Portada de un libro dedicado a la obra de Albert Serra

Portada de un libro dedicado a la obra de Albert Serra

Cine & Teatro

Albert Serra, agente provocador

El cineasta afincado en Francia, que estrena 'Pacifiction' tras pasar por el Festival de Cannes, desconcierta al público con obras concebidas como provocaciones en contra del espectador

31 agosto, 2022 20:45

Las películas de Albert Serra pueden desconcertar, aburrir, sacar de quicio o provocar perplejidad. Lo que es seguro es que no dejan indiferente, porque la suya es una de las propuestas cinematográficas más singulares, incluso radicales, que se han visto por aquí. ¿Es el director catalán un genio o un bluf? ¿Un talento insólito o un mero provocador? Quizá para entender su cine ayude empezar con su persona o personaje. No es algo baladí ni anecdótico. Serra se ha construido de forma muy consciente una fachada de dandy dadaísta, de enfant terrible faltón y pagado de sí mismo, que explota a la perfección en cada entrevista, ofreciendo en bandeja a los periodistas vistosos titulares. Aquí van algunos: “En el cine español soy el mejor, único”; “Al lado de mis películas, todas las demás son infantiles”; “Soy la Madre Teresa de Calcuta del cine español: doy mucho y recibo muy poco”; “No me gusta gustar, me siento más a gusto en la provocación”.

Vamos pues primero con el personaje. El estreno de Pacifiction en el pasado Festival de Cannes permitió asistir a su hábil estrategia promocional, que tiene siempre el aliciente de resultar divertida, porque se basa en descolocar al personal, sobre todo al sector biempensante. Su película no ganó ningún premio, pero él acaparó todos los titulares. ¿Cómo? Pues con una boutade genialoide: se comparó nada menos que con Tom Cruise, que estrenaba allí su nuevo Top Gun, y se dedicó a lanzarle piropos (¡a algún ferviente idólatra del cine de autor europeo, que Serra se vanagloria de representar, debieron cortocircuitarle las neuronas!)

¿En qué se basaba la comparación? En que Cruise y él comparten la misma lucha contra las pérfidas plataformas y por las salas de cine. Tan simplón como eficaz: descoloca al personal y de paso se sitúa a la misma altura que la superestrella de acción de Hollywood. Otro de sus hits: aquella entrevista en que se puso a explicar su admiración por Julio Iglesias. ¡Toma ya! El entrevistador esperaría que, al hablar de sus gustos musicales, dijera que es devoto de la Velvet Undergroud, Joy Division o algo por el estilo, pero no, él va y se pone a cantar las alabanzas a Julio Iglesias.

La estrategia no tiene un pelo de ingenua. Le da una visibilidad que para sí quisieran otros directores, underground, indie, o incluso mainstream. Para entender este juego –y también su cine–conviene fijarse en su biografía. Nacido en Banyoles, vino a Barcelona a estudiar, se licenció en Filología Hispánica y empezó Historia del Arte, que no concluyó. Después llega al cine como autodidacta, de modo que organiza sus rodajes y construye sus películas de forma nada ortodoxa, como un outsider, posición desde la que construye su obra. La literatura es un punto de partida en la mayoría de sus películas y su aproximación al cine tiene más que ver con las vanguardias plásticas y el funcionamiento del mundo del arte que con el del cine. No es casual que muchos de sus proyectos hayan tenido su origen o hayan derivado en instalaciones museísticas o para bienales. Esto explica en parte la perplejidad que pueden generar sus películas en el espectador medio.

Su figura pública está construida siguiendo las enseñanzas de los dos artistas que mejor entendieron y explotaron la construcción de un personaje, partiendo de la nada inocente idea de que el propio artista es su primera obra de arte. Hablamos de Dalí y Warhol. Las entrevistas del primero son un género literario en sí mismas y Warhol, menos dotado para las agudezas, se construyó la máscara impenetrable del entrevistado autista y monosilábico. Serra ha aprendido la lección de estos dos portentos del autobombo. ¿Estoy hablando de banalidades? Creo que no. Su actitud pública está conectada con su actitud como cineasta provocadoramente dadaísta. Su cine, como buena parte del arte vanguardista, está hecho contra el espectador, con la vocación de violentarlo, de incomodarlo y a partir de ahí –supuestamente, si la jugada sale bien– ofrecerle una experiencia rupturista o sublime.

Vamos, ahora sí, al cine de Albert Serra. Para entender su propuesta conviene empezar exponiendo sus intenciones y los mecanismos que utiliza para llevarlas a puerto. El punto de partida es la pregunta sobre el sentido de las imágenes en un mundo sobresaturado de ellas y la búsqueda de aquellas que sacudan al espectador frente a las que deglute como puro entretenimiento en el cine comercial. “Mi obsesión es crear imágenes únicas”. Los mecanismos que utiliza para hacerlo no son novedosos, pero, combinados en su coctelera, dan como resultado una estética muy identificable. En general parte de referentes literarios sofisticados (el Quijote, la Biblia, Casanova y Drácula, Sade, Goethe…)  o de ideas muy ambiciosas (la muerte ritual de un monarca, el combate entre el siglo de las Luces y el Romanticismo que lo va a sustituir, la lucha entre la Razón y el Libertinaje, o, en su película más reciente, el colonialismo y la destrucción ecológica). Sin embargo, los desarticula mediante diversos mecanismos disruptivos.

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Esta estrategia se puede ver con claridad en sus dos primeras películas, rodadas en blanco y negro: Honor de caballería (2006), que parte de El Quijote, y El cant del ocells (2008), que lo hace de la historia bíblica de los tres reyes magos de Oriente. La depuración de las imágenes, su austeridad y sencillez, el uso de actores no profesionales, la ausencia de decorados, podrían hacer pensar de entrada en el Pasolini de El evangelio según Mateo, pero Serra va por otros derroteros.

En estas dos películas su estrategia básica es priorizar los tiempos muertos –los huecos, los vacíos–, los momentos en que no sucede nada frente a los textos de partida. Otro de los mecanismos para provocar un cortocircuito entre el elevado punto de partida y lo que aparece en la pantalla lo desarrolla a través del uso de actores no profesionales. Pasolini tiró en ocasiones de ellos, o Robert Bresson, pero de nuevo Serra va por otros derroteros, que expone en dos libros a modo de diario de rodaje que dan cuenta más detallada del caos que le gusta generar sus rodajes: Apocalipsis Uuuuuuuaaaaaa de Jaume Pons Alorda, sobre la filmación de Historia de mi muerte, y La nit portuguesa de Gabriel Ventura sobre el rodaje de Liberté.

El cineasta no solo utiliza muchas veces actores no profesionales (uno de ellos, Lluis Carbó, su Quijote, había sido su profesor de tenis), sino que además juega a descolocarlos, al no dirigirlos en absoluto o darles instrucciones contradictorias, en un ejercicio performativo dadaísta que busca generar lo imprevisto, lo inusual, lo sorpresivo (Buñuel, aunque de forma más controlada, era también aficionado a descolocar a los actores para que no tiraran de trucos aprendidos y manidos). La última estratégica para vapulear al espectador es todo un clásico: el manejo del tiempo, alargando las escenas para generar morosidad, inacción, parsimonia. El espectador acostumbrado al fluir ágil de las imágenes narrativas convencionales, se incomoda y de este modo presta más atención (o bien, se levanta y se va, gesto que no creo que moleste en absoluto a Serra, ya que la provocación es parte de su juego). Esto tampoco es original, ha sido utilizado por muchos cineastas autorales desde Tarkovski y Bresson (que han reflexionado largo y tendido sobre el asunto) a Kiarostami, Béla Tarr y Apitchatpog Weerasethakul . O bien, si vamos al modelo vanguardista: aquellas películas de Warhol como Empire State o Sleep, que grababan durante horas un edificio o al poeta John Giorno durmiendo, en un ejemplo extremo de dilación del tiempo vacío, aunque en este caso no estaban concebidas para la sala de cine, sino para la sala de museo.

La vinculación de Serra con el mundo de las vanguardias artísticas queda reflejada en varias películas que son encargos de museos y se exhiben en ellos. Son sus propuestas más radicales y las que de forma más directa exploran el tema de la creación de las imágenes cinematográficas y nuestra relación con ellas. Els noms de Crist (2010) fue en su origen una serie de catorce episodios encargada por el MACBA para la muestra ¿Estáis listos para la televisión? (se puede ver en Filmin la versión en largometraje de tres horas). La película combina las hieráticas y tediosas conversaciones de varios personajes, incluido el propio Serra, alrededor de la búsqueda de financiación para un proyecto cinematográfico, con súbitos raptos sacros basados en textos de Fray Luis. Cine dentro del cine, o cine sobre las cansinas bambalinas que supone levantar una película.

En la misma línea, El senyor ha fet en mi maravelles (2011) formaba parte del proyecto Correspondencias fílmicas exhibido en el CCCB y creado a partir de una primera correspondencia filmada entre Erice y Kiarostami. Serra se carteó con el argentino Lisandro Alonso y, como no posee el don de la síntesis, su carta filmada dura casi dos horas y media (Lisandro, más comedido, respondió con una cartita de veintitrés minutos). El proyecto consiste en lo siguiente: Serra viaja a los escenarios del Quijote, al origen de Honor de caballería, con parte del equipo que rodó esa película y filma los tiempos muertos y diversas conversaciones de la preparación de otra supuesta película, de modo que se trata de una suerte de falso making of, de nuevo de cine dentro del cine, cine que muestra las entrañas del cine.

El trío de extravagancias lo completa Els tres porquets (2013) encargo de la Documenta de Kassel (el mismo año en que invitaron a Enrique Vila Matas, que escribió Kassel no invita a la lógica, uno de los libros más divertidos y estimulantes de su cada vez más ensimismada literatura). La película de Serra es un deliro monumental –según las fuentes dura 120 o 200 horas– centrado en tres iconos germánicos: Goethe en sus conversaciones con Eckermann, Hitler en sus diálogos privados y Fassbinder en sus entrevistas. No he encontrado el testimonio de ningún superviviente a la experiencia completa de varios días de proyección continuada.

Regresa a un cine que se exhibe en salas con Historia de la meva mort (2013), de nuevo con referentes literarios de alcurnia: nada menos que Casanova y el conde Drácula, como representantes de dos modos de vivir la pasión en el tránsito entre el racionalismo del Siglo de las Luces y el emergente romanticismo del XIX, representados cada uno por un mito literario (aunque Casanova fuera además un personaje real). El papel de Casanova lo interpreta el poeta Vicenç Altaió (que recientemente ha vuelto a las pantallas como uno de los figurantes de ese documento del ridículo final del procesismo que es la secuencia de la piscina de la Rahola con varios bañistas ilustres gritando “independencia”) y las andanzas del seductor discurren con una parsimonia extenuante y sin un hilo argumental claro, porque a Serra no le interesa narrar una historia sino poner en imágenes una serie de conceptos o ideas abstractas que se podrían resumir en Casanova versus Drácula, o Razón frente a Romanticismo.

El punto álgido de sus juegos histórico-literarios lo alcanza con La muerte de Luis XIV (2016), que es la película en la que las ambiciones intelectuales de partida y los resultados en pantalla se acompasan mejor. El proyecto se gestó también en el ámbito museístico, como encargo de una instalación para el Pompidou que finalmente no se realizó por problemas presupuestarios del museo. En ella explora de modo muy interesante la doble entidad de Luis XIV, su carácter simbólico de rey por designación divina y su carácter real de hombre mortal cuyo cuerpo se está pudriendo a causa de una gangrena que los ineptos médicos de palacio no solo no curan sino que empeoran con sus ideas de bombero.

Este juego ritual, de representación, de doble identidad –rey y mortal– está muy bien plasmado en la película, que sigue manejando los códigos habituales de Serra en cuanto a prolongación de los tiempos, diálogos singulares y situaciones absurdas. El gran cambio -de notoria relevancia- es que aquí el centro lo ocupa un actor profesional que es además mucho más que un actor, porque Jean-Pierre Léaud es historia viva del cine y su sola presencia evoca muchas cosas al espectador. Si el origen de la película fue museístico, el proyecto tuvo también una prolongación en este ámbito, mediante la instalación filmada Roi soleil, que se exhibió en varios espacios como la Galería Cadaqués y la Fundación Tapies de Barcelona.

La siguiente obra, Liberté (2019), no tiene un origen museístico sino escénico, en una pieza que Serra montó para la Volkbühne, templo de la vanguardia teatral berlinesa. Sin embargo, tuvo también una extensión museística: la instalación filmada Personalien, que recuerdo haber visto en el Reina Sofía. En contraste con La muerte de Luis XIV, Liberté es un fracaso, por la distancia que hay entre la ambición de la propuesta y lo soporífero de los resultados. Serra sigue con sus ambiciosísimos puntos de partida y el enfrentamiento entre dos polos opuestos como eje: en este caso los libertinos expulsados de la corte de Luis XVI que buscan refugio en Alemania y organizan una noche de lujuria y depravación sadiana en los bosques, que en realidad es algo bastante parecido a un cruising contemporáneo con pelucas de época y carrozas para el fornicio. Instintos frente a Razón, libertinaje frente a moral, perversiones frente a normas.

Las estrategias que despliega Serra son las mismas que en sus anteriores películas, solo que aquí no funcionan, acaso porque en un mundo invadido por la pornografía al alcance de un clic, la pretensión de crear unas imágenes transgresoras de libertinaje sadiano acaba deviniendo imposible y ridícula.  La sucesión de perversiones –unas escenificadas y otras imaginadas y verbalizadas por los libertinos (como la fantasía final mezcla de sexo, escatología, vómitos y muerte, ejemplo de que no todo es visualizable en imágenes por muy transgresor que se sea)– resultan, por acumulación, aburridas, nunca sublimes. Lo mejor de la película es el rostro de Helmut Berger –cargado de historia, como el de Léaud–, que aparece de forma episódica, y acaso las narices que demuestra tener el cineasta al lanzarse a hacer una película que va a contracorriente de la sexualidad reglamentada y consentida y se adentra en territorios perversos muy alejados de la corrección política (por mucho menos a Tarantino le buscaron las cosquillas y lo acusaron de machista, dinosaurio y unas cuantas lindezas más en medios supuestamente serios como The Guardian; Serra en cambio parece haber salido airoso del envite).

Y así llegamos a Pacifiction (1922), que es su película más estimulante, junto con La muerte de Luis XIV, y además plantea algunas novedades en relación a sus obras precedentes: en este caso abandona el marco histórico y sitúa la acción en la actualidad, aunque en un lugar remoto y exótico, la Polinesia francesa. Hay además una trama más estructurada, más asideros narrativos y personajes psicológicamente más armados. Sin embargo, que nadie se llame a engaño: dista mucho de ser una película ni remotamente convencional. Como ejemplo del modo de funcionar del director (que como siempre hace rodó muchísimas horas de metraje para después crear la película en la sala de montaje): había una subtrama de thriller relacionada con el personaje de Sergi López, pero como a Serra le acabó pareciendo demasiado convencional la cortó, motivo por el cual el actor aparece poco en pantalla.

Aunque la película esté más estructurada que las anteriores, sigue siendo parsimoniosa –dura casi tres horas–, divagante y elucubrativa, con diálogos imposibles y toques de absurdo. Aunque, eso sí, contiene algunas de las imágenes más seductoras de su cine, con una fotografía de colores saturados que remite, junto con algunos escenarios portuarios, al Fassbinder de Querelle, cinta con la que Pacificton comparte el clima pútrido, de mundo en descomposición (como el cuerpo de Luis XIV) por el que deambula el personaje central, interpretado, de nuevo, por una actor profesional, el francés Benoît Magimel, al que algunos recordarán –más joven y con kilos menos– como el alumno de la perturbada pianista de Haneke. El personaje es un alto funcionario francés con aires de sonámbulo que trata de calmar a la población local ante los rumores de nuevas pruebas atómicas por la supuesta presencia de un submarino fantasmagórico que algunos afirman haber visto merodeando. 

En la película asoman dos temas de actualidad: la crítica al poscolonialismo y el alegato antinuclear y proecologista. Pero que nade se espere un discurso buenista, ni un alegato de tintes woke, ni sermones dulcificados de corrección política. No, Serra es demasiado inteligente –y asilvestrado– para andar por estos derroteros. Atención al título: Pacifiction se compone de Pacífico y Ficción, y es que la Polinesia que aparece en la película no deja de ser una creación: un paraíso perdido que ya soñaron hace más de un siglo Gauguin, Stevenson, Melville o Schwob. ¿Es Pacifiction el inicio de un camino hacia un cine más convencional, hacia una radicalidad más atemperada? Veremos.  De momento, Serra ha anunciado a los cuatro vientos –y  ha empezado a rodar algunas escenas– que su próxima película va a estar ambientada en el mundo de la tauromaquia, lo cual suena a ir contracorriente. Genio y figura.