Alcarràs es un arrebato de amor a la tierra. La película premiada en la Berlinale, representa una señal de Europa y del mundo de la cultura a nuestro planeta doméstico. La directora Carla Simón lanzó, hace cinco años, su ópera prima en el mismo Festival de Cine de Berlín con Estiu 1993; y ha vuelto ahora para hacerse con el Oso de Oro con Alcarràs. La cinta reproduce un escenario familiar íntimo pero rodeado de gente; y sí, su premio es una señal. Alguien nos grita desde lejos: haced que vuestra cultura sea parte del universo de las culturas y olvidaos de la nación excluyente. Simón desafía sin pretenderlo el incierto futuro. Nació en Barcelona y a los seis años se trasladó a vivir a La Garrotxa. Empezó su carrera con decisión en la UAB y la London Film School; dirigió el documental Born positive y el cortometraje Lipstick, dos piezas de amor, soledad infantil y reencuentro.
Para levantar el Oso de Oro, la directora ha llegado a un lugar transparente que está y no se explica: el cine coral de un pueblo de recolectores de melocotón, al oeste de la comarca del Segrià, cuya imagen en la gran pantalla no es sino una forma de eterno retorno. El mejor melocotón se planta “lejos de los atascos insulsos”…"junto a un muro de cipreses”, por utilizar palabras de Joan Margarit, el enorme y llorado bardo, Premio Cervantes, nacido en el secano de Sanaüja (La Segarra), regado por el mismo canal que se comunica con las ciénagas de Alcarràs, en la margen derecha del río Segre.
La película de la Simón empieza con un final hipotéticamente infeliz, dominado por el interés general de los monopolios eléctricos que expropian para implantar placas solares en suaves laderas. A Carla deberíamos llamarle maga. Ella ha revivido un pueblo al que la une un vínculo familiar, el de los Soler. Cruzando ficción y realidad, su cámara recorre las bellas arboledas solares y los muros de piedra y cal corrompidos por el agarre de la madreselva. ¡Alcarràs!... T’evocaré de lluny amb un crit d’alegria, hubiese escrito el mismo Carles Riba, poeta señero en los años del hierro que dejó a la posteridad sus Elegias de Bierville. La crítica internacional celebra a Carla, una mujer joven “con el mundo a sus pies”, diría Marañón. Ella vive su homenaje al cultivo como una necesidad emocional. Por eso llenó su metraje de agricultores que hacen de actores jugando al realismo austrohúngaro de Berlanga y a los Episodios de Galdós trasladados al celuloide por Luis Buñuel. Digamos también que Simón ha hecho como el pionero King Vidor, cuando llenó la pantalla de transeúntes caminando por las calles en blanco y negro, en plena ley seca.
En Alcarràs, los vecinos de la localidad que se ponen ante una cámara por primera vez no solo hablan en catalán, sino que lo hacen en una variante específica de esa zona, fronteriza entre Cataluña y Aragón. Este es el ornato, pero hay más porque el fondo de Carla bulle: “todos tenemos una familia, en todos los países existe la agricultura que al final tiene su punto universal". Su película olvida intencionadamente el arte de persuadir tan necesario en los negocios fáciles; solo afronta el vicio de narrar la cruda y dulce realidad. No es nueva, es novísima; rozó Goyas y segundos premios antes de subirse al altar de los escogidos en esta 72 edición del Festival de Berlín, de 2022, que tanta falta nos hacía desde que, en 1983, Mario Camus lo ganó con La Colmena.
El rodaje de la cinta inundó la localidad de equipos móviles, algo ya lejano cuando cada madrugada suena el alba del agricultor. Carla Simón conmueve y asombra sin vulgarismos ni genealogías rurales más o menos inventadas. Ella ha revisitado la autobiografía del alma, un género literario inventado por Agustín de Hipona en sus Confesiones: hablar de mí a través del otro.