El buen patrón de León de Aranoa
El director vuelve a la denuncia social con ‘El buen patrón’, una fábula agridulce sobre el abuso de poder en el ámbito laboral protagonizada por Javier Bardem
4 noviembre, 2021 00:10Cuando en 1895, los hermanos Auguste Marie y Louis Jean Lumière decidieron filmar la salida de sus –el posesivo no es opcional– trabajadores de la fábrica familiar no sabían que estaban inaugurando el arte de la cinematografía con un género polémico. La primera película de la historia, Salida de la fábrica Lumière, ya iluminaba sobre el precario equilibrio de las relaciones laborales en el mundo del cine. Ya era –aún sin saberlo– cine social. Aunque los propios Lumière declararon que el cinematógrafo estaba destinado a ser una invención sin futuro, la verdad fue que, tras las primeras exhibiciones comerciales, comprobaron que su éxito no iba a tener límites. En consecuencia, los visitantes de la ciudad de Lyon todavía pueden visitar la Rue del Premier Film y conocer el lugar original de aquellas películas, reconvertido actualmente en la sede del Instituto Lumière.
Y sucede que, pese su éxito e importancia, no sabemos casi nada de las condiciones materiales de la filmación de aquella primera película ni de la vida de sus protagonistas. No hay declaraciones de los trabajadores. No disponemos de testimonios que nos hablen de si afrontaban aquellos pequeños rodajes con ánimo lúdico o espoleados por la disciplina de sus responsables. No hay constancia de que cobraran por las horas extras. Sabemos, eso sí, que de esa primera película ya se hicieron por los menos un par de remakes –añadiendo un coche de caballos para hacer más espectacular la salida– que dejaban claro que aquello tenía más que ver con la ficción que con el documental, o mejor dicho, que todo documental también contiene una ficción.
Es curioso comprobar cómo ese molde primigenio –los patrones tras la producción, el guión y la dirección– ha marcado la manera de filmar toda la historia del cine, sobre todo en el llamado social. Los mismos costes de producción y exhibición suelem provocar que –¿irónicamente?– los que enuncian las calamidades, desvelos y deseos de la clase trabajadora casi nunca pertenezcan a ella. ¿O no es solo eso? Por dejarlo claro, la mayoría de los directores neorrealistas eran de clase alta, a lo sumo clase media-acomodada. Por no hablar de los personajes de la gauche divine o la movida madrileña.
¿Era la mala conciencia de clase la que los llevaba a abordar esas temáticas? ¿El postureo? Algo de todo esto cambió tras la Transición, con Pedro Almodóvar y en los años noventa con Bayona o Amenábar, entre otros cineastas. Pero es verdad que esos directores no pueden circunscribirse al cine comprometido, y suelen optar más por el melodrama, el thriller o la comedia. En la actualidad, aun con la supuesta democratización de los medios técnicos de filmación, es difícil encontrar –aunque hay valiosas excepciones– cine social producido, escrito y producido desde los márgenes o la clase trabajadora. Tal vez los frutos de esa producción se encuentren en las capas freáticas más profundas de Youtube o TikTok, pero no dan el salto a la respetabilidad de la gran pantalla.
El caso de Fernando León de Aranoa y su nueva película El buen patrón nos sirve para reflexionar sobre estos condicionantes. A saber, ¿es posible que el cine comercial enuncie los problemas de las relaciones laborales? ¿Puede un señor de clase media acomodada escribir y dirigir una película producida por una gran empresa denunciar los desmanes del poder con sus trabajadores? La respuesta –más allá de posiciones esencialistas– es que sí. Las obras no se hacen con la biografía de sus autores, sino que se enuncian a sí mismas. Las bondades o pecados de su trama se deben al acierto o no de su realización práctica, no al lugar de origen o a la identidad de quien la rueda.
Es pertinente reconocer que El buen patrón no es la obra maestra que algunos medios proclaman. Pero tampoco se trata de la coda inane y heteropatriarcal que otros denuncian. La película, una comedia que se va ennegreciendo, a la manera de Azcona, es la crónica de un cuñado ilustrado con demasiado poder. El retrato –maravilla el trabajo de Javier Bardem y cómo toda la película se sustenta en él– de un jefe de una empresa media que a veces parece una versión provinciana de Florentino Pérez y otras un Gil y Gil de bolsillo, con su añejo carisma que huele a Varón Dandy y sus aforismos de cuñado ilustrado. Una fábula agridulce y en ocasiones demasiado simbólica –el abuso de la báscula como metáfora– con una moraleja terrible y valiosa: todo el mundo corre el peligro de abusar de su parcela de poder.
Es decir, León de Aranoa no endulza a los supuestos explotados, son tan egoístas y mezquinos como su propio jefe. Solo la diferencia de rango hace que su abuso sea menor. En su haber está, ya lo hemos dicho, la reseñable dirección de actores y la magnífica banda sonora de Zeltia Montes. En su debe, una visión demasiado antigua del rol de la mujer en el mundo laboral. Pese a que el universo machista de Blanco tal vez los justifica es verdad que los personajes femeninos están demasiado desdibujados en sus intenciones para una obra que se pretende contemporánea.
La película –que hemos visto en una sala llena de espectadores– funciona entre la audiencia como un tiro. Es el suyo un cine que trata lo social desde un respeto escrupuloso de la tradición fílmica. Un cine que trata lo revolucionario desde la forma clásica, a la manera del mejor Ken Loach. La trama puede ser comprendida de manera sencilla y la denuncia resulta reconocible para el público generalista. Los personajes son parcialmente estereotipos –como en toda comedia– pero todos guardan un as en la manga, un girito, una réplica oportuna que los hacen superar la caricatura. Lo cotidiano en lo laboral es radiografiado con énfasis y gracejo, entre el costumbrismo y la lírica.
La emotividad, siempre presente en la obra del director, acaba reforzando el conjunto. En definitiva, una película adusta, precisa, sin alardes visuales o grandes discursos, pero tremendamente efectiva y disfrutable, que dialoga con Familia (1996), el estreno en largo de Aranoa. Una comedia que une éxito popular y rigor, lejos de las nuevas españoladas de Santiago Segura, pero también de cualquier experimento vanguardista, atenta al espectador y a la caligrafía, que trata de recuperar el pulso del presente desde la honestidad y el buen hacer. El cine español necesita más películas como ésta.