Paul Vecchiali, mantener el deseo
El cineasta francés, autor de películas legendarias como ‘Femmes femmes’ o ‘Corps à coeur', fue una figura fundamental para entender en toda su complejidad la experiencia moderna europea
19 abril, 2023 19:00Con la muerte de Paul Vecchiali desaparece el factótum de esa otra modernidad francesa, desconfiada de la hegemónica –la de Cahiers y la Nouvelle Vague–, de influencia subterránea hasta nuestro presente –por no salir del país vecino, podría apreciarse diluida en Bozon, Bodet, Ropert, Guiraudie, Mazuy–, y, probablemente, de futuro poco prometedor, vista la deriva del cine de autor preponderante en nuestros días, escuela de egotismo, formalismo quirúrgico y repliegue en el puritanismo ambiente. La baza donde depositar la fe en la supervivencia de esta corriente vendría, en todo caso, determinada por la amplitud, heterogeneidad y generosidad del legado que deja tras de sí Vecchiali, aún por descubrir incluso para los cinéfilos.
Además de que los frutos de su inolvidable aventura (la productora Diagonale, fundada junto a Cécile Clairval, que acogió sus películas a partir de mediados de los años setenta hasta su liquidación total en 1998, y desde la que acompañó los primeros pasos de colegas tan decisivos como Biette, Treilhou, Guiguet, Davila, Frot-Coutaz) pueden proveer de lo necesario para subvertir este panorama de anemia generalizada, pues, como advirtiera recientemente Pierre Eugène, la cinefilia que supo despertar y alimentar el cine Diagonale no pasaba por la demostración de habilidades autorales, corrección moral o preocupación social, aun menos por el acabado de las películas, ese intercambiable filtro unificador donde el guion milimétrico y la plenitud visual "disimulan el miedo a la falta". Uno no admiraba los films de Diagonale, uno los amaba, gracias al "deseo" que generaban de volverlos a ver, concluía Eugène.
Deseo, junto con Dietrich, Darrieux, Demy, pero también Disciplina o Diferencia, son algunas de las palabras que la D le inspira a Vecchiali en su confesional Lettre d’un cinéaste (1983). Y allí, en ese pequeño recuento de actrices predilectas o en el de la fraternidad con ese verso suelto que fuera Jacques Demy, ya se nombran algunas claves de la particular modernidad de Vecchiali, una que nace de una cinefilia precoz y obsesiva –el shock a los seis años: Mayerling de Litvak; el escalofrío provocado por Danielle Darrieux y la confesión a la madre, augurio décadas después corroborado: "yo haré cine para encontrarme con ella, para trabajar con Darrieux– que se rebelaba ante la pretensión nouvellevaguiana de que el cine francés previo a su irrupción había sido cosa de un puñado de maestros resumidos en dos: Vigo y Renoir.
Para Vecchiali la Nouvelle Vague no fomentó sino una revolución superficial, incomparable, en lo que a fertilidad se refiere, con la apabullante inventiva de los directores de los años 30, cuya personalidad quedaba modulada por los géneros y la trascendental importancia de los actores y de los personajes que encarnaban, fuerza motriz de la puesta en escena. Vecchiali, que dedicaría al cine francés de esta época dorada los dos gruesos volúmenes de su L’encinéclopédie –apabullante y divertido diccionario, subjetivo y caprichoso como los bouquins de Jacques Lourcelles, ambos, a la postre, últimas encarnaciones en Francia del historiador solitario e independiente enfrentado a la historiografía polifónica e intersubjetiva–, se propuso como objetivo de su práctica cinematográfica regresar en la medida de lo posible a lo que él denominaba la libertad de los años treinta –"libertad de tono, libertad de todo"– una mezcla de insolencia y generosidad con el espectador, de quien se esperaba pudiera compartir parte del placer movilizado en la creación de la película gracias a los adorados médiums, el grupo de actores donde una inefable vitalidad colectiva –gestora de la comunicación íntima con la audiencia– se encarnaba.
Y aunque el cineasta comenzara a hacer cine en paralelo a la Nouvelle Vague –su primer largometraje, perdido, era de 1961, Les petits drames, y, tras los cortometrajes Les roses de la vie y Le récit de Rebecca, ambos de 1962, debutaría oficialmente en la larga duración con Les ruses du diable (1966), que recuerda un poco a Demy y Varda y sintoniza con otro cineasta inclasificable, de parecida tendencia al oxímoron (sumido en una nostalgia alegre y como tonificante), Guy Gilles– sus películas ya se separan de las del grueso de sus coetáneos por el interés por esos personajes (y esos cuerpos, esas voces, esos gestos y, claro, esos actores) olvidados por el cine joven, que no tardaría además en someterse a las estrecheces ficcionales del 68, a las utopías y desencantos de los sonámbulos revolucionarios.
Vecchiali, en aquella coyuntura, apostaría por los orillados de la ficción, por ese personaje mediano que si en el pasado podía protagonizar las películas de Grémillon, Pagnol, Autant-Lara, Decoin o Guitry, ahora movilizaría esa energía antigua en su cine, sean las actrices en paro de Femmes femmes (1974), la política chantajeada con la cinta porno de su hijo en Change pas de main (1975), el mecánico melómano enamorado locamente de la farmacéutica en Corps à coeur (1979).
Y también en la señora de orden, trasunto de la madre del propio cineasta, a la que después de la Ocupación le mataron al marido pétainista en En haut des marches (1983) o, entre otros muchos, la prostituta escindida entre el trabajo y el amor en Rosa la rose, fille publique (1986). Vecchiali podía abrir sus ficciones a la transgresión, a temas complicados –como el sida, la psicopatía, la sexualidad infantil o la pena de muerte– e incluso a la mostración pornográfica –su industria, modelos de producción y fidelización de la audiencia siempre fueron fuentes de interés para él– sin que se suspendiera el pacto con el espectador ni quedase afectado el delicado dibujo de las tramas y los personajes.
Para tender puentes entre el ayer y el hoy de estos cuerpos de vitalidad desesperada, el cineasta contó con una fidelísima y variopinta troupe –una por fin feliz, nada aquí de las intrigas grupales como motor caníbal de ficciones, al estilo fassbinderiano o almodovariano– de actores/cuerpos recurrentes que, en muchos casos, irían rotando por el cine de Diagonale. Algunos nombres: su hermana Sonia Saviange, Hélène Surgère, Nicolas Silberg, Michel Delahaye, Paulette y Jean Christophe Bouvet, Françoise Lebrun.
Sin olvdar a los propios compañeros de productora, como Jean-Claude Guiguet, Marie-Claude Treilhou o Noël Simsolo; y, especialmente, el de algunas de las antiguas estrellas del cine amado, como Marie Déa, Danielle Darrieux o Micheline Presle, cuyas presencias, para el cinéfilo, llevaban adheridas como cicatrices bien frescas aquellos intemporales papeles para Cocteau, Carné, L’Herbier, Becker, Ophüls, Decoin, Grémillon, etc..
En este cine se reequilibraban las fuerzas, y las del metteur en scène volvían a negociar con las de los actores y técnicos principales –el director de fotografía Georges Strouve, el músico Roland Vincent (Vecchiali consideraba que la música era el motor sentimental primordial del film y que debía antecederlo, en cierta medida inspirar su rodaje y posproducción)– deparando una nueva fe en la fascinación de las historias que se alimentaba de una extraña síntesis feliz entre contradicciones, insalvable para la mayoría de los grupos humanos que se han aventurado a rodar una película.
Una inmejorable constatación de este mágico equilibrio entre contrarios la depara Femmes femmes (1974), una de las obras maestras más secretas de la historia del cine, donde toda la atrevida alquimia de la que venimos hablando funciona pasmosamente, sea, como viera Matthieu Orléan en su extraordinaria monografía sobre el cineasta (Paul Vecchiali: La maison cinéma), mezclar Lumière con Méliès, el cine popular francés de entreguerras con el de los jóvenes turcos, el mélo musical de Demy con el trazo poético que brota del residuo, del resto, caro a Beckett; o la intriga corneilliana con el clown más sorprendente y desintegrador.
En resumen: hacer de la necesidad virtud, convertir la historia real de dos actrices de capa caída (Saviange y Surgère) en una ficción desbordante donde las legendarias stars del cine –cuyas fotos fijas puntúan desde la pared la tragicomedia claustrofóbica– terminan casi por espiar, envidiosas, el despliegue desacostumbrado de placer por la actuación que habita a estas veteranas escindidas, un potencial inasible que destella antes del anunciado final.
La película, como se sabe, dejó estupefacto a Pasolini –quien declararía haber asumido, gracias a ella, que él no era un cineasta–, moviéndole a incluir a su sin par pareja protagonista de cuerpos gloriosos en Saló, simplemente para proponerle una autoconsciente resaca al logro vecchialiano (un poco más tarde Biette cerraría el círculo de las transmigraciones haciendo a Sonia Saviange aparecer en Le Théâtre des matières bajando la escalera que subía al final del testamento de Pasolini).
De esta atropellada despedida de Vecchiali podría inferirse que estamos ante otro autor secreto, otro raro para cinéfilos que construyen su particular Olimpo a espaldas de los gustos mayoritarios. Nada más lejano de la realidad, pero, paradójicamente, quizás por su prolífica y proteica carrera, por su preocupación constante por el lado contable e industrial del cine, por su vocación profesional y disposición a aceptar los encargos del mutable audiovisual, sobre todo a partir de finales de los ochenta (luego, con el numérico, habría tiempo de sacarle partida tragicómica a su presencia de postrimerías), Vecchiali terminaría convirtiéndose en el más raro entre los raros, en el mayor de los solitarios.
La etiqueta, en todo caso, hablaría de nuestra estrechez de miras, porque éste no fue nunca su problema. Cuando tocó volcarse en los encargos televisivos, invirtió la misma pericia que en sus películas, fuera en un esquema de género simple (el noir de Cour de hareng, 1984, por poner un ejemplo) o seriado (Les jurés de l’ombre, 1987, otro logro impresionante), consciente de que el formato no impedía la excelencia, es decir, la invocación de espíritus afines, los planos-secuencia alambicados y suntuosos en la valorización del off, en la mejor tradición mizoguchiana, o el ritmo endiablado del plano-centella con regusto a Samuel Fuller.
Vecchiali, que siempre supo que existía una pureza emotiva en el cine que no depende ni de lo que se cuenta ni de cómo se articulan los relatos –a menudo ponía como ejemplos de estos raptos más allá de las palabras, siempre atento a las actrices, la muerte súbita de Gaby Morlay en La amour d’une femme de Grémillon o el paseo en bicicleta de Nathalie Baye en Sauve qui peut (la vie) de Godard, quien para Vecchiali fue el único cineasta capaz de filmar el presente, o, en su idioma particular, de no sucumbir del todo a la nostalgia–, comprendió, en la admiración por el cine popular, por sus artesanos y vedettes, que la clave estaba en no proponerse confeccionar estos momentos, sino en trabajar, en buscar la manera de llevar adelante cada película concreta con todas sus singularidades.
Lo que Truffaut admirara en Renoir y detectara ya en los primeros pasos de Vecchiali –que el cine puede ofrecer, en un mismo gesto creativo, el temblor de la vida y su crítica, su puesta en perspectiva–, conformó su genialidad, aderezada por una admirable facilidad para salir indemne de la selva de sus películas; quizás porque, como sugería Hélène Surgère, todos sus protagonistas, fueran las que fueran sus particularidades, reflejaron un poco su personalidad, hablaban de este cinéfilo exquisito y apasionado.
Cada uno de sus afortunados seguidores nos llevaremos a la tumba momentos conmovedores de su cine, sea el de una mujer arrastrando su dipsomanía por las calles de París; el de otra chica que espera en la parada del autobús tras una noche cruel y oscura que ahora no parece afectarla; el de un hombre que gime por un amor loco y quizás caprichoso; el de una señora en una terraza, desencajada por la tristeza, entre el llanto y el grito, en el puro presente tras toda una película presa de las capas del pasado.