La magdalena lunar de Richard Linklater
El director estadounidense rueda una película de animación con rotoscopio que explora a través de una fábula espacial el universo cambiante y las inseguridades propias de los adolescentes
13 julio, 2022 18:30Si hubiera que buscar algún tema nuclear en la obra del ecléctico Richard Linklater (Houston, 1960) este sería el de la memoria y el tiempo. Y si hay una película en que lo explora a fondo es en Apolo 10 ½, que estrenó en abril, casi de tapadillo, Netflix. En ella evoca sus recuerdos infantiles en el Houston de finales de los sesenta, con la carrera espacial y las misiones lunares como telón de fondo y como motor de la imaginación del protagonista, que es el propio cineasta cuando era un adolescente.
Linklater, de carrera extensa, variopinta e irregular, es conocido por el gran público por la trilogía formada por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013), películas en las que Ethan Hawke y Julie Delpy hablan y hablan y no paran de hablar en la línea del cine rohmeriano, y por Escuela de rock (2003), una comedia sobre un profesor de métodos poco ortodoxos al servicio del cómico Jack Black, que tiene una réplica menos lograda en Una pandilla de pelotas (2005) –conviene apuntar que el título original, Bad News Bears era menos pretendidamente graciosillo–, sobre el también poco ortodoxo entrenador (en este caso Billy Bob Throton) de un patoso equipo juvenil de beisbol. En estas dos últimas, Linklater se acerca al mundo de la adolescencia, que es uno de los ejes de su trabajo, al que ha dedicado películas más ambiciosas.
El tema ya está omnipresente en su tercera película, Movida del 76 (1993) –el título original, menos tontorrón, es Dazed and Confused–, una de las cintas favoritas de Quentin Tarantino. Se centra en un grupo de alumnos en el último día de su último curso en un instituto, ese rito de paso de la cultura norteamericana en que todo cambiará para siempre porque en breve se dejará atrás a familia y amigos para irse a estudiar a una universidad más o menos lejana. Este final de época ha sido retratado en infinidad de películas y cada generación cuenta con su particular manifiesto filmado.
Aunque abundan son las comedias burrotas con excesos etílicos y desenfreno hormonal, destacan propuestas como American Graffiti de George Lucas, con la incipiente intervención americana en la guerra de Vietnam y los cambios sociales de principios de los sesenta como telón de fondo. El mérito de la película de Lintlaker es que, más allá de las juergas, porros, alcoholes y bravuconadas sexuales de los desmadrados protagonistas, sabe transmitir la soterrada sensación de cambio de etapa y las angustias por las incertezas del futuro. El cineasta en cierto modo prolongó prolongó el tema con su película centrada en la etapa universitaria Todos queremos algo (2016). Sin embargo, su máxima aportación hasta ahora sobre la infancia y la adolescencia era Boyhood (2014), extensa pieza –casi tres horas– rodada a lo largo de doce años para plasmar con un único actor el crecimiento de su protagonista, cuya peripecia se sigue desde los seis a los dieciocho años. Solo alguien verdaderamente fascinado por este tema dedica doce años a un proyecto de tanta ambición.
Con Apolo 8 ½ el cineasta da una nueva vuelta de tuerca al asunto. Aquí evoca directamente su infancia y adolescencia en Houston, como hijo menor de una familia numerosa, cuyo padre era empleado de la NASA, pero en un anodino puesto administrativo. El complejo que esto le genera ante sus compañeros de colegio y su desatada imaginación le llevan a contar(nos) una historia según la cual dos mandamases de la agencia lo reclutan para probar un cohete que, por un error de construcción, solo puede ser tripulado por un niño.
De ahí el título, ya que esta misión secreta será la 10 ½, previa al legendario Apolo 11 de Armstrong y compañía. No hay que ser muy avispado para ver en el título un guiño a Fellini 8 ½, película emblemática sobre la memoria, la imaginación y demás procesos mentales, que son el eje sobre el que Linklater construye su propuesta. La película arranca con el toque fantástico de la misión infantil a la luna, a los pocos minutos la imagen se detiene (literalmente) y durante una larga hora se abandona esta trama y el director se dedica a desgranar sus recuerdos infantiles, hasta que en el tramo final retoma la supuesta misión infantil.
El cineasta explora con brillantez los procesos mentales: la memoria y la imaginación, y cómo se interceptan y nutren mutuamente (hay una escena en que el padre pone a ver en la tele el histórico alunizaje de 1969 a toda la familia para que sus hijos recuerden ese día histórico, pero como es tarde, los niños se quedan dormidos; ante la preocupación del progenitor porque se lo están perdiendo, su esposa le dice que no se preocupe, que cuando en el futuro recuerden ese día estarán convencidos de haberlo visto todo por la tele, porque así funciona la memoria, mezclando recuerdos e imaginación).
Lo que podríamos denominar el backstage de la carrera espacial dio lugar a un extraordinario reportaje periodístico narrativo de Tom Wolfe, Lo que hay que tener y más recientemente, Damien Chazelle se centró en las entrañas de la misión Apolo XI en El primer hombre. Linklater va mucho más allá y consigue toda una completa recreación de época, en la que el alunizaje del Apolo XI es solo una pieza más de un complejo puzzle. Hay últimamente un alud de películas y series que evocan este periodo a un tiempo convulso (magnicidios, concierto de Altamont, asesinato del clan Manson) y culturalmente efervescente, con la contracultura en pleno apogeo. Un boom vintage, del que forman parte Licorice Pizza, El juicio de los 7 de Chicago o series como The Deuce o Mrs. America.
Linklater sabe captar a través de la mirada de un adolescente la esencia de esa época, mezcla esquizofrénica de confianza en un futuro en que todo sería posible (¡la conquista del espacio!) y de un futuro apocalíptico (angustia de destrucción atómica, violencia urbana, revueltas raciales, guerra del Vietnam…). La magdalena proustiana que pone en funcionamiento da como resultado una de las evocaciones del mundo perdido de la infancia más hermosas del cine.Los detalles nimios cobran intensidad emocional: los polos congelados que se pegaban a la lengua, las visitas a la playa de Galveston de la que siempre salían con manchas de alquitrán en los pies, el ritual de ver por enésima vez Sonrisas y lágrimas con la abuela, los abuelos que marcados por la Gran Depresión lo reciclan todo incluidas las servilletas de papel, las películas de terror de serie B vistas en un cine de programa doble, los ejemplares del Playboy que el hermano mayor guarda debajo de un cajón, los programas de televisión –las primeras sitcoms y series como La dimensión desconocida–, la música que escuchan las hermanas mayores, los primeros hippies que ven desde el coche con su madre…
Linklater cuenta su propia infancia y logra traernos recuerdos de la nuestra. Su película es sobre todo una maquinaria de la memoria de inusitada potencia. Se sirve de la técnica del rotoscopio, que consiste en filmar imágenes reales y dibujar encima calcando. Hay que aclarar que se trata de una película de animación. Con el rotoscopio se consigue un aspecto muy realista, que es el efecto que busca Linklater en la película.
El rotoscopio lo inventó en 1914 Max Fleischer, que junto con su hermano Dave fue uno de los pioneros de la animación norteamericana. Los Fleischer son autores de los cortometrajes de Betty Boop o Popeye, entre otras muchas aportaciones. La técnica la utilizó más adelante su competidor Walt Disney en el primer largometraje animado del cine americano, Blancanieves, para las escenas con el príncipe. Un uso más moderno es el que hizo Ralph Bakshi en la primera adaptación de El señor de los anillos en 1978 (sí amigos, antes de la trilogía de Peter Jackson hubo una primera tentativa en dibujos animados, cuyas escenas de batallas se realizaron con rotoscopio; Bakshi, por cierto, había rodado unos años antes, en 1972, El gato caliente, adaptación de Fritz the Cat de Robert Crumb que, si la memoria no me falla, se estrenó clasificada S.
El rotoscopio también se utilizó en películas convencionales para lograr determinados efectos: el ejemplo más célebre son las espadas laser de las primeras entregas de La guerra de las galaxias, rodadas antes de la llegada de los efectos digitales, cuando los efectos especiales eran todavía artesanía pura. No es la primera vez que Linklater utiliza esta técnica. Lo hizo en dos películas anteriores, notablemente experimentales: Despertando a la vida (2001), que es también un ejercicio sobre la memoria, y Una mirada a la oscuridad (2006), adaptación de una obra de Philip K. Dick.
Tal vez merezca la pena apuntar el interés que varios cineastas contemporáneos han mostrado por la animación. Además de Linklater, tanto Tim Burton (La novia cadáver, Frankenweenie) como Wes Anderson (Fantastic Mr. Fox, Isla de perros) han trabajado en este campo, en su caso con otra técnica artesanal: el stop motion. Y es que, pese a los avances que supone la animación digital de Pixar y compañía, las técnicas de animación manual tienen una personalidad y un encanto que se pierden en la digital. Por eso las reivindican y utilizan cineastas como Burton, Anderson y Linklater, que consiguen con ellas auténticas obras de arte.