'Trafic': semilla de un cine expandido
La inimitable revista ‘Trafic’ se despide después de 30 años, 120 números y una andadura marcada por el diálogo desprejuiciado y las hondas y felices reflexiones sobre el cine y el resto de las artes
7 septiembre, 2022 19:15Fue su verdadero testamento, el último proyecto de Serge Daney, quien mes y poco antes de su muerte por sida, con el cronómetro marcando la suspensión de su cadáver, presentaba el segundo número de la revista, en un ya mítico coloquio en el Jeu de Paume el 5 de mayo de 1992. Treinta años y 120 números después, Trafic se ha terminado –si bien Raymond Bellour, uno de sus pilares críticos y teóricos, capitaneará en solitario, para P.O.L. y Gallimard, un número anual bajo el título Trafic, Almanach de cinéma– cerrándose así el más bello y exigente proyecto de revista de cine que hayamos conocido.
Podría pensarse, y no faltaría razón en la ecuación, que el fin de Trafic supone un signo más del apocalipsis cinéfilo contemporáneo, con las series de televisión y la banalidad vídeo e iconográfica de las redes sociales arrinconando al exangüe viejo cine, al que, ya prácticamente sin salas de exhibición dignas de tal nombre, sólo le guiñan el ojo museos y filmotecas, casi siempre para iniciativas, digamos, de disecado. Sin embargo, no habría que olvidar que aquel proyecto casi póstumo de Daney –luego vendrían más pérdidas significativas: en 2003 caería Jean-Claude Biette; en 2018, y en accidente de tráfico, el exquisito editor Paul Otchakovsky-Laurens, pieza clave en la supervivencia de la revista– ya se fundó cruzada la laguna Estigia.
Es decir, desde una resistencia y clandestinidad cifradas en su propio título (que, junto a la referencia a la película homónima de Jacques Tati, nombraba un credo: el del contrabando de ideas, de deseo crítico, de apasionamiento cinéfilo; el de un tráfico, en definitiva, entre las artes, y, sobre todo, entre imágenes y escritura) y a partir de un duelo creativo que asumía, ya en la década de los noventa, la posición subalterna del cine con respecto a otros competidores audiovisuales.
Esta naturaleza guerrillera de Trafic y el mundo paralelo que fue poco a poco cimentando, se los había resumido pioneramente Daney a Mikhael Iampolski al señalarle la condición utópica de la revista, compuesta por “un grupo de críticos reunidos en una especie de comunidad epistolar ideal”, que alumbraba un anacrónico Siglo de las Luces cinéfilo, repleto de misivas entusiastas, de cartas de amor, de amistad, de reflexiones iluminadoras, de ironías esclarecedoras; también, sobre todo, de aquellos textos como “mensajes en botellas lanzadas al mar” de los que hablara Daney –al que tan bien se le dieron las metáforas, sobre todo las deportivas (del tenis principalmente), cuando, en este mismo sentido, peroraba sobre el juego entre cineastas y críticos que se servían buenas pelotas que dignificaban el intercambio creativo–. Lo lúdico, una divertida fineza, sería desde el origen una de las características del empeño en la revista, seguir re-viendo y rumiando aquello que se había ido quedando adentro.
Como advirtiera el filósofo Jacques Rancière, otro de los colaboradores habituales, en el famoso número 37, dedicado en su integridad a Daney y su legado –el único tomo de Trafic que se ha traducido al español, en la editorial Shangrila–, se apostaba aquí por profundizar en el presente del cine, no tanto en su “actualidad artística” como en su potencial estético e imaginario “de presente”, en tanto que gestor de formas de experiencia individuales y colectivas, de maneras de habitar la realidad, de convivir con esas imágenes (más cerca del mundo, entonces, que de la sociedad, en términos del propio fundador) que se mantienen en el tiempo.
Por otro, lejos de cualquier atisbo de nostalgia, se asumía con orgullo la ontología melancólica del cine, aquel suplemento “tan instantáneo como la sombra” –en certera reflexión de Patrice Rollet, otro de los fundadores y una de las mejores plumas de la revista– que asalta a todo lo tocado, lo registrado por el cinematógrafo, lugar del crimen (recorte y momificación de lo real, en términos bazinianos) y de la resurrección (mágica reanimación de esos mismos restos en su proposición de un mundo otro) para el espectador sumergido en su peculiar oscuridad, en su noche artificial a espaldas de la realidad oficial, camino de una renovada niñez que tendría que ver menos con Freud que con la sacudida proustiana del tiempo recobrado.
La idea fuerte, de fondo, venía de Jean-Louis Schefer –otra desaparición reciente, otra pérdida incalculable dentro de la familia Trafic–, un sol extraño orbitando lejos del planeta-cine pero influyendo como pocos en sus mareas más subterráneas, desde que diera con aquel hallazgo según el cual el cine habría mirado su infancia; desde la gestación de ese pensamiento mágico por el que lo filmado se podría personificar como una instancia oracular que, en tanto que memoria secreta del mundo, nos conoce ya en nuestro amanecer a la vida, mejor que nosotros mismos, pues atesora un saber de lo que aún ni siquiera podemos sospechar.
Schefer, insustituible teórico de cine y pintura, de la fijeza y el movimiento de las imágenes, fundamentaba de manera inconsciente las bases del verdadero juego cinéfilo, aquel que instiga un exceso improcedente, un desgaste injustificado y despilfarrador, en la apreciación de las películas; una respuesta alucinada, irresponsable, al estímulo audiovisual, que reverdece todas las posibilidades entre lo visto y lo no-visto, lo deseado y lo que realmente acontece, y que cimenta las bases de la cinefilia moderna.
Este pensamiento sería engrandecido por la sugerente crítica de corte memorialista de Daney, escritura que ponía en paralelo la historia del cine con la vida propia, pero sin alardes confesionales, apoyando las intuiciones líricas y metafísicas en el careo ineludible con las imágenes salvadas de lo real, como las de Noche y niebla de Resnais, que le susurraban indicios sobre el padre ausente, posiblemente exterminado, y sobre su futuro de frágil esqueleto, de nuevo apestado por la enfermedad ignominiosa. Y si ahora el cine contemporáneo, como comentaba otra ineludible pionera de la revista, Sylvie Pierre, puede haber dejado de mirarnos y soltado la mano hace tiempo, no obstaría para que recordemos la deuda y sigamos extendiéndola hacia él.
Lo más paradójico de este recogimiento íntimo con el cine que era seña identitaria de Trafic, al que en su día Daney llegara después de la experiencia en los Cahiers –que siguió a la etapa híper-ideologizada de la revista mensual– y de los años multitarea en Libération, es decir, en la rueda del periodismo diario (que fomentó el “tiempo perdido frente a la televisión”, de cuyos flujos sería uno de los mejores críticos imaginables), fue que se proyectara más allá de la tradicional autarquía cinéfila. Que se afilara en una piedra polifacética que, si bien no era nueva (en los setenta los Cahiers ya habían optado por abrir la revista a intelectuales de otros campos), aquí lucía con mayor intensidad, al tratarse de una revista trimestral, donde, desvanecida las presiones de la inmediatez, los textos de críticos, teóricos, cineastas, escritores, filósofos, poetas, etc., justificaban la ambición de un pensar más libre y con implicaciones históricas de mayor relevancia.
El cine, sin embargo, no renunciaba a su preeminencia, y lo que durante décadas han demostrado estos escritos es que a través del tamiz cinematográfico las demás artes resplandecían con una intensidad especial, que su rebajamiento al entrar en contacto con los vestigios del arte popular podía podar de academicismo a las manifestaciones estéticas más nobles, enrocadas en la torre de marfil cuando no establecidas, cómodamente, en un callejón sin salida. El espíritu de Trafic seguirá constituyendo un modelo ineludible para el diálogo entre disciplinas artísticas.
Así, el último número, que se remonta al invierno de 2021, fue fiel al ideario del tráfico incesante, a la capacidad de relacionar el cine con todo. Bajo la propuesta de reaccionar a un verso suelto de Pound como destinado a quedar cincelado en una lápida (“What thou lovest well remains…”), la despedida fue alegre, pues al final, como al principio, se habría tratado, como advirtiera en su día Schefer en una comparación que ahora le habría costado una inmediata cancelación, de escoger en la mancebía a aquel objeto de deseo que más subyugara, lejos de modas e imposiciones, no siempre el más aparente y ostentoso, ya que con este proceder, en la mayor de las libertades, es como la escritura vuela más alto, y uno de verdad aprende y descubre, objetivos fielmente cumplidos a lo largo de los años por la revista.
Bajo el prisma de una impura transmisión del apasionamiento, Marcos Uzal, por ejemplo, logra escribir una maravillosa pieza que hace equilibrismo entre los habituales halagos y denostaciones provocados por Muerte en Venecia; Marie Anne Guerin replantea la viciada relación de la ortodoxia cinéfila francesa con la tradición británica o, por poner otro caso entre muchos –el número 120 llegó a superar las 250 páginas–, Pierre Eugène radiografía (y transmite) su justificadísima inclinación por las películas de la productora Diagonale a partir de un análisis entrecruzado de títulos como Le théâtre des matières (Jean-Claude Biette, 1977), Les belles manières (Jean-Claude Guiguet, 1978) o Simon Barbès ou la vertu (Marie-Claude Treilhou, 1980), recortadas de la influencia general de Femmes, femmes de Paul Vecchiali, una de las películas que diera origen, en el lejano 1974 y con efectos algo retardados, a una sensibilidad especial que justo tiene que ver, me parece, con la superación de las estrecheces de la política de los autores y el reequilibrio entre lo popular y lo culto que fundamentaron Trafic para las nuevas generaciones cinéfilas.
Muerto quizás el cine, desaparecido Trafic, lo que quedan son precisamente estos que citamos, y otros muchos críticos, teóricos, cineastas, pensadores y escritores que se han ejercitado en esta libérrima relación con el cine y el resto de artes, y que en este último número se citan a modo de recuento final y definitivo montaje de atracciones intergeneracional, y donde tanto alegra encontrarse a compatriotas, y hasta amigos, como Manuel Asín, Paulino Viota, Víctor Erice, Fernando Ganzo o el propio Marcos Uzal, flamante redactor en jefe, en la actualidad, de los Cahiers du cinéma, al lado de Godard, Kluge, Syberberg, Ollier y, sobre todo, de un cementerio de ilustres –Benjamin, Barthes, Walser, Warburg, Sollers, Oliveira o nuestro Val del Omar…, entre decenas de personalidades de fuera y dentro del cine– con los que se ha sabido entablar un diálogo, una serie de rimas y afinidades justas y distantes, ingredientes necesarios en la relación de términos de la metáfora poética según Pierre Reverdy y que Godard supo llevar a su terreno, que sigue siendo el nuestro. Justo ese diálogo ininterrumpido de vivos y muertos, esa conversación infinita (y Blanchot también tuvo cabida en Trafic), nos permite mantener la confianza en el futuro.