A la facultad del genio se le ha llamado pathos heroico. Es lo que tenía Peter Brook y es lo que probablemente les pudo haber faltado a otros grandes artistas, como Goethe o el mismo Dickens, que tentaron a la inmortalidad a base de creerse una excepción de la naturaleza. Ellos traspasaron el umbral en su momento, como lo hizo Brook; todos somos mortales y todos dejamos un espacio vacío, a excepción de la gente del teatro, si son capaces –Brook lo ha sido– de unir varias artes, como la narrativa, el dibujo, la geografía, la contabilidad creativa del pobre, la risa o el oficio de actor, el más versátil jamás inventado. Y un añadido: el genio dramático fluye a través de una doble transferencia de poder: desde el autor al lector (la obra publicada) y desde la escena al patio de butacas.
En el caso de Brook, escena y público tienden a fundirse, como trató de mostrar el director de teatro, cine y ópera en su despedida del Teatre Grec, hace apanas un año en su última visita a Barcelona. No fue una casualidad. Brook se despidió entrando en el último acto de la obra de Shakespeare sobre las tablas: recitó personalmente el monólogo de Hamlet. Durante su larga trayectoria profesional, había tratado de unir el teatro isabelino con los escenarios abiertos a los cuatro vientos del siglo XX, entre los que ha destacado el Lliure de Barcelona. Lo hizo desvistiendo los escenarios y rediseñándolos a base de materiales simples, como tierra, madera, alfombras o telas, para conseguir el efecto de “hacer visible lo invisible”, en palabras de Salvador Sunyer, el director del festival Temporada Alta.
En sus últimas horas abundaron las despedidas. El director Julio Manrique recuerda que trabajo en él en el Centro Internacional de Creaciones Teatrales (Brook) hace más de dos décadas y Oriol Broggi glosa la triste despedida con la memoria puesta en el Mercat de les Flors, reconvertido en teatro en los años ochenta por iniciativa del director británico, con una apertura irrepetible: el Mahabhara, el poema épico del sánscrito, ocho veces más largo que la Ilíada y la Odisea de Homero juntas, y más de tres veces más larga que la Biblia.
El Mahabharata fue un proyecto muy ambicioso en el que la compañía de Brook y el festival de Aviñón tardaron una década en terminarlo, contando con ayudas, que van desde el Ministerio francés de Cultura hasta la Fundación Rockefeller, pasando, por el Ayuntamiento de París. El guionista Jean-Claude Carrière, –dramatúrgico a la germánica de Peter Brook y adaptador de la Carmen de Merimée– fue el responsable del texto y de su acomodo en los teatros, o para ser más exactos, en la función digerible por el público de hoy. Un trabajo de titanes, que empieza en la guerra en dos familias indias: los Pandavas y los Kaurevas.
No hace falta decir que Brook recibió todos los galardones; basta solo con recordarlos: Tony, Emmy, Laurence Oliver, Praemium Imperiale, Prix Italia y el Premio Princesa de Asturias de las Artes. En Los héroes, Carlyle cuenta que todo genio tiene un espejo anterior; en el caso de Brook, el antecesor podría ser Brecht, que ya trabajó con escenarios sin pompa, o también podría emparentarse con el anti-diálogo propuesto por Sartre en A puerta cerrada.
Por su larga vida (ha muerto a los 97 años), Brook ha sido contemporáneo de ambos, pero su propuesta es deudora de la elocuencia de Shakespeare, como demostró en su versión de La Tempestad, flor de la abundancia dramática –no herencia de ningún tipo–, concentrada en una simple comedia, que comparte algunos rasgos como El sueño de una noche de verano, por la presencia de la magia y los seres mágicos. En todo caso, pocas obras shakespearianas han sido tan gravemente malinterpretadas o exageradas como ha ocurrido con La tempestad.
El origen de esta confusión se encuentra en el personaje de Calibán, un ser mitad humano y mitad bestia, originario de la isla desierta, al que Próspero, el brujo protagonista, adopta como si fuera un hijo y al que más tarde convierte, como castigo por su comportamiento salvaje, en un esclavo. Si La Tempestad tiene algún parentesco con otras obras de la literatura universal este podría ser en caso de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, en el que lo sobrenatural está descartado frente a la magia blanca y el sarcasmo, un material al que Borges calificó de “perfecto, sin caer en la hipérbole”.
A lo largo de su enorme trayectoria, Brook indicó con sentido del humor que los arquetipos shakesperianos no son sino pretextos, almas inventadas por el dramaturgo, para llevarnos ante el altar de la comedia o de la tragedia. Los mejores éxitos de Brook son escenificaciones de obras de Shakespeare como Hamlet, Otelo, Falstaf, Lear, Timón de Atenas. Pero el director nunca mitificó a nadie y mucho menos a sí mismo, y hasta llegó a echar del templo a los que hablaban enfáticamente sobre el método Brook. El ideal expresado en su libro más difundido, El espacio vacío, fue colonizando su teatro de muy diversos modos, hasta llegar a un desvestir casi absoluto. Así se impuso su escena elemental, con decorados austeros y diálogos rápidos: recordemos títulos como Je me rapelle, Woza, Albert, El traje, Warum, warum y su versión de El gran inquisidor de Dostoievski.
El director pasó brevemente por el llamado Teatro de la Crueldad culminado con el Marat/Sade (1964) de Peter Weiss, con aquella perturbadora presencia de Adolfo Marsillach en el papel del Divino Marqués impartiendo dolor en la Bastilla, convertida en la cárcel-manicomio de Jean-Paul Marat y Carlota Corday. Su obra incluye piezas de Jarry, Chéjov (El jardin de los cerezos), Genet (El balcón) o Beckett (Días felices), creaciones a partir del neurólogo Oliver Sacks y pequeñas comedias tomadas del mundo africano, fruto de numerosos y largos viajes por todo el continente. En 1968 participó en el taller teatral de Jean-Louis Barrault y formó parte del Teatro de las Naciones en París.
Antes había sido director de la Royal Opera House; afianzó parte de su carrera en la ópera con el Pelleas de Debussy o la Carmen de Bizet. Pero siempre regresó a Stratford-upon-Avon para unirse a la entonces recién establecida Royal Shakespeare Company (RSC). A partir de los primeros setenta optó por París y vivió prácticamente hasta su fallecimiento, en la capital de Francia.
Cambió orientaciones, mezcló referencias culturales y multiplicó panes, peces y vinos. Lo expresaba con estas palabras: “el hecho de fundar grupos internacionales de teatro nos da la oportunidad de descubrir de un modo enteramente novedoso la fuerza de las diferencias entre la gente y lo saludable que dichas diferencias son”. Este era Brook. Hay escritores que han alcanzado una arquitectura de la humanidad casi dantesca, inalcanzable, como Henry James o Balzac. Hay dramaturgos y directores, como Alfred Jarry con Ubú Rey que han puesto la escena patas arriba, inventando tablas hasta entonces inimaginadas que convertían el romanticismo operístico y teatral en géneros rancios.
La contemporaneidad del teatro ha tenido que pasar por las exigencias estíticas vanguardistas innecesarias; hoy identificamos mejor lo que es kafkiano que lo que es jamesiano; señalamos el fulgor. Llegado el momento, el mundo no puede estar encerrado en una ficción eduardiana del mismo modo que no puede combatir a campo abierto con la estenografía infinita de Víctor Hugo ni con el tiempo como lenguaje del inconsciente, que nos mostró Marcel Proust. Aparentemente, la ruptura es la capacidad de ser contemporáneo. Pero lo que está en juego es mucho más que estética, como se ve en la heroína de Ibsen, Hedda Gabler, y en su dramatización a cargo de Peter Brook. Los nórdicos le temen más a la reforma que a la asfixia de la pequeña sociedad que los condiciona. Brook también, por eso dejó Turnham Green, su bello pueblo natal, cercano a Londres; viajó al origen; rebuscó siempre en el Sur, donde habita el pathos heroico de los antiguos.