El muerto que viaja en el tiempo
La absorbente serie 'Bodies', con constantes saltos en el tiempo, provoca la atención del espectador a partir de un enigma que resulta indescifrable para los cuerpos policiales
27 octubre, 2023 15:07Londres, 2023. En un callejón del barrio de Whitechapel (donde Jack el Destripador obtuvo su triste fama) aparece el cadáver desnudo de un hombre al que le falta un ojo y que luce un críptico tatuaje en la muñeca: tras la autopsia, no aparece la bala que lo dejó tuerto. Pero ese cadáver no es la primera vez que se manifiesta: lo hizo, exactamente en el mismo sitio, en 1890 y 1941, y lo volverá a hacer en 2053. Nadie sabe quién es ni de dónde ha salido, por lo que deviene un enigma indescifrable para los cuerpos policiales de los siglos XIX, XX y XXI. Ese es el punto de partida de la curiosa y absorbente miniserie de Netflix Bodies (Cadáveres), que dedica sus ocho episodios a efectuar constantes saltos en el tiempo para asistir a los esfuerzos del inspector o la inspectora de turno por descifrar algo que no hay Dios que entienda.
Creada por Paul Tomalin, Bodies está basada en una novela gráfica escrita por Si Epstein (1961 – 2021), guionista de comics (escribió aventuras del célebre Juez Dredd, el único súper héroe británico al que le han hecho algún caso los americanos, como demuestra el hecho de que Sylvester Stallone protagonizara su primera adaptación al cine; para la segunda hubo que conformarse con Karl Urban) y de televisión (pasó por la interminable serie Eastenders, que alcanzó cierta popularidad en Cataluña cuando la emitió TV3 con el título de Gent del barri) que nos dejó antes de tiempo a causa de una insuficiencia cardíaca. Bodies fue publicada en el 2014 por Vertigo, la división de prestigio de DC (casa madre de Superman y Batman), y captó de inmediato la atención del señor Tomalin, quien, nueve años después, ha conseguido llevarla al sector audiovisual con unos resultados asaz brillantes, aunque nos encontremos ante una de esas historias que te atrapan por su complejidad, pero que te hacen preguntarte cómo conseguirá el que la ha escrito salirse dignamente del berenjenal conceptual en el que se ha metido. Paul Tomalin sale airoso del empeño, pero no puede evitar que la serie vaya perdiendo fuelle a medida que se acerca a su confusa y algo decepcionante conclusión. Puede que el final nos deje ligeramente insatisfechos, pero el recorrido, indudablemente, ha valido mucho la pena (me la tragué en dos maratones de cuatro horas cada una).
No les voy a decir quién es el muerto que viaja a través del tiempo para no incurrir en el spoiler, pero sí que es el centro de una conspiración de casi 150 años en la que juega un papel fundamental un tal Elias Mannix (Stephen Graham, el único actor del reparto mínimamente conocido por el espectador porque es una presencia bastante constante en las ficciones de la televisión británica), quien aspira a un nuevo orden mundial y, para conseguirlo, recurre al espiritismo, a la creación de una secta, a la eliminación de sujetos molestos y a lo que haga falta para imponer su visión de lo que tiene que ser Gran Bretaña en particular y Occidente en general. Por el mismo precio, los señores Spencer y Tomalin nos proponen una mezcla de relato policial, historia de ciencia ficción, reflexión política (por ahí planea la sombra funesta de Alan Moore) y viajes a través de diferentes épocas como los que anticipó H.G. Wells (1866 – 1946) en su novela de 1895 The time machine (La máquina del tiempo).
Como es habitual en las producciones británicas, la ambientación de época es espléndida, funcionando especialmente bien en el Londres de Jack el Destripador y en el del Blitz, cuando la Luffwaffe alemana bombardeaba la ciudad a todas horas, aunque chirría un tanto en el Londres del 2053 (siempre es más fácil reconstruir el pasado que imaginar el futuro). La historia es trepidante en su complejidad y enrevesamiento, pero tal vez peca de un exceso de ambición. Te atrapa con su trama aparentemente inexplicable y sus constantes saltos en el tiempo, pero te mete en un fregado tan fascinante como de difícil resolución satisfactoria. Y el final, no es que te deje con el culo torcío, como diría Joaquín Reyes, pero sí con cierta sensación de que ha valido más la pena el viaje que su estación de llegada. Pese a todo, la originalidad de la propuesta resulta muy de agradecer y, por lo menos durante los cinco primeros capítulos, constituye una montaña rusa audiovisual de muchos bemoles. Solo me falta hacerme con la novela gráfica del señor Epstein para dilucidar si la decepcionante conclusión fue cosa suya o de su amigo Tomalin, que tiene el detalle de dedicarle la miniserie.