de representación y proyección afectiva. Un cine con el que destruir su literatura y, con el mismo impulso, aquellas convenciones fílmicas a las que todavía se agarraban sus primeros pasos en la dirección. Más tarde –la desembocadura en el último desierto, en la noche más oscura, El hombre atlántico (1981)–, desangrado el cine, resucitaría la escritura, aquel éxito, El amante (1984), que abrazaría con el júbilo de una niña pequeña.
Anne-Marie Stretter, inspirada en aquella esposa real del embajador francés en Vinh Long que revelara a la pequeña Duras la plausibilidad de una ambigüedad constitutiva –la madre atenta y abnegada en el mismo cuerpo que la seductora fatal por la que los hombres llegaban hasta el suicidio– era un simple nombre de pasada en La femme du Gange (1974), pero en esta película la forma ya quedaba presa de ese espíritu de antítesis que parecía reformular estéticamente los riesgos del acercamiento entre contrarios: por un lado el film de las imágenes, por otro el film de las voces, sin que ni unas ni otras establecieran un contacto directo o simplemente sugerido, muy lejos de las relaciones de jerarquía y subordinación entre lo que se ve y lo que se escucha que suelen caracterizar a las películas.
Fue mediante esta disyunción entre bandas, mediante un off sonoro que ya no activaba en el espectador la convención del espacio-tiempo circundante a la escena y un in visual que se demostraba suspendido como engranaje gramatical (más una suma de visiones rodeada de voces náufragas que la recreación de una enunciación ordenadora), que Duras halló la manera de revivir a Stretter, es decir, de convocarla sin caer en lo que más odiaba, el pecado de la reconstrucción.
Marguerite Duras y Bruno Nuytten en el rodaje de I
Del entrenamiento en esta fragilidad nace la arrolladora potencia de India Song, su belleza incólume, su filo cortante. Se trataba de convocar un par de días en una extraña e inexplicada (imposible, en el fondo) historia de amor acaecida durante los años treinta en una ciudad superpoblada a orillas del Ganges, un momento de fijeza, culminante, donde entre un puñado de personajes secundarios que asisten a una recepción y baile se cruzan los protagonistas, Anne-Marie Stretter, la esposa adúltera y prostituida del embajador francés, y un vicecónsul, hombre impotente y desesperado que se ahoga en gritos, ambos recortados de un fondo igualmente paralizado, una Calcuta azotada por el monzón y acuciada por el hambre y la lepra.
Duras, nada lejos en esto, por ejemplo, de Claude Lanzmann –ya Deleuze en sus libros de cine los alineó, siguiendo a Alois Riegl, entre los que espiritualizaban la naturaleza, entre los perforadores que hacían sentir lo invisible e inaudible–, ni de Proust –la memoria como gajo de la fruta del olvido–, asedia lo irrepresentable a partir de una película que hace gala de esa especial relación que instauran imágenes y sonidos cuando no coinciden. Así, India Song, film al 80% sordo y ciego, como propuso calificarlo la cineasta, puso en no-relación un grupo de voces (de la famosa y eterna mendiga a otras que, sin saberse escuchadas, recuperan, entre burlas y veras, retales de lo que pasó o pudo haber tenido lugar; una historia que ninguna recuerda del todo pero tampoco olvidó por completo, como resume Darmon) con una débil concatenación de momentos visuales que no ocultan su condición de remedos fantasmales, de cuencos o cáscaras que soportan una última mirada antes de desaparecer para siempre.
De manera que sólo cabe farfullar sobre lo inasible de India Song, que nos deja al albur, en tierra de nadie, entre imágenes camino de un ocaso definitivo y rumores que igual celebran la rememoración que la confusión, todo envuelto en el magma musical –cortesía de Carlos d’Alessio, blues, tango y foxtrot que actúan aquí como aquella sonata de Vinteuil, como banda sonora que se inmiscuye, que atraviesa y se adhiere al recuerdo fallido y doloroso– que aproxima la película a la categoría del trance sensorial y visionario. El perturbador trabajo cromático –ahora tan vívido tras la restauración–, aquella monocromía en color a la que se refiriera Duras y que Nuytten tradujo en una adaptación en movimiento del concepto e implicaciones de la naturaleza muerta, un color desposeído de su potencial incitación al consumo, redundaba en la experimentación literaria –en esa literatura por otros medios– que Duras persiguiera en el cine cuando se supo capaz de lanzarse a tamaña aventura.
Fue así que puso fin a una escritura y relanzó otra que, sobre la imagen, revitalizara su dominio. Y hay que entender su particular iconoclastia, la tendencia al negro, el flirteo con lo neutro, como la estrategia seguida con el objetivo de reanimar el poder de la palabra para dar a ver, un gesto demiúrgico y mágico mediante el que los nombres, como reinventados por la sonoridad, creaban un auténtico mundo paralelo, y convertían el Hotel d’Pomereu o el Castillo Rothschild en una embajada europea de la India, como si cualquier lugar pudiera transformarse en Calcuta con sólo conocer y saber decir el encantamiento, esa inconfundible musiquita con la que Duras supo siempre pronunciar los componentes de su universo.
Duras celebra aquí el nacimiento de mundos paralelos, donde Delphine Seyrig y Michael Lonsdale se saben, a la vez, algo menos y algo más que Anne-Marie Stretter y el vicecónsul de Lahore; a saber, nunca dobles de ficción que pretendan representar, hacerse pasar por las fecundas instancias que la cineasta imaginara a partir de sus vivencias, pero sí apariciones, espectros, que pueden llegar a revalorizarlas, convertidas ya en manchas de color –pinceladas, como señala Darmon, propias de un Rothko o un Nicolas de Staël–, en intuiciones plásticas mecidas por la voz que relata, esa que René Payant colocara del lado de la madre: color, calor y timbre, afectividad antes que transmisión de significados.
En un territorio tan velado, a un paso de la ceguera y la sordera, lo poco que se ve y lo poco que se escucha aspiran a ser fuente de conmoción. Algo que traspasa. En Son nom de Venice dans Calcutta désert –título que ya resumía, en cierta medida, la peripecia de India Song, donde el vicecónsul gritaba el nombre de soltera de Stretter, Guardi, en la noche desolada– Duras expulsaba al actor-médium y colocaba la banda de audio de la película de 1975 sobre nuevas imágenes que reduplicaban la sensación de decadencia y podredumbre.
Los interiores vedados, en peligro de derrumbe, del Castillo Rothschild, aquella fortaleza maldita donde Goering residiera durante la Ocupación, devenían en otra Calcuta, otra ciudad acorralada por el exterminio, un espejo donde una destrucción superficial reflejaba otra, invisible, inaudible, más profunda, que se extraía con fórceps como al bebé que se niega a abandonar el útero materno. Ante esto cabe recordar que Duras nació al cine junto a Alain Resnais, imaginando un pasadizo secreto entre Nevers e Hiroshima, y que en India Song, con la misma protagonista, Delphine Seyrig, superaba en riesgo e implicaciones a quien en El año pasado en Marienbad –con Robbe-Grillet en aquella ocasión– conformara el laberinto de la memoria como un vistoso juego para iniciados.
Las películas de Duras nos convencen de que el vértigo del cineasta nunca se produce ante la página en blanco, sino ante una llena, repleta: ¿cómo vaciar lo real, cómo quitar cosas? Ahí su dilema. Duras lo entendió como casi nadie, y en su cine, como recordara Nuytten, se empleó como una pionera que lo reinventa, que lo descubre sin cautelas ni reverencias. En su escena primigenia, despoblada, la palabra, que ya no prenden unos labios, vuela, avanza, pero sin progresar, renombrando el espacio como estrategia para acometer los abismos del tiempo.