'Aniki-Bóbó'

'Aniki-Bóbó'

Cine & Teatro

La infancia según Manoel de Oliveira

En el pasado Festival de Venecia se estrenó la copia restaurada y remasterizada de Aniki-Bóbó, el primer largometraje del director portugués, una comedia para todos los públicos cuyo extraño fracaso marcó la carrera posterior del genial cineasta

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Sigue resultando sorprendente que una película como ésta, Aniki-Bóbó (1942), una comedia dramática protagonizada por niños y que, en plena Segunda Guerra Mundial, proponía un mensaje de corte humanista sobre la necesaria superación de rencores y conflictos, pudiera haber acabado con la carrera de un cineasta. Lo habría hecho completamente –pues lo hizo en cierta medida–, si ese cineasta no hubiera sido Manoel de Oliveira, quien, como es sabido, superó con creces y en un envidiable estado creativo el siglo de vida, completando dos tercios de su amplia y magistral filmografía a partir de los setenta y ocho años de edad.

Pero lo cierto es que después de su estreno, el portugués tardaría catorce años en volver a rodar una película (O pintor e a cidade, en 1956), más de dos décadas en rodar un largometraje (el influyente híbrido documental Acto de primavera, en 1963), y treinta hasta poder volver a rodar una ficción, O passado e o presente (1972). Víctor Erice, en una ocasión, se interrogó sorprendido sobre la fuerza mental de su camarada, sobre cómo pudo mantener las ilusiones intactas tras décadas apartado de su pasión –una, además, de pionero–; sin duda sería un ejemplo de tenacidad para nuestro maestro, que también supo de injusticias y severos exilios interiores.

Aniki-Bóbó, cuyo título hace referencia a una canción del tipo Pito, pito, gorgorito con la que los niños de la ribera portuense escogían a los compañeros en juegos que exigían dos bandos, como aquí policías y ladrones, una película divertida, emocionante, precursora de otras tantas enunciadas a la altura de los ojos de un niño, llegó a ser calificada de verdadeira monstruosidade por una crítica gacetillera local poco dispuesta a tolerar que, desaparecida casi en su totalidad (o caricaturizada) la presencia de adultos en su universo de ficción, todos los sentimientos –y así los del amor, la ira, los celos o la culpa– se pudieran encarnar en los pequeños cuerpos de una aventurera banda infantil que evoluciona en una tierra de nadie previa a la caída en el mundo de las obligaciones.

'Aniki-Bóbó'

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Pero vista la película con atención y desde nuestro presente, podría pensarse, aunque en última instancia esto no pueda explicar del todo la razón definitiva del encono y la maldad de buena parte de las reacciones en Portugal, que Oliveira, en el fondo y desde el principio, estuvo a la contra de los usos convencionales del cine, como si siempre se hubiera encontrado por delante –en una determinada vanguardia– pero al mismo tiempo preocupado por formas de expresión dadas por obsoletas, lo que siempre sacó de quicio a los apologistas de la novedad y el supuesto progreso.

Su compañero Paulo Rocha supo advertir y nombrar este oxímoron creativo, esta amalgama de lo nuevo y lo viejo, que yacía en el arte de Oliveira y que también se demuestra en esta peliculita infantil que tanto pudo llegar a molestar. Así, diez años después de su debut oficial, los veinte minutos de excelso y ya controvertido avant-garde de Douro faina fluvial (1931) y en similares enclaves geográficos y espacios dramáticos –a los del puerto de Oporto se añadían aquí los de Vila Nova de Gaia y algunas semanas de rodaje en Lisboa (quizás para amortiguar, en estudio, la inclinación realista y callejera; la producción corrió a cargo de António Lopes Ribeiro, que pretendía un cine amable, familiar y popular, como el de su contemporánea O pai tirano, del mismo año)–, Oliveira parecía aún no haber pasado totalmente la página del cine silente.

No hay que olvidar que el portugués, el gran cineasta de la palabra, uno de los que más partido ético y estético obtendría más tarde de su puesta en escena, de su desprejuiciado despliegue en la duración o del reverdecimiento de los primigenios vínculos de la escena cinematográfica con el espacio teatral y sus estilizadas declamaciones, fue en su juventud un firme partidario del mudo y un objetor, de corte chapliniano, a la revolución sonora en el cine.

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De esto en Aniki-Bóbó, más de una década después de la llegada del sonido, queda un detalle pintoresco (tras la percutiente llegada del tren que inaugura la película –solidaridad de las máquinas en la época de los primeros pasos del cine, en el decir de Bellour–, ya en los títulos de crédito se adelanta, como aquellos planos-emblema que recogían y resumían el meollo dramático de las primeras cintas de los pioneros de un cine aún de la atracción, la secuencia decisiva de la película, la de la caída desde un despeñadero de uno de los niños a las vías del ferrocarril) y, sobre todo, la firme vocación de un cineasta de la mirada y el montaje, de planos cortos, encuadres certeros y marcadas angulaciones.

No obstante, a toro pasado, la historiografía del cine miró Aniki-Bóbó con su pereza y ceguera habituales, puede que obnubilados por el contemporáneo interés de André Bazin por lo que entonces ocurría en Portugal y por el destino de Oliveira. El tiro se erraba, como casi siempre, por pecado de superficialidad, pues se buscaba el antecedente del primer Neorrealismo, en especial de las fábulas realistas de De Sica o Blasetti, en una película que pecaba de una parecida artificialidad a la hora de manipular el profílmico realista –ensayos en 8mm. con los pequeños, un actor de amplia trayectoria, como era Nascimento Fernandes, aquí el dueño de la tienda de juguetes y chucherías, la muy oliveiriana Loja das tentações en el papel de testigo del nudo dramático–, y que si algo tenía que ver con la verdadera y profunda modernidad del cine era con su voluntad de tratar con lo invisible y con los efectos que esa dimensión tiene sobre los personajes que evolucionan delante de nuestra mirada.

Es decir, si algo hay aquí de neorrealista –ausente, por otro lado, cualquier comentario a las condiciones socioeconómicas de los personajes– no es porque un indeterminado suplemento de real o una vocación documentalista amenace o socave el proyecto de ficción. Más bien recaería en que su principal protagonista, el pequeño soñador Carlinho, enamorado de Terezinha, por la que ha llegado a robar una muñeca a plena luz del día, quien a su vez es pretendida por el aguerrido y bravucón Eduardito (que se debate entre la vida y la muerte tras caer accidentalmente a la vía del tren en un accidente que todos creen provocado por un empujón del primero, con quien peleaba justo antes de la llegada de la locomotora), se encuentra apabullado por la culpa primero y por la injusticia después.

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El héroe, entonces y por pequeño que sea, ante lo incognoscible y paralizante. En un momento, hay algo que le impide seguir siendo un niño, como le ocurrirá un puñado de años después al Edmund de Alemania, año cero (1948) de Rossellini, quien mucho más dramáticamente que Carlinho, pero en una parecida última errancia anhelante de contacto –Edmund lo busca en un grupo de niños que juega a la pelota entre las ruinas berlinesas y que no querrán compartir su tiempo con él; Carlinho con los marineros del barco mercante en el que pretende colarse de grumete para huir de la ciudad–, pierde los objetivos de su incesante movimiento previo y se abisma en una introspección fatal.

Así, aunque Aniki-Bóbó sea una película luminosa, feliz en su sennettiana amalgama de policías malencarados y pequeños gamberros, y el drama que atenaza por momentos a la comunidad de los amigos quede atajado por un final feliz que supera los malentendidos, conviene creer a Oliveira cuando dice que aquí, excepción hecha de una ingenuidad que perdería con los años (lo que tampoco debe considerarse baladí), se podrían vislumbrar algunas de las preocupaciones que estructurarán su obra futura.

¿Nacen en Aniki-Bóbó, se llegaría a preguntar João Bénard da Costa, por ejemplo en el profundo y negligente enamoramiento de Carlinho (el soñador un poco nefasto que ya escucha voces y se asusta de su propia sombra, como un personaje de un cuento de Hoffmann) o en la autoconsciente predisposición coqueta de Terezinha (“la ambivalencia y complejidad simbólica de aquello que podríamos llamar el genio femenino”), la particular guerra de sexos oliveiriana que cristalizará en su inolvidable futura galería de amores frustrados? Por qué no verlo así.

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Lo que posiblemente sólo se le podría haber ocurrido a alguien como Oliveira fue introducir en la noche en vela de los pequeños –una auténtica página de vigilia de Bonaventura en miniatura, cuando todos dan por muerto o agónico a Eduardito en su cama de hospital–, a espaldas del mundo, una serie de reflexiones de postrimerías que tiene a los niños conversando sobre la vida y la muerte, la noche y las estrellas, el cielo y la tierra, el bien y el mal… (“y a suas frases soltas sao lamentos breves que cortam melancólicamente o silencio que os cerca”, como resumió musicalmente Bénard da Costa).

Fue su manera de sacudir los cimientos del cine infantil sin por ello alterar su magia interna, sin hacer de los chicos simples ventrílocuos metafísicos. Puede que se trate de otra supervivencia de la etapa muda, o la simple constatación de que ésta nunca pasó del todo para los mejores cineastas que participaron en ella, pues queda aquí algo de ese inefable clima maravilloso y serio, como de cuento de hadas afilado por los extremos, que recuerda a Borzage y, especialmente, a Sternberg, cuya The Salvation Hunters (1925), otra película portuaria en forma de decantada alegoría, sólo habitada por unos dramatis personae que concentran tanto las simas como la potencialidad de lo humano, hablaba este mismo idioma, bañada por esa misma luz, por ese extraño sol, que emite entre parpadeos el proyector en su funcionamiento.