Imagen de promoción de 'Armageddon Time', de James Gray

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Cine & Teatro

James Gray y el fin de la inocencia

El cineasta norteamericano explora la institución familiar en 'Armaggedon Time', una película con trasfondo biográfico que narra el conservadurismo moral de la Norteamérica de los años ochenta

16 diciembre, 2022 21:00

Tres de los mejores cineastas norteamericanos en activo han abordado en su película más reciente el género del coming of age o historia de aprendizaje vital en tres estupendas obras cargadas de elementos autobiográficos. Paul Thomas Anderson en Licorice Pizza recrea el Valle de San Fernando de su adolescencia en los años setenta del pasado siglo (el protagonista está inspirado en las vivencias de su amigo Gary Goetzman, que fue actor infantil, pero hay abundantísimos elementos personales, porque Anderson también creció en el valle). Richard Linklater ha recreado en Apolo 10 ½ su adolescencia en Houston a finales de los sesenta, con ayuda de la animación rotoscópica. Y ahora James Gray (Nueva York, 1969) cuenta en Armaggedon Time las andanzas de un adolescente en la Nueva York de 1980. Las dos primeras mencionadas las hemos comentado en estas páginas y ahora es el turno de la tercera.

La propuesta de Gray es de apariencia modesta y pequeña. Una historia familiar, que sucede en un corto periodo de tiempo y avanza sin prisas, punteada por algunos acontecimientos dramáticos que marcarán para siempre al protagonista y le abrirán los ojos a las realidades de la vida adulta. La película tiene claras pinceladas autobiográficas y no es casual que el chaval sea pelirrojo (Gray lo es), que sus antepasados judíos llegaran a Estados Unidos desde lo que entonces era el Imperio Ruso (hoy Ucrania), huyendo de los pogromos de los cosacos (ese es el origen familiar de Gray), que el padre al que su rol familiar le viene grande se parezca muchísimo al progenitor de Gray… Después de dirigir varias cintas de elevadísimo presupuesto, Armaggedon Time es además una vuelta a los orígenes de su cine, a los barrios periféricos de Nueva York y a la familia como eje de la narración.

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El cineasta debutó en 1994 con Cuestión de sangre (Little Odessa), sobre un asesino profesional (Tim Roth) que regresaba al neoyorquino barrio de emigrantes rusos en el que creció, cerca de Coney Island. Era formalmente un policiaco, con notoria influencia del cine de mafiosos de Scorsese. Sin embargo, en esta primera obra ya era diáfano que, más allá del submundo criminal que describía, la familia tenía un papel central. Esta misma fórmula de cine negro como vehículo para abordar los lazos familiares, siempre con Nueva York como escenario, la repitió en las dos siguientes. Vino a continuación La otra cara del crimen (The Yards, 2000), con Mark Wahlberg, Joaquim Phoenix y el veterano James Caan.

En este caso narra el regreso a la casa de su madre en Queens de un joven que sale de la cárcel e intenta reinsertarse, pero acaba liado en los turbios y nada legales negocios familiares. Y llegó después la que culmina esta suerte de trilogía y que es la más redonda de las tres: La noche es nuestra (2007), de nuevo con Wahlberg y Phoenix, esta vez con Robert Duval como presencia senior. Ambientada en Brooklyn, se centra en una familia de origen ruso dividida entre los dos lados de la ley: un hermano y el padre son policías y el otro hermano es propietario de un club y se codea con mafiosos y traficantes de droga. La trama tiene ecos shakespirianos e incluso bíblicos (la parábola del hijo pródigo), que Gray aplica con solvencia al policiaco siguiendo las lecciones aprendidas en el cine de Scorsese y Coppola.

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La cuarta obra del cineasta, Two Lovers (2008), deja de lado el género criminal, pero mantiene Nueva York como escenario y la familia como elemento clave. Repite Joaquim Phoenix, que interpreta a un joven inestable, de tendencias suicidas, que, bajo la preocupada mirada de sus padres, se debate entre dos mujeres muy diferentes. Es un drama exacerbado, que amenaza en no pocos momentos con salirse de madre, pero que el director logra mantener bajo control. Esta cinta cierra la interesante primera etapa, en la que Gray se construye como autor, con temas recurrentes, el retrato de un entorno que conocía muy bien y un estilo personal, con cierto aire indie, pese a que contó con financiación de productoras de primera línea y actores con estatus de estrella.

Lo que sigue son tres películas de presupuestos mucho más elevados, en las que hace incursiones en géneros muy diferentes. Aunque a simple vista pudiera parecer que abandona su veta de autor para trabajar con más medios en proyectos menos personales, en realidad siguen estando presentes sus temas centrales y su mirada, aunque en ocasiones sea de forma menos evidente. El sueño de Ellis (2013), traducción creativa y bastante absurda que hace referencia a Ellis Island del mucho más neutro título original, The Immigrant, es una película de época, ambientada a principios del siglo XX. Por primera y hasta ahora única vez en el cine de Gray, la protagonista es una mujer.

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Se trata de una chica polaca (Marion Cotillard en una interpretación admirable y rebosante de matices en su contención) que llega a América sin medios y acaba en las garras de un proxeneta (de nuevo Joaquim Phoenix, aquí en un papel de especial complejidad que demuestra por qué es uno de los grandes actores actuales). La historia se complica y alcanza una intensidad melodramática inaudita cuando aparece el primo del proxeneta (Jeremy Renner), que ejerce de mago de poca monta, y el propio proxeneta empieza a ver a la chica como algo más que un mero objeto con el que obtener dinero. Al final, este personaje sórdido y manipulador acaba en parte redimido con un último gesto, que lleva al extraordinario plano final de la película: una doble imagen que muestra una barca alejándose y un reflejo en un espejo. Aunque abordado desde otro ángulo, el tema de la emigración estaba ya omnipresente en el cine anterior de Gray, cuyas familias tienen siempre raíces en la vieja Europa, y vuelve a aparecer con fuerza en Armaggedon Time.

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Z. La ciudad perdida (2016) es, de nuevo, una película de época, pero en un registro muy diferente, cercano al género de aventuras. Recrea la vida del explorador británico Percy Fawcett, uno de esos tipos larger than life que estaban hechos con un molde que hoy en día ya no existe. Recorrió como cartógrafo para una compañía que explotaba el caucho la frontera entre Brasil y Bolivia en el Amazonas, participó en la Primera Guerra Mundial, se obsesionó con la supuesta existencia en las profundidades de la selva de una ciudad a la que llamaba Z y que no era otra cosa que El Dorado mezclado con el mito de los atlantes.

La obsesiva búsqueda de este lugar legendario que contendría incontables tesoros y los vestigios de una civilización extinguida, lo llevó a sacrificarlo todo. Dejó atrás a su familia y acabó perdiendo la vida junto a la de su hijo, al que embarcó en la quimérica aventura. Aunque con algún que otro altibajo en el ritmo narrativo, la película es visualmente impecable y logra transmitir la obsesiva personalidad de Fawcett en busca del ideal absoluto en forma de fantasmagórica ciudad perdida. Con todo, no tiene la fuerza de la que probablemente sea la mejor película sobre exploradores –Las montañas de la luna (1990) de Bob Rafelson, sobre Richard Burton y John Hanning Speke en su búsqueda de las fuentes del Nilo– y le falta el toque de locura de Herzog en la también amazónica Fitzcarraldo (1982).

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Aunque de forma más velada, la familia sigue siendo un tema relevante en la historia y la relación del explorador en busca de su quimera con su esposa y su hijo son dos de las subtramas más interesantes. La relación paternofilial ocupa un lugar central en Ad Astra (2019), formalmente una película de ciencia ficción, pero que bebe de la estructura del viaje iniciático y abisal de El corazón de las tinieblas (1899) de Conrad y tiene obvios ecos de la gran relectura cinematográfica de esa novela, Apocalypse Now (1971) de Coppola. Aquí un hijo astronauta parte en busca del padre enloquecido y perdido, no en las entrañas de la selva como Kurtz, sino en el ignoto espacio exterior, donde se ha convertido en una amenaza para la humanidad.

La idea conradiana del viaje físico como periplo también íntimo hacia los infiernos personales que vertebra Ad Astra está también presente en Z. La ciudad perdida. En ambas participó como productor Brad Pitt con su productora Plan B, y en Ad Astra es además el protagonista, secundado en papeles episódicos por Donald Sutherland y Tommy Lee Jones. Aunque sin llegar al nivel de otras ambiciosas aproximaciones recientes a la ciencia ficción con vocación de llevar al género un paso más allá, como Interestelar (2014) de Nolan o La llegada (2016) de Villeneuve, la incursión de Gray presenta un interesante futuro cercano con viajes espaciales comerciales a la luna y una base militar en Marte, y contiene escenas espectaculares muy bien rodadas (la persecución de los piratas en la Luna, el ataque de los monos enloquecidos en la nave a la deriva, la prolongada espera en la base de Marte…).

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Y de pronto, de forma sorpresiva, Gray decide regresar a sus orígenes con una película intimista y de corte autobiográfico. En un visionado poco atento, puede parecer una propuesta de escasa envergadura, pero en realidad es una obra repleta de sugerencias y matices. Cuenta el proceso por el que un niño conflictivo (Michael Banks Repeta), hijo de una familia judía de clase media baja, descubre de golpe lo que significa dejar atrás las ensoñaciones infantiles y hacerse adulto. El cineasta perfila con inteligencia y sutileza dos temas muy relevantes que funcionan en apariencia como mero contexto, pero que acaban teniendo una relación muy directa con la trama principal, que se sitúa en un momento muy preciso.

Estamos en 1980, en los meses previos a que Ronald Reagan gane las elecciones como presidente en enero de 1981. Al principio de la película, el todavía senador Reagan comenta por televisión que si vuelven a ganar los demócratas se producirá el Armagedón y de ahí viene el título. El vuelco hacia el conservadurismo moral y el liberalismo salvaje que supondrá la era Reagan (un golpe de timón ideológico a la herencia de los sesenta y los setenta) se apunta de un modo brillante en un pequeño detalle.

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Con gran esfuerzo económico, los padres sacan al chico del colegio público en el que estudia y lo meten en uno privado, porque les parece el modo de encauzarlo hacia el triunfo social pese a ser judío (la familia ha americanizado su apellido y el abuelo cuenta cómo no lo admitieron en ninguna gran universidad por su origen). Y en esa elitista y muy wasp escuela privada aparece el pequeño detalle al que hacía referencia en forma de personaje real: uno de los patronos es nada menos que Joseph Trump (sí, el padre constructor, chanchullero y racista de Donald) y también asoma su hija Joyceline (Jessica Chastain en un breve papel), que les da a los alumnos una conferencia motivacional enalteciendo los valores ultraliberales. 

El otro elemento de contexto con mucho peso es la familia del chico. Son judíos que han hecho todo lo posible por integrarse en el sueño americano y que en una escena se pasean en coche por un barrio rico contemplado y anhelando las casas en las que les gustaría vivir. En esa familia liberal a la que horripila el triunfo de Reagan y que ha sufrido en sus carnes el racismo, este asoma en forma de rechazo al amigo negro del hijo en la escuela pública (un personaje que tiene un papel muy relevante en la trama).

Este rechazo que tiene también un componente clasista, que conecta con la historia del padre del protagonista (Jeremy Strong, brillante en el papel), al que la familia de la madre (Anne Hathaway) siempre ha mirado por encima del hombro por su profesión de fontanero. Todos salvo el abuelo (un sobresaliente Anthony Hopkins), que se convierte en el referente moral y guía del chico. Su muerte será el primer aviso de que la vida adulta está llamando a la puerta. El definitivo abandono de la inocencia infantil se producirá en forma de una traición, una cobardía, que cierra la película y supone la asunción dolorosa de que el mundo no es perfecto y uno acaba renunciando a sus ideales más nobles. 

James Gray acierta al huir de toda tentativa de facilona sobrecarga nostálgica en la ambientación de época, que se apunta de forma solvente con unas pocas referencias musicales y cinematográficas. El resultado es una pequeña gran película que, sin ponerse nunca grandilocuente, retrata una época de cambios, construye un sugestivo microcosmos familiar y cuenta una potente historia de iniciación con evidentes tintes autobiográficos.