'Argentina 1985', el cine y la Historia
La película de Santiago Mitre indaga en los fantasmas de la dictadura y explora los recursos del arte cinematográfico para comprender un pasado histórico que todavía condiciona el presente
8 enero, 2023 19:30“Señores jueces: nunca más.” Así terminaba el emocionante alegato del fiscal Julio César Strassera en el juicio contra la cúpula de las Juntas Militares que se llevó a cabo en Buenos Aires y que recrea Argentina, 1985 (2022) de Santiago Mitre, disponible en Amazon Prime. Según las crónicas, su estreno en ese país llenó a rebosar las salas de cine, generó una suerte de catarsis colectiva y ha dado pie a un montón de entrevistas con el entonces joven ayudante del fiscal, Luis Moreno Ocampo, en la actualidad residente en California y que tras su participación en ese proceso histórico fue el primer fiscal de la Corte Penal Internacional entre 2003 y 2012.
El mencionado discurso de Strassera, de ocho minutos y que puede verse íntegro en YouTube, es una defensa de la dignidad humana y de que no todo vale en la persecución de quienes ponen en jaque al Estado. No en vano, se ha dicho que el juicio contra las juntas fue el más relevante en su ámbito después del de Nuremberg. Este alegato final, que pronuncia en la pantalla con minuciosa fidelidad Ricardo Darín (¿quién si no?) en el papel del fiscal, es el momento culminante de la película.
¿Cómo hacer interesante una historia cuyo final todo el mundo conoce? Este es el primer reto al que se enfrentan Mitre y su coguionista Mariano Llinás. Lo resuelven tirando del recurso más práctico: imitar el infalible modelo del cine judicial norteamericano, que consiste en cargar de emotividad el proceso judicial que se relata centrando la atención en cómo afecta a los implicados y reforzando la vertiente humana de los protagonistas. (véase un perfecto ejemplo reciente: El juicio de los 7 de Chicago (2020), dirigida por el avispado guionista Aaron Sorkin y disponible en Netflix).
Argentina 1985 convierte a Strassera en un arquetípico héroe a su pesar, un hombre común que, de pronto, recibe la llamada del destino (un recurso narrativamente infalible, que sigue paso por paso las pautas del viaje del héroe del antropólogo Joseph Campbell que son para todos los guionistas de Hollywood las Tablas de la Ley). Se nos dan algunos indicios de una actitud acaso pasiva durante la dictadura que ahora podría enmendar; se deja constancia del peligro en el que teme poner a su familia; se nos presentan sus dudas ante la posibilidad de ser manipulado políticamente y después sacrificado…
Pero al final el reluctante hombrecillo asume el reto, la misión, en la que, como el héroe de Campbell, contará con aliados, enemigos y pociones mágicas en forma de testigos o grietas jurídicas que le permitan demostrar sus tesis. Y se convierte en el héroe que va a salvar la dignidad nacional y la dignidad humana: un hombre que se enfrenta al mundo sin apenas armas, un héroe humilde y abnegado digno de una película de Frank Capra.
En relación con el personaje, un apunte sobre el actor elegido para interpretarlo: Ricardo Darín. Dejando de lado el aparente don de la ubicuidad del astro argentino y el hecho de que físicamente tiene un cierto aire a Strassera, su elección es muy pertinente porque a día de hoy es ya algo más que un simple actor. Darín se ha convertido en una suerte de emblema del argentino medio.
Esta capacidad de mimetizarse como el prototipo de ciudadano común y corriente de un país está solo al alcance de unos pocos elegidos: Alberto Sordi como arquetipo de italiano (en especial del romano); José Luis López Vázquez como la personificación del españolito típico, o Jack Lemmon como representación del americano de clase media (por eso, con gran pericia, Costa-Gavras lo eligió para Desaparecido (1982): si el desesperado padre que busca a su hijo víctima del golpe de estado de Pinochet en Chile era Lemmon, el público americano se identificaría con él y no vería la película como un panfleto antiamericano y procomunista, viniendo el director de donde venía). Darín ha adquirido esta entidad icónica: si él es Strassera, lo humaniza, lo baja a la tierra y lo dota de intensidad dramática.
El siguiente recurso que Mitre explota con gran eficacia –sin manipular en absoluto la realidad, porque sucedió así– es el choque de personalidades que se produce entre Strassera y el fiscal que le imponen como segundo, Luis Moreno Ocampo (interpretado por Peter Lanzani) que no solo es muy joven, sino que además pertenece a una familia vinculada con el ejército y su madre es amiga y admiradora de Videla. Este detalle, que puede parecer peliculero, fue una jugada política magistral, porque de lo que trataba este juicio era de ganarse no a los izquierdistas que sufrieron la represión, sino a las clases medias que vivieron la dictadura sin grandes incomodidades y sin darse por enteradas de que los militares habían sobrepasado todos los límites de lo admisible en su represión de los actos subversivos y terroristas.
Violencia de la izquierda revolucionaria que existió, fue sangrienta y llegó a ser una amenaza seria para el Estado, un dato que en honor a la honestidad de la película hay que apuntar que no se elude ni se maquilla. Lo que cuestionaba el juicio no era si el Estado tenía derecho a defenderse de las agresiones contra él, sino los métodos bárbaros y por completo ilegales que se utilizaron para hacerlo. Strassera y Ocampo funcionan en la película según los códigos –también muy americanos– de las buddy movies en las que dos personalidades contrapuestas que se ven forzadas a colaborar chocan, pero acaban entendiéndose. Este es otro recurso narrativo de probada eficacia que el director sabe explotar con mucha inteligencia.
Lo que la película apenas plantea es la dimensión política del juicio, la operación de Estado que había detrás de la decisión de darle luz verde, en un momento en que solo hacía dos años que la dictadura había terminado y la justicia militar acababa de exculpar a los altos mandos. Dar ese paso era una decisión de alto riesgo que tomó Alfonsín, quien solo aparece, de lejos, en una escena. Lo que sí queda muy bien reflejado son las presiones y amenazas que recibieron abogados y testigos. El centro de la historia que se narra es el proceso judicial, bien compendiado al elegir, entre los múltiples testimonios de las víctimas que declararon, el más espeluznante de todos: el de una mujer embarazada que fue sometida a todo tipo de abusos psicológicos y físicos y que la testigo relató con asombrosa serenidad.
En lo que a la carga emocional se refiere, acaso se le pueden reprochar a Mitre algunos excesos: ciertas escenas del hijo pequeño del fiscal son cargantes y sensibleras; y también hay algo de trampa en el modo en que se presenta al abogado de los militares con unos tintes casi caricaturescos de villano ridículo. Sin embargo, en su conjunto la película funciona con mucha solvencia y tiene la inteligencia de apelar al público medio, no al militante de izquierdas. El director sabe a lo que juega, porque en su filmografía destacan varias obras de tintes sociales y políticos, en especial El estudiante (2011), sobre un chico que inicia su carrera política en la universidad; Paulina (2015) remake de una película de 1961, La patota de Daniel Tinayre con Mirtha Legrand, sobre una joven abogada que trabaja en una zona marginal y es violada por unos pandilleros; y la interesante y un punto críptica La cordillera (2017), con Darín como un ficticio presidente argentino con oscuros secretos durante una cumbre latinoamericana en Chile.
Las dos últimas, al igual que Argentina, 1985, cuentan con Mariano Llinás como coguionista. Llinás es una figura muy singular del cine argentino, autor de varios documentales y de la monumental y experimental La flor (2018), de catorce horas y dividida en tres partes (pudo verse en Filmin, aunque ya está descatalogada). Argentina, 1985 no es la primera película que aborda la siniestra época de las Juntas Militares. Entre las que retrataron la dictatura militar del periodo 1976-1983 están Tangos, el exilio de Gardel (1985) del cineasta y político peronista Fernando Solanas; La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera, sobre el caso real ocurrido en 1976 del secuestro, tortura y asesinato de unos estudiantes de secundaria que protestaban por la subida del precio del autobús; y la coproducción italoargentina Garaje Olimpo (1999) de Marco Bechis, que relata con crudeza lo que ocurría en los centros de detención clandestinos, incluido el lanzamiento de los prisioneros sedados desde aviones.
Sin embargo, fue La historia oficial (1985) de Luis Puenzo la que alcanzó más relieve (ganó el Oscar a mejor película de habla no inglesa por primera vez para Argentina, hazaña que repetiría El secreto de sus ojos). La clave de su éxito arrollador fue que, en lugar de abordar el tema desde la mirada de quienes sufrieron la represión en sus carnes, lo hizo a través del personaje de una mujer de clase media que vivió el periodo de la dictadura sin grandes preocupaciones y acababa descubriendo, casi a su pesar, el grado de barbarie e impunidad con el que se llevó a cabo la persecución de los grupos subversivos que amenazaban la estabilidad del país. Ese personaje representaba a amplios sectores de la población argentina y la película tomaba uno de los aspectos más sórdidos de esos años oscuros: el tráfico de huérfanos de represaliadas asesinadas.
De todos modos, como películas son más interesantes otras en las que el tema de la dictadura aparece como telón de fondo o de forma más tangencial. Por ejemplo, El secreto de sus ojos (2009) de Campanella y Capitán Kóblic (2016) de Sebastián Borenzstein, ambas con Ricardo Darín, o Rojo (2018) de Benjamin Naishtat con Darío Grandinetti. Y sobre todo El clan (2015) de Pablo Trapero, basada en la historia real de un ex torturador de la dictadura que al quedarse sin trabajo organiza con su familia el secuestro de personas adineradas para cobrar rescates. El infame personaje principal, interpretado por un inquietante Guillermo Francella, retrata mejor que nadie cómo cuando la política quiebra los resortes legales de control democrático se convierte en cobertura de psicópatas. El clima de la época aparece como trasfondo en el novelón de Mariana Enríquez Nuestra parte de la noche, tratado con gran perspicacia desde la perspectiva del género de terror.
Con respecto al juicio de Argentina, 1985, y antes de que los voceros de las miserias de la Transición y el régimen del 78 –los populistas bolivarianos de Podemos, con algún peronista incorporado, y los nacionalistas periféricos de toda la vida– empiecen a sermonear con lo de que allí sí se hizo justicia y aquí nada de nada, conviene apuntar que tras el juicio y las condenas vinieron leyes de punto final, obediencia debida, indultos del gobierno Menem, revocación de indultos… Y es que una transición se hace con pactos políticos y precarios equilibrios (como bien muestra Invictus (2009), la película sobre Mandela de Clint Eastwood basada en el libro de John Carlin).
Si el tardofranquismo tuvo su mejor retrato en pantalla en La escopeta nacional (1978) de Berlanga, la transición el cine español la ha reflejado en dos etapas: en el momento en que se estaba produciendo y en las reconstrucciones históricas a posteriori. Durante ese periodo emergieron algunos subgéneros propios de la época, que reflejaban cada uno a su modo, los cambios sociales: lo que podríamos denominar cine progre –las primeras películas de Garci, Colomo, Trueba, Bellmunt en Cataluña o, en un registro muy singular, Gutiérrez Aragón–; el cine quinqui de De La Loma; el cine sociológico y sensacionalista de Eloy de la Iglesia (tras sus interesantes inicios en la serie B y el cine de género); el destape y el cine carpetovetónico de Ozores con Esteso y Pajares; los últimos coletazos de cineastas del franquismo como Pedro Lazaga o Rafael Gil (que hacía ya muchos años que habían dejado atrás sus años de esplendor); algunas tentativas de cine político como Siete días de enero (1979) de Juan Antonio Bardem, sobre la matanza de los abogados de Atocha o, en versión político-surreal, la olvidadísima rareza Alicia en la España de las maravillas (1979) de Jordi Feliu, además del documental El desencanto (1976) de Chávarri, a su manera la crónica más certera de los cambios sociales de la España de aquel entonces.
En los ochenta aparecieron películas sobre casos reales como Asalto al Banco Central (1983) de Santiago Lapeira o El caso Almería (1984) de Pedro Costa, además del documental en dos partes Después de… –No se os puede dejar solos y Atado y bien atado– (1980) de los hermanos Bartolomé –que con su sesgo político podría ser el equivalente a lo que fue La vieja memoria (1979) de Jaime Camino con respecto a la Guerra Civil–, y ya en el siglo XXI el cineasta que más se ha esforzado por retratar ese periodo es Alberto Rodríguez, que lo ha plasmado con inteligencia en La isla mínima (2014) o la reciente Modelo 77 (2022). El mejor retrato contemporáneo del tardofranquismo es la serie televisiva El día de mañana (2018), brillante adaptación de Mariano Barroso de la novela de Ignacio Martínez de Pisón.
Volviendo a Argentina, este verano se estrenó en HBO una serie Santa Evita, basada en la novela de Tomás Eloy Martínez (autor también de La novela de Perón), que reconstruye el esperpéntico episodio real del embalsamamiento del cadáver de Evita (llevado a cabo por el médico y embalsamador español Pedro Ara Sarriá, al que en la serie da vida Francesc Orella) y las varias reproducciones en cera que se hicieron y sembraron la duda sobre cuál era el cadáver auténtico. La serie -como la novela- apunta algunas cosas para entender el fenómeno del peronismo, la figura de Perón (al que en la serie interpreta un muy convincente Darío Grandinetti) y el personaje de Evita (Natalia Oreiro), una actriz mediocre reconvertida en líder populista.
Santa Evita –con varios episodios dirigidos por Rodrigo García, el hijo de García Márquez– arranca con mucha potencia y acaba perdiendo fuelle en los últimos capítulos, convertida ya en la crónica de la obsesión necrófila por Evita del militar encargado de custodiar el cadáver (un notable Ernesto Alterio, que borda el papel de tipo iracundo, alcohólico y desquiciado). La segunda esposa de Perón, María Estela Martínez de Perón y su desastroso gobierno (con personajes delirantes como López Rega, aquel Rasputín porteño, ministro, fundador de la Triple A y aficionado al esoterismo y la nigromancia al que apodaban El brujo) tuvieron mucha culpa del golpe y el posterior periodo de las Juntas Militares, cuyos crímenes se juzgaron en el histórico proceso que recrea Argentina, 1985.