A priori Víctor Erice y Nanni Moretti no tienen gran cosa en común, salvo que son directores veteranos: el italiano tiene setenta años y el español ochenta y tres. Sin embargo, el visionado muy seguido de sus nuevas películas -El sol del futuro y Cerrar los ojos- permite descubrir que, aun siendo dos propuestas estéticamente muy distintas, tienen relevantes puntos en común. Ambas reflexionan sobre el cine con una mirada entre melancólica y perpleja ante la realidad del presente, y ambas exploran el envejecimiento y las heridas del tiempo. Más similitudes: en las dos el protagonista es un cineasta y aparece una película dentro de la película, de modo que plantean un juego metacinematográfico con diversos guiños y homenajes.
Moretti es Moretti, con sus defectos y virtudes, lo tomas o lo dejas. El sol del futuro es a ratos emocionante y a ratos irritante, por momentos ingeniosa y en otros simplona. Cuenta la historia de un cineasta (interpretado, claro, por el propio Moretti, con su repertorio habitual de manías y comentarios resabiados) que está empezando a rodar una película sobre un antiguo director del periódico comunista L’Unitá (interpretado con sensibilidad por Silvio Orlando).
Este militante modélico es el encargado de recibir en Roma a un circo húngaro, que llega en el momento en que los tanques soviéticos aplastaban la revuelta del 58. Esta represión provoca un cortocircuito en los ideales de algunos camaradas. Paralelamente el personaje de Moretti vive una doble crisis íntima: su mujer (la gran Margherita Buy, su actriz fetiche) está harta de aguantarlo y decide divorciarse, y su joven hija se lía con un señor mucho más mayor que ella.
Con esta cinta sucede lo habitual en Moretti: su tendencia a lo pedagógico y panfletario da vergüenza ajena; qué le vamos a hacer, con la edad que tiene, ya es imposible hacerle entender que el comunismo no es defendible ni como utopía, que cada intento de aplicarlo ha terminado en infamia (y hasta en genocidio) y seguir reivindicándolo con idealista candidez ya solo puede denotar imbecilidad o cinismo.
Por otro lado, las neuras y obsesiones de su personaje no lo hacen entrañable, sino insufrible; lo que uno se pregunta es cómo su mujer no lo dejó plantado mucho antes. En cambio, Moretti tiene muy buena mano para desarrollar con inteligencia y sensibilidad los conflictos familiares y amorosos. Ahí derrocha humor, ternura, emoción y verdad, y arma algunos diálogos redondos.
Lo más interesante de El sol del futuro desde el punto de vista cinematográfico es que está construida como un patchwork que cose elementos muy diversos. Juega además con los actores y los personajes a los que interpretan, y rompe una y otra vez la cuarta pared, con un estilo que recuerda al Woody Allen libérrimo de Annie Hall. Este juego formal le proporciona a Moretti recursos para plantear su reflexión sobre el sentido y el futuro del cine. Sus ideas al respecto se pueden sintetizar en que es un señor mayor que ya no entiende ni le interesan las películas que se hacen hoy en día. Y aunque no estoy nada de acuerdo con sus tesis, sí admiro su beligerancia.
Él siempre ha concebido el cine como un instrumento de debate, de diálogo con el espectador, como un arte que debe impartir lecciones morales y ayudar a sacudir conciencias. A esto añade en esta película -no sé si se le cuela casi sin querer- que también puede ser un modo de reinventar -manipular- la historia, porque cuando su protagonista recrea el PCI del 58 no duda en tomarse libertades creativas que falsean la verdad para representarlo como a él le hubiera gustado que fuera.
Sus dardos envenenados van dirigidos contra la violencia gratuita y contra las plataformas de streaming. Con respecto a lo primero, la mujer del protagonista es productora y trabaja en la película de un joven director con ínfulas de geniecillo que está rodando una producción ultraviolenta de supuesta inspiración shakesperiana. La discusión a estas alturas sobre la violencia gratuita en la pantalla es ya cansina, rancia y mojigata. El debate existe desde que las ligas puritanas emprendieron una cruzada moral contra Hollywood en el periodo del cine mudo, y ha ido reavivándose cada cierto tiempo con Kurosawa, con Peckinpah, con el terror gore de los setenta, con el cine de acción asiático y con Tarantino (contra quien diría que va la invectiva).
En cualquier caso, el tema le da a Moretti para una escena disparatada en la que interrumpe la filmación de la secuencia de un asesinato y llama por teléfono, para pedirles su opinión, a Renzo Piano y a Scorsese (que no se le pone).
La otra diatriba es contra las plataformas. Moretti escenifica su postura con una escena en la que se reúne con unos ejecutivos de Netflix, que no paran de soltar anglicismos como si fueran mantras y le dicen -en un momento desternillante- que a su propuesta le falta un “momento What-the-fuck”. También se le quejan de que el protagonista de su película no tiene arco dramático de transformación, a lo que él les responde con una frase genial: “El arco dramático solo existe en las películas, en la vida real la gente no cambia.”
Argumentar que las plataformas son las culpables de la banalización de la cultura y de las siete plagas de Egipto hará aplaudir con fervor a algunos, pero no deja de ser simplón. ¿Quién ha salvado y producido las dos últimas obras de Scorsese? Netflix y Apple TV respectivamente. ¿Acaso Netflix no ha producido títulos de gran valor artístico como El poder del perro o Roma? ¿Y películas tan radicales como Estoy pensando en dejarlo o El Conde? Y sí, de acuerdo, además producen toneladas de productos anodinos y clónicos de usar y tirar. Pero esto ya lo inventó el gran Irving Thalberg en el Hollywood clásico: hay que saber combinar los títulos más desvergonzadamente comerciales con el intangible de la calidad que da prestigio. Solo así se sostiene el negocio.
Moretti ama y practica un cine que él cree en vías de extinción. Lo expresó con mala baba cuando El sol del futuro se fue de vacío en la edición de Cannes en la que obtuvo la Palma de Oro la polémica Titane. Lanzó un mensaje en el que se lamentaba: “participo en el festival y me voy sin premio. Gana una película en la que una chica se queda preñada de un coche”.
Si el italiano es combativo, Erice se refugia en Cerrar los ojos en la circunspecta nostalgia y los tonos crepusculares. Llevaba tres décadas sin rodar un largometraje, replegado en instalaciones museísticas y minoritarios ensayos visuales. Sus tres largometrajes anteriores son hitos del cine español: El espíritu de la colmena (la única película nacional que figura entre las cien mejores de la historia en la lista de Sight and Sound), El sur y El sol del membrillo. Entre cada uno de ellos, una larga década de silencio.
Erice -como en tiempos Terrence Malick- es célebre por su parquedad productiva, por su carácter esquivo. Encarna el mito del artista meticuloso, insobornable, puro; el hacedor de obras maestras contra viento y marea, el irreductible enfrentado a la pérfida y voraz industria. Entre El sol del membrillo de 1992 y esta nueva película vivió la dolorosa experiencia del naufragio de su adaptación de El embrujo de Shanghái de Juan Marsé, que acabó filmando, con otro guion, Fernando Trueba. Ahora regresa con un título que huele a despedida.
Con estos antecedentes, es obvio que el estreno de Cerrar los ojos debe calificarse de acontecimiento, pese a que dista de ser perfecta. Narra la misteriosa desaparición de un actor (José Coronado) en pleno rodaje y la búsqueda que emprende muchos años después el director (Manolo Solo) de esa obra inacabada titulada La mirada del adiós. Como en el caso de Moretti, los dos temas centrales son las cicatrices que va dejando el paso del tiempo y la reflexión sobre el cine como arte y memoria.
Para desarrollar el primer tema, el guion construye al personaje del cineasta abusando de clichés dramáticos que se superponen sin mayor desarrollo para perfilar a un perdedor de manual cargado de épica dignidad. Lo hace con elementos como dos fotos -una en una cárcel franquista y otra del hijo fallecido en un accidente- o una larga conversación con una amante del pasado. Y está también el innecesariamente largo interludio que divide los dos actos de la película, en el que se nos lo presenta como un outsider viviendo casi como un okupa con otros desarraigados…
Todo se apunta y se abandona sin mayor desarrollo. Para colmo, el cineasta es también escritor; resulta que por motivos profesionales he conocido a montones de escritores, desde estrellas internacionales a jóvenes principiantes, y, lo siento, pero ninguno habla y se comporta así. El personaje acaba siendo un arquetipo, una idealización bastante tópica.Después está el personaje del actor, que resulta ser finalmente un enigma vacuo. Se generan enormes expectativas alrededor del misterio de su desaparición, de los motivos ocultos que la provocaron. Se insinúa la presencia de una mujer joven que lo acompañó en el último viaje, la existencia de una relación que lo desquició, pero al final no hay rastro de eso.
Lo que nos queda es un tipo que abusaba del alcohol, era mujeriego y no hacía ni caso a su hija, Pero ¿por qué decidió desaparecer?, ¿qué hay de trascendental en su gesto? Acaso solo un vacío que cada cual llenará a su manera, construyendo su propia versión mitificada; he aquí un tema interesante, que la película apenas explora.
Cerrar los ojos dura tres horas, no porque la historia sea compleja y lo requiera, sino por un estilo basado en alargar los tiempos de cada escena. Las conversaciones están trufadas de prolongados silencios y miradas, lo cual crea una cadencia. Un ritmo que nunca llega a transgredir el clasicismo -de Dreyer, de Ozu- para prolongarse hasta el extremo de tensionar al espectador, como sí hacían Angelopoulos, Tarkovski o Béla Tarr. Por otro lado, Erice parece considerar que si los personajes hablan mascando las palabras y en susurros todo suena más trascendente; hasta la presentadora del programa televisivo que busca a famosos desaparecidos habla así, ¿en serio son creíbles su tono casi ascético y el silencio catedralicio que reina en la redacción?
La película gustará a los cinéfilos porque contiene no pocos guiños: una recreación de la canción que entonaban Dean Martin y Ricky Nelson en Río Bravo; un chiste malo sobre los milagros y La palabra de Dreyer; el rescate de un librito de esos que al pasar rápido las páginas crean la sensación de movimiento y que contiene las imágenes de una de las filmaciones pioneras de los Lumière… Este último es el más hermoso, el menos forzado; una invocación de los orígenes y la esencia del cine. Y hay también al menos un guiño literario destacable: la mansión campestre en la que arranca la película dentro de la película se llama Triste-le-Roy, igual que la quinta en la que se desarrolla La muerte y la brújula de Borges.
La de Erice es una cinefilia propia de una generación para la que el cine fue una suerte de educación sentimental y moral en los grises años del franquismo. Hay además en Cerrar los ojos una reivindicación fetichista del celuloide, de las viejas salas ya clausuradas, de los enormes proyectores en la cabina del proyeccionista. El cine como realidad tangible, colectiva y analógica, no digital y casera. El director evoca un mundo en extinción, que ya había retratado -con más intensidad emocional- Peter Bogdanovich en The Last Picture Show, en la que también asomaban una vieja sala que echaba el cierre, la referencia a un western de Hawks (en este caso Río Lobo) y nada menos que el actor fordiano Ben Johnson en una escena memorable.
Esta reflexión sobre el poder del cine, la magia y la seducción de las imágenes, es lo más interesante de la propuesta de Erice. Ya la había planteado, de forma más sintética y muy bella, en el mediometraje La morte rouge (Soliloquio) de 2006. Con sus aires de despedida, Cerrar los ojos contiene además no pocos guiños autorreferenciales, porque funciona como broche que cierra una carrera. No es azaroso que reaparezca una relación padre-hija que remite a la de El Sur, y hay transparentes ecos del proyecto fallido de El embrujo de Shanghái en la película dentro de la película.
Pero por encima de todo, destaca la presencia de Ana Torrent como la hija del actor desaparecido. Si la niña Ana de El espíritu de la colmena contemplaba fascinada la aparición en la pantalla del monstruo de Frankenstein -en una escena que justifica por sí sola toda la trayectoria del autor, con esa mirada que es uno de los momentos indelebles del cine español-, ahora la actriz ya adulta contempla a su padre y dice “Soy Ana”, en la escena más intensa de la cinta. De ojos infantiles que se abren con pasmo, imantados por las imágenes en movimiento de una pantalla, a los ojos que se cierran a los que hace referencia el título de esta nueva obra. Y es que Cerrar los ojos, pese a sus flaquezas y su solemnidad sobreactuada, acaba redimiéndose como una hermosa reflexión sobre el cine como combate contra el tiempo y la muerte.
El sol del futuro de Moretti es imperfecta, cargante, contradictoria, emocionante y divertida a ratos, pesimista pero vitalista. Una película que dialoga con el espectador y lo espolea. Una película viva. Cerrar los ojos es sin duda mucho más ambiciosa; más coherente y más clásica en su enfoque. Tiende a ensimismarse en sus aires crepusculares y está repleta de guiños y claves para idólatras de Erice. Parece concebida como un futuro mausoleo.
Tanto Moretti como Erice nos susurran al oído que el gran cine se extingue devorado por las nuevas tecnologías digitales y la banalidad. Pero en realidad solo se extingue el celuloide, aunque hay quienes, como Tarantino, se empeñan en seguir utilizándolo. Y acaso se acaben extinguiendo también ciertas formas de narrar (Cerrar los ojos tiene algo de un clasicismo evanescente). Y hasta el rito de ver las películas en esas salas que eran como palacios de los sueños (¡las multisalas son un espanto, carecen de glamour!).
Podemos ponernos nostálgicos, pero no apocalípticos. Pese a lo que les gusta proclamar a algunos, el cine no está en decadencia, simplemente evoluciona. Sobrevivió a la desaparición de Murnau, Josef von Sternberg, Lubitsch, Ford, Ophuls, Ozu, Hitchcock y tantos otros maestros. Sobrevivirá también a Moretti y a Erice. Sobrevivirá en streaming si todas las salas acaban cerrando algún día. Porque seguiremos necesitando historias para cuestionar y entender el mundo en que vivimos (y para entretenernos sin más, algo que siempre hay que reivindicar sin complejos, porque entretener con inteligencia es también un arte).