Medio siglo de 'El Padrino'
La obra maestra de Coppola, que aceptó dirigirla por dinero, es una tragedia en tres actos que aborda las relaciones de poder, la familia y las sombras del sueño americano
5 marzo, 2022 00:10Por empezar con una boutade, podríamos decir que El Padrino es una película –o mejor, una trilogía– que podría haber firmado Shakespeare de haber vivido en el siglo XX. Lo de aplicar el adjetivo shakesperiano a diestra y siniestra es ya un cargante tópico, pero si hay una película que se merece el calificativo es esta de Coppola. Tenemos a un viejo rey crepuscular y sus herederos, luchas por el poder sucesorio, un héroe que trata de negar su destino y es atrapado por él, sangrientas venganzas, actos sacrificiales, enfrentamientos fratricidas, la necesidad de decidir entre lealtades enfrentadas, un hombre poderoso al que le meten la cabeza cortada de su caballo en la cama mientras duerme…, En definitiva, ecos de El rey Lear, Hamlet, Macbeth, Ricardo III…
Si hablamos ahora de El Padrino es porque se cumplen cincuenta años de su estreno en Estados Unidos el 14 de marzo de 1972 y ha regresado a las salas de cine para celebrar el aniversario. La película fue uno de los hitos del llamado Nuevo Hollywood de los setenta, situó a Coppola como un cineasta de referencia, con el tiempo adquirió entidad de icono cultural del siglo XX, algunas de sus frases pasaron al lenguaje común, y su influencia en diversos aspectos –argumentales y estéticos– sigue viva en nuestros días.
Aunque Coppola acabó haciéndola suya, no fue en sus inicios un proyecto personal suyo. Fue Robert Evans, jefe de producción y golden boy de la Paramount, quien compró los derechos de un manuscrito todavía incompleto que entonces se llamaba El mafioso. Pagó a su autor, Mario Puzo, 12.000 dólares a toca teja, porque, según cuenta la leyenda, el escritor, aficionado al juego, tenía una deuda por una cantidad ligeramente inferior a esta y necesitaba liquidez inmediata para evitar que le rompieran las piernas. Evans tenía a sus espaldas dos taquillazos que hicieron época –La semilla del diablo y Love Story–, y había dado luz verde a Harold y Maude de Hal Ashby, una de las comedias más iconoclastas de los setenta, que contaba la loca historia de amor entre un adolescente suicida y una anciana. Tras El Padrino colocaría en su lista de éxitos otro hito, Chinatown, antes de que la cocaína y otros excesos le hicieran descarrilar (para quien quiera saber más sobre él recomendaremos el documental The Kid Stays in the Picture).
Evans puso a cargo del proyecto a dos productores de su confianza: Gray Frederickson y Albert S. Ruddy (en cuyos recuerdos sobre la convulsa gestación de la película se basa la serie The Offer, todavía no estrenada en España) y empezó el proceso de búsqueda de director. Por motivos diversos, declinaron cineastas curtidos como Elia Kazan, Richard Brooks y Peter Yates y también el joven Peter Bogdanovich, que acababa de rodar La última película. Por tanto, ni el proyecto partió de Coppola ni fue el primer director en el que se pensó. De hecho, el motivo por el que se lo acabaron proponiendo es casi pueril: era italoamericano.
¿Quién era entonces Coppola? Pues un semidesconocido, que había empezado haciendo de todo para el rey de la serie B, Roger Corman, incluido rodar anónimamente escenas adicionales a una película de ciencia ficción rusa que, doblada al inglés, se estrenó como Batalla más allá del sol (no era inusual esta práctica, expresión máxima de capitalismo: en plena Guerra Fría, se compraba un ladrillo de ciencia ficción del otro lado del telón de acero, se americanizaban los nombres en los títulos de crédito, se sacaban los discursos comunistas que soltaban los astronautas con cualquier excusa, se aligeraba el metraje y se le metían unas cuantas escenas de acción y explosiones; resultado: un panfleto soviético se reconvertía de forma muy barata en película de serie B made in USA, sacando así provecho económico del enemigo).
Posteriormente, el joven Coppola sí había podido poner su firma en un variopinto ramillete de películas: Tonigh for Sure y The Bellboy and the Playgirls, un par de nudies (cintas de destape previas a la explosión del porno duro); Demencia 13, serie B producida por Corman con su método (se filmó con un guión improvisado, aprovechando decorados y actores de otra película que se acaba de rodar para exprimir al máximo la inversión); Ya eres un gran chico, una casi amateur comedia de iniciación sexual; El valle del arco iris, un anticuado musical de Broadway con un anciano Fred Astaire, y Llueve sobre mi corazón una película más personal, al estilo Cassavetes, que ganó la Concha de Oro en San Sebastián pero paso sin pena ni gloria en Estados Unidos. Con estas credenciales, era un gesto de osadía proponerle dirigir una producción como El Padrino.
Coppola aceptó como un puro encargo porque necesitaba el dinero, pero acabó haciendo suya la película, tras situaciones muy tensas con los productores, que al empezar el rodaje llegaron incluso a contratar a un sustituto porque no veían nada claro que aquel hippie barbudo y orondo fuera capaz de salir airoso del envite. Los desacuerdos habían empezado mucho antes, durante el proceso de selección del casting. La Paramount no quería a Al Pacino (un debutante, que solo había protagonizado una película, Pánico en Needle Park) como protagonista y tenían propuestas como Robert Redford o Ryan O’Neal para interpretar al italoamericano Michael Corleone.
Por otro lado, Charles Bluhdorn, entonces propietario de la Paramount, no quería ver ni en pintura al conflictivo Marlon Brando (temido como saboteador de rodajes desde que protagonizó El motín de la Bounty) y, ante la insistencia de Coppola, puso tres condiciones para aceptarlo: que hiciera una prueba, trabajase gratis y pagara una fianza por si retrasaba la producción. De las tres condiciones se acabó cumpliendo solo la primera, que Coppola disimuló para no ofender al actor diciéndole que se trataba de una prueba de maquillaje. Esa prueba forma parte de la historia del cine: Brando se metió unos kleenex en la boca, se puso betún negro en el pelo y ante el pasmo de los presentes construyó uno de los personajes icónicos de la pantalla: Don Vito Corleone.
El Padrino es el cruce de caminos en el que coinciden Marlon Brando –el mejor intérprete de la primera hornada de actores formados en Estados Unidos con el método Stanislavski, en el Actors Studio de Lee Strasberg y el Conservatory de Stella Adler– con la generación de sus sucesores naturales: Al Pacino, John Cazale, James Caan y Robert De Niro (que hizo una prueba para Michael Corleone en la primera parte, fue descartado y acabó interpretando la juventud del personaje en la segunda). La película de Coppola supuso el fugaz renacimiento de Brando tras una década de los sesenta errática y con escasas películas interesantes.
El renacimiento pareció consolidarse con El último tango en París, rodada ese mismo año, pero después el actor se prodigó poco, concentrándose en breves apariciones estelares astronómicamente pagadas, de las que solo la de Apocalypse Now es memorable. En esa película, Coppola y el director de fotografía Vittorio Storaro lo hacen aparecer entre sombras y apenas lo dejan entrever, convirtiendo en brillante decisión estética lo que en realidad nació de la pura necesidad, porque Brando apareció en el rodaje gordo como una vaca y sin capacidad para memorizar los diálogos, y hubo que improvisar.
En el caso de El Padrino también la extraordinaria fotografía está en parte condicionada por Brando, aunque por otros motivos. El actor tenía 47 años e interpretaba a un hombre de sesenta. El director de fotografía, Gordon Willis, al que ya entonces apodaban el príncipe de las tinieblas por su pasión por la subexposición y el juego con las sombras (ya demostradas en la estupenda Klute), consiguió de este modo disimular el maquillaje que llevaba Brando para aparentar mucha más edad de la que tenía. En su día a Willis se le criticó con saña que al actor en muchas escenas no se le veían los ojos, mientras que a los productores les inquietaba que con tan poca luz en los autocines la película apenas se vería en la pantalla.
El propio Coppola tuvo encontronazos con él: el director dejaba improvisar a los actores para conseguir espontaneidad e intensidad, pero Willis necesitaba meticuloso respeto de las marcas para que su elaboradísima iluminación funcionara. Con el tiempo se ha entendido que su osada iluminación rembrantiana y a ratos directamente tenebrista enfatiza visualmente el drama interior de los personajes y las tonalidades ocres que utilizó apuntalan la envolvente recreación de época.
El trabajo de Willis es el perfecto complemento al clasicismo de la planificación de Coppola y al tempo lento que imprime al desarrollo narrativo y rompe catárticamente en puntuales estallidos de violencia muy explícitos. Una violencia exuberante que bebe de la de Bonnie and Clyde de Arthur Penn (que, aunque hoy pueda sorprendernos, en su día escandalizó y provocó un encendido debate moral) y de Grupo salvaje de Sam Peckinpah. Dejando de lado estos puntuales fogonazos de violencia extrema, ni la apagada fotografía de Willis ni el ritmo sinuoso de Coppola eran las opciones esperables para una historia de mafiosos y por tanto la película rompió parámetros estéticos preestablecidos y abrió nuevos caminos.
¿Pero es realmente El Padrino una película sobre la Mafia? Es obvio que sí, pero también es mucho más que eso. Es una obra sobre América (ese famoso inicio “Creo en América…”) y sobre el reverso del sueño americano; es también un descomunal drama sobre la institución familiar y, como ya hemos apuntado, una tragedia de ecos shakesperianos en toda regla. Volviendo a la Mafia, han circulado muchas historias (mayormente ciertas) sobre la relación de la película con ella: que la organización amenazó con sabotear el proyecto y se acabó pagando por su protección para rodar en las calles de Nueva York; que se pactó en secreto con el capo Joe Colombo que en ningún momento del metraje se utilizarían las palabras Mafia o Cosa Nostra; que algunos de los actores secundarios tenían vinculaciones con la organización criminal, e incluso que durante la preparación del proyecto el FBI interceptó llamadas entre mafiosos en las que discutían sobre a quién venían mejor para interpretar al protagonista, y parece que se decantaban por Paul Newman.
Se sabe que la película, que tantos recelos despertó en la Mafia, acabó seduciendo a sus miembros, algo no tan sorprendente, ya que lo que hace el guion de Coppola y Puzo es construir un mito que confiere a la organización criminal una dimensión épica. Hasta entonces, en el cine norteamericano, la Cosa Nostra había aparecido sobre todo en películas de gánsters ambientadas en los años de la ley seca. En 1968 Mafia (The Brootherhood) de Martin Ritt, protagonizada por Kirk Douglas, trató de hacer una aproximación más verista y actual y fue un fracaso en taquilla.
El Padrino posee algunos aspectos sociológicos veristas (por ejemplo las diversas referencias a la comida, incluida alguna receta o una famosa frase que hace referencia a los canoli), pero tiende a la estilización. Presenta a unos mafiosos elegantes y trágicos (los reales de la época en que se rodaba eran obesos, iban en chándal y carecían de cualquier glamour, como se puede apreciar en el documental de Netflix sobre las cinco familias La ciudad del miedo: Nueva York contra la Mafia). En la misma línea, en la película no aparecen –o lo hacen de forma más bien elusiva– las consecuencias de los negocios mafiosos: no vemos mujeres prostituidas, yonquis… Vemos, sí, mucha violencia –venganzas, ajustes de cuentas–, pero siempre ritualizada como expresión de las luchas internas por el poder.
Es interesante comparar la aproximación a la Mafia de Coppola y la de su compañero de generación y también italoamericano Martin Scorsese. En ambos casos la Cosa Nostra les sirve para hablar de América, del sueño americano y su reverso. Pero mientras Coppola construye un mito con algo de atemporal, Scorsese es mucho más realista. Sus personajes y su tratamiento de la violencia –en Malas calles, Uno de los nuestros, Casino y la última y crepuscular El irlandés– están mucho más anclados en la brutal realidad que en el caso de Coppola. Después de El Padrino, el cineasta encadenó en la década de los setenta obras maestras –La conversación, El Padrino II y Apocalypse Now, hasta que el fracaso del musical Corazonada en 1982 arruinó su productora Zoetrope y lo obligó a volver a sus inicios y aceptar encargos de resultados irregulares. El Padrino II, rodada dos años después de la primera, es un inusual caso de continuación que supera al original.
La película es narrativamente más compleja, con dos tramas paralelas –el destino de Michael, los orígenes de Vito– que enriquecen y matizan a los personajes, y visualmente lleva un paso más allá el juego de claroscuros de Gordon Willis y la espectacular recreación de la época (recuérdese sobre todo el tramo ambientado en La Habana de Batista). La tercera parte, rodada en 1990, es otra cosa y hay que entenderla en todo caso como una suerte de epílogo, separado del corpus unitario que forman las dos primeras.
Más allá de las muchas influencias rastreables, en la estela directa de El Padrino están la obra final en dos partes del gran Sergio Leone, Érase una vez en América, y la televisiva Los Soprano de David Chase –otro gran retrato de la familia y del reverso del sueño americano con la Mafia de fondo–, cuya relevancia para la historia de la televisión es comparable a lo que supuso para el cine, hace ahora exactamente cincuenta años, la película de Coppola.