Alberto Rodríguez y la España en negro
Las películas del cineasta, desde 'El factor Pilgrim', su debut 'amateur' junto a Santi Amodeo, hasta 'La isla mínima' o 'Modelo 77' logran trasladar el género norteamericano a la realidad española
16 noviembre, 2022 19:30Cuando se estrenó en septiembre de 2014 La isla mínima se produjo una situación disparatada. La crítica se lanzó en tromba a hablar de la influencia de True Detective, estrenada en enero de ese año, y Alberto Rodríguez se dedicó a desmentirlo arguyendo que había rodado su película en octubre de 2013, antes de que True Detective saliera a la luz y por tanto era imposible haberse inspirado en la serie americana. Casualidades e imposibilidades aparte, es cierto que algunos elementos permitían establecer la comparación: una zona pantanosa como escenario –las marismas en un caso, los pantanos de Luisiana en el otro–, un asesino psicópata, una pareja de detectives y una puesta en escena con algún punto en común, porque ambas propuestas son cine negro con una atmósfera opresiva. Sin embargo, la serie de Nic Pizzolatto iba mucho más lejos en el viaje a la locura de los detectives, con la referencia para iniciados a Carcosa, la ciudad imaginada por Ambroise Bierce, utilizada por Robert Chambers en El rey amarillo y después retomada por algunos de sus admiradores como Lovecraft.
No había ni rastro de esto en La isla mínima, pero el curioso entuerto de las supuestas influencias sirve para plantearnos qué significa hacer cine negro en España. El género carece de una tradición propia sólida, aunque ha dado algunas joyas dispersas y ha tenido puntuales momentos álgidos, por ejemplo en los años cincuenta y primeros sesenta, con notoria relevancia de Barcelona como centro de producción. Casi siempre hemos tomado el cine americano como modelo y demasiadas veces, en el intento de arraigar el género a la realidad española, se cae en la trampa del mimetismo y los clichés de la cinéfila. Un ejemplo claro es El crack de Garci, que fue recibida en su momento como un hito, pero que, por mucho que el detective tenga la cara de Alfredo Landa, huele demasiado a refrito transatlántico.
Hasta que directores como Alberto Rodríguez, Urbizu o Sorogoyen dan una vuelta de tuerca y, sin renunciar a los ágiles modelos narrativos americanos, logran construir productos autóctonos que no tienen sabor a pastiche. La isla mínima de Rodríguez es un perfecto ejemplo: absorbe las lecciones de contrastada eficacia del cine americano, pero logra hacer una película por completo enraizada en nuestra realidad. Es más, se sirve del policiaco para trazar un retrato de la sociedad española en un contexto histórico muy concreto. Este es uno de los mayores méritos del cine de Rodríguez a partir de Grupo 7.
La carrera del cineasta puede dividirse en dos grandes bloques, cuya línea de corte sería esta película. La primera etapa arranca con el largometraje El factor Pilgrim (2000), codirigido con Santiago Amodeo (ya había hecho juntos un corto previo un años antes, Bancos). Rodada en Londres, es un producto casi amateur. Cuenta las andanzas de un español que se busca la vida en la capital británica y comparte piso con un italiano, un sueco y un inglés. Hay un rocambolesco hilo argumental (apoyado por la omnipresente voz en off del protagonista) a partir de una caja y una fotografía adquiridas en un mercadillo callejero que llevan a la pista de un músico escocés –el Pilgrim del título– que supuestamente compuso las canciones más célebres de The Beatles y después desapareció sin dejar rastro.
Esto da pie a algunos guiños para fans del grupo (la desaparición de un par de rostros en la legendaria portada que Peter Blake hizo para el Sargent Peppers y una imagen final que es un homenaje a otra portada icónica, la de Abbey Road). Lo más curioso es el retrato casi documental de un Londres de squatters y barrios nada turísticos, rodando cámara en mano casi en plan guerrillero. Más allá del esquematismo de personajes y argumento, y de las pésimas actuaciones del reparto, la propuesta es simpática por la desfachatez de irse a Londres a rodar su primer largometraje. El poster de Dawn by Law que aparece fugazmente acaso sea un guiño al referente al que pretendía emular: el rey del cine independiente Jim Jarmush. El planteamiento recuerda a lo que hizo en su día Fernando Colomo en La línea del cielo (1983), para cuya filmación se llevó a Antonio Resines de viaje a Nueva York y allí creo una película improvisada a partir de la mínima historia de un fotógrafo español en crisis.
El guión de la siguiente producción, El traje (2002), lo firman Rodríguez y Amodeo, pero la dirección es del primero en solitario. Plantea una fábula cargada de crítica social: un emigrante negro recibe de un jugador de baloncesto también negro un traje como obsequio por haberle ayudado. Desde el momento en que se lo pone, todo el mundo empieza a verlo con otros ojos. La moraleja es diáfana y hasta un poco demasiado obvia, pero la película levanta el vuelo a partir del momento en que el joven emigrante conoce a un estafador de poca monta (Manuel Morón, el mejor actor del reparto con diferencia), empeñado en enseñarle los trucos del oficio. El escenario ya no es Londres, sino una Sevilla también alejada de tópicos de postal, en la que destaca la casa abandonada en la que viven el emigrante y el pícaro profesional. El guion bebe del humor negro de Rafael Azcona y aunque queda lejos del maestro, perfila con maña a una serie de marginados y buscavidas entrañables que sostienen las flaquezas de la trama.
Sevilla es también la ciudad de 7 vírgenes (2005), pero aquí la óptica es otra, un realismo puro y duro que anuncia el camino que va a tomar la obra de Rodríguez como retrato social de la España de las últimas décadas. La película está en la estela del cine quinqui que en la transición se inventó en forma de exploit José Antonio de la Loma y al que se sumaron directores como Eloy de la Iglesia con Colegas y hasta Carlos Saura con Deprisa, deprisa; pero sobre todo bebe de la revisitación de la barriada que proponen cintas posteriores como Barrio de Fernando León de Aranoa o El Bola de Achero Mañas.
Quizá el mayor pecado de 7 vírgenes sea que resulta bastante previsible en el desarrollo de las andanzas de un chaval al que dan un permiso de 48 horas en el reformatorio para acudir a la boda de su hermano mayor. Este no tarda ni dos segundos en liarse con su colega delincuente y hasta tiene tiempo de vivir un romance. Aun así, esta producción es un paso adelante importante hacia la profesionalización y el guion es mucho más sólido que el de las dos anteriores. Está coescrito con Rafael Cobos, que a partir de aquí se convierte en el cómplice de Rodríguez en todas las películas posteriores.
Lo mejor de esta, dos aspectos. El primero: las actuaciones de Juan José Ballesta y Jesús Carroza (que era un chico de barriada al que se eligió en un cásting y acabó ganado el Goya al mejor actor revelación); Ballesta ya había debutado en El Bola en un registro muy similar). El segundo: algunas escenas que permiten ver ya de forma muy clara el talento de Rodríguez tras la cámara, en especial la trepidante –y muy creíble, cosa no tan fácil de conseguir– persecución en el centro comercial tras cometer un robo.
Si el protagonista de 7 vírgenes es un adolescente de barriada, el trío en el que se centra After (2009) son treintañeros de clase social media-alta en plena crisis existencial. De nuevo Sevilla es el escenario y la película –que pinchó muy injustamente en taquilla, quizá por su incómoda crudeza– es muy superior a la precedente y cuenta con un guion complejo e impecable. Se cuenta el reencuentro una noche de verano de tres amigos desde el instituto –Ana, Julio y Manuel– que están en pleno síndrome del Lost Paradise como dice uno de ellos al inicio. A partir de aquí se desarrolla una larga velada de alcohol, drogas, sexo, tensiones latentes entre ellos que acaban estallando, desenfreno y autodestrucción. Esta larga noche se ve jalonada por tres historias que explican la crisis personal de cada uno de ellos y que hablan de desmoronamientos familiares, miserias laborales, adicción al sexo y soledad.
La película se desliza hacia la madrugada y hacia situaciones cada vez más sórdidas y retorcidas, e incluye varias escenas de sexo muy bien rodadas, nueva muestra del talento visual del cineasta. Aquí cuenta con un eficaz trío de actores: dos veteranos, Tristán Ulloa y Willy Toledo –antes de pelearse con todo el mundo con sus salidas de pata de banco– y Blanca Romero, que venía de la televisiva Física o química. En su día se leyó como una crónica generacional, pero creo que su ambición supera con creces esta etiqueta. Tras el fracaso de After, Grupo 7 fue un éxito y obtuvo nada menos que dieciséis nominaciones a los Goya, aunque solo ganó dos menores. Está muy libremente inspirada en hechos reales relacionados con la corrupción policial. Y se desarrolla en un periodo muy concreto, remarcado con insistencia: los años de preparación de la Expo de Sevilla, entre 1987 y 1992, en los que se pone empeño en limpiar el centro de la ciudad de delincuencia y droga. Está filmada con una cámara nerviosa y una fotografía saturada que le dan un aire de pseudocumental que le sienta muy bien.
El retrato de los barrios degradados del centro y la periferia de la ciudad es veraz, si bien la credibilidad se pierde un poco en algunas escenas de acción demasiado peliculeras, aunque muy bien rodadas. De los cuatro policías protagonistas, se desarrolla la vida privada de dos de ellos: el personaje de Mario Casas, que está apañado, y el de Antonio de la Torre, que compone con brillantez uno de sus tipos taciturnos que lo expresan todo con miradas y silencios. En Grupo 7 el contexto histórico es muy preciso y adquiere un protagonismo central. En las siguientes obras, Rodríguez repetirá la estrategia, cada vez con más eficacia y sutileza. A través del género policiaco o negro, va componiendo un retrato sociopolítico de la España de las últimas décadas.
La isla mínima (2014) es su consagración ya inapelable: diecisiete nominaciones a los Goya de las que gana diez, incluidas mejor película, mejor director y mejor guion. La factura visual es perfecta y envolvente, la trama está muy bien construida, con giros bien medidos, y tanto la fotografía de Álex Catalán como la música de Julio de la Rosa contribuyen a crear el clima opresivo que se mantiene a lo largo de todo el metraje. La historia, a partir del brutal asesinado de dos niñas de un pueblo de las marismas del Guadalquivir, sucede en septiembre de 1980, es decir meses antes del intento de golpe de estado del 23-F.
A diferencia de las imágenes documentales que abrían cada año en Grupo 7, aquí el trasfondo histórico está perfectamente integrado en el desarrollo de la trama y fluye mucho mejor: huelgas de jornaleros, deseo de migración de los lugareños, machismo recalcitrante, costumbres y corruptelas arraigadas en los policías locales … La España de la Transición es retratada de forma tan precisa como sutil a través de pinceladas que se suman una historia criminal con pornografía, abuso de menores, tráfico de drogas y un psicópata suelto. Y todo ello sucede en un mundo cerrado que tiene sus propias leyes no escritas: las marismas. Este paisaje adquiere tal relevancia que se convierte en un protagonista más.
Otro ejemplo del salto adelante con respecto a Grupo 7: aquí no hace falta incorporar subtramas íntimas de los dos policías protagonistas para dar cuerpo a los personajes. Basta con marcar aquello que los enfrenta –uno viene de la Brigada Político-Social franquista, el otro es un demócrata dispuesto a mojarse por cambiar el país– y dar algunas pinceladas sobre la personalidad de cada uno. Es muy de agradecer que el guion no se quede en el planteamiento fácil del bueno demócrata y el malo franquista. En este sentido, es portentosa la interpretación de Javier Gutiérrez, que sabe insuflar humanidad a un personaje muy turbio que le valió un merecidísimos Goya al mejor actor.
Otra interpretación portentosa, en este caso de Eduard Fernández, es uno de los pilares que sostienen El hombre de las mil caras (2016). La película recrea uno de los escándalos más sonados de la democracia: la fuga de Roldán. El organizador es Francisco Paesa, un inidivuo escurridizo y oscuro, entre superespía con conexiones internacionales y marrullero que parece sacado de Mortadelo y Filemón. ¿Qué y quién era en realidad Paesa? La ambigüedad, las medias sonrisas, el gesto desdeñoso con cigarrillo en mano son algunos de los detalles con los que Fernández construye un personaje memorable. El guion parte de una idea inteligente: es el El Piloto (José Coronado), un colaborador de Paesa, quien narra la historia y la adopción de este punto de vista permite manejar las zonas de sombra que tiene el caso. La fuerza de las imágenes supera incluso a la anterior, con varias persecuciones por París rodadas de forma admirable.
Aquí no solo el contexto vuelve a ser relevante, sino que tanto la historia que se cuenta como los protagonistas son reales. Era todo un reto, del que Alberto Rodríguez sale airoso (aparecen figuras como Vera y el ministro Juan Alberto Belloch –con sus correspondientes motes humillantes– y un Roldán al que se dota de un cierto sentido de la dignidad que no estoy muy seguro que tuviera). En este caso, el cineasta juega con un subgénero, el de espías, que tiene todavía menos tradición en nuestro país. De hecho, es casi inexistente, apenas hay nada entre aquella esforzada y entrañable coproducción en la que el gran Antonio Isasi-Isasmendi hacía un refrito de James Bond –Estambul 65 (1965)– y una serie reciente como La Unidad (2020) que provoca entre vergüenza ajena y ataques de risa tonta.
Rodríguez consigue un thriller soberbio de nivel y ambientación internacional, pero completamente arraigado en la realidad española (¿en qué tradición que no sea nuestra picaresca puede suceder que se haga pasar a un camarero cojo de un restaurante vietnamita de París por el capitán Khan de la policía de Laos que supuestamente entregó a Roldán?). En los seis años que separan El hombre de las mil caras de su siguiente película, Modelo 77 (2022), el director hizo dos incursiones dignas de mención. Una en la publicidad, rodando uno de esos anuncios de Estrella Damm que son como la versión veraniega y moderna de los navideños de Freixenet, es decir publicidad de autor –su corto se llamaba Las pequeñas cosas– que cuenta una pequeña historia. La otra incursión, de más envergadura, fue en las series televisivas de plataformas con La peste (2018) producida por Movistar + y ambientada en la Sevilla del siglo XVI.
Y llega por fin Modelo 77, un proyecto al que Rodríguez y Cobos llevaban quince años dándole vueltas. De nuevo tenemos un contexto sociopolítico retratado a través del género policiaco: la Transición en sus años más complicados, entre 1976 y 1978. Está ambientada en Barcelona o más concretamente la cárcel Modelo, en pleno centro de la ciudad. La propuesta es brillante, porque en lugar de centrarse en los presos políticos, que sería lo más previsible y obvio, se opta por los comunes, meros comparsas en los cambios que están produciéndose, pero que reclaman también ser oídos. Esto sucedió a través de la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha), a través de la cual pidieron también la amnistía.
Aquí tenemos una historia real, que terminó con la fuga de cuarenta y cinco presos de la Modelo en junio del 1978, pero contada a través de personajes ficticios. Y esto da pie a la segunda decisión brillante de guion: es a través de un outsider –un joven contable acusado de desfalco– que se introduce al espectador en el mundo carcelario, creando así una complicidad. Lo que sigue es una crónica con violencia, humillaciones, palizas de los funcionarios motines, huelgas de hambre, autolesiones y la aparición de la heroína. Todo culmina en el manejo de otro subgénero, la película de fugas, con homenaje incluido al clásico La evasión (1960) de Jacques Becker. Sin alharacas, ni actitudes de director vedette, Alberto Rodríguez ha ido construyendo una carrera ascendente, que culmina, de momento, con tres obras magníficas –La isla mínima, El hombre de las mil caras y Modelo 77– que se cuentan entre lo mejor del cine español reciente.