Josef von Sternberg y Marlene Dietrich

Josef von Sternberg y Marlene Dietrich

Cine & Teatro

Marlene Dietrich, las rubias no son frías

Josef von Sternberg reinventó la imagen de la mítica actriz alemana en ‘El ángel azul’, su película más influyente, que vuelve a ser editada en 'blu-ray' por Divisa

25 enero, 2022 00:00

En esa insuperable biblia del inconsciente fílmico que es El hombre ordinario del cine de Jean-Louis Schefer, en el apartado inaugural, el de los fotogramas que marcaron a fuego su intimidad primera, el ensayista, el espectador-niño, regresa en tres ocasiones a Sternberg, dos a El ángel azul, a la misma escena, al mismo momento, el único que se repite en todo este libro sobre el asalto de las imágenes: el profesor Unrat en su última actuación, el cuerpo desfondado, el maquillaje corrido, hombre-gallina en el punto más bajo de la pendiente de degradación; humillado, además, frente a los que fueron sus compañeros, los profesores del liceo, y sus odiados y maltratados alumnos, frente a la curiosidad malsana de todos estos ojos.

Schefer vuelve a esta escena primigenia para hablar de sombras, de luz y de oscuridad, para tratar de discernir por qué en Sternberg este aparente combate entre contrarios no tiene ya nada que ver con el expresionismo. Así, nos dirá que aquí la sombra ya no depende de la luz, que no se trata de buscar la fuente que produce esos efectos tan acusados, las manchas en el rostro del ex-maestro, la honda negrura que se arracima en el ancho cuello de payaso que convierte su faz en piedra.  

Macheret Sternberg

Estas sombras, teatrales, son “el verdadero soporte de la escena”, y más que consecuencias de la variación lumínica son como fuerzas, un suplemento que, sin formar parte de los acontecimientos, señala algo de una intimidad que “hace espacio”, que se prolonga, una arquitectura que conecta lo interno con lo externo. La desesperación última del Unrat bufón le sirve a Schefer para remitirse a un origen del cine, y en otra de sus prosas poéticas se referirá a esta misma escena bajo el enigmático título “El payaso de Heráclito”:

–¡Estoy buscando algo!

–¿Perdiste algo?

–¡Sí!

–¿Lo perdiste aquí?

–¡No!

–Entonces, ¿por qué lo buscas aquí?

–¡Porque aquí hay luz!

Sternberg y Dietrich.

Sternberg y Dietrich.

Lo que Unrat perdió en las sombras, su propia desaparación en la oscuridad, no se puede encontrar ya bajo un foco de luz. En este escenario, en el escenario sternbergiano, la luz no muestra nada, es un agente de transformación que, al derramarse por máscaras y disfraces, permite ver, pero ya de otra manera, indirectamente, iluminando ese costado de las historias, ese ángulo ciego de los guiones, donde los cuerpos, fuera del tiempo y el espacio, escenifican los anhelos y torturas del deseo.

Mathieu Macheret, que acaba de publicar una monografía excepcional en Capricci sobre Josef von Sternberg precisamente bajo el shock de corte sheferiano que le produjo una retrospectiva del cineasta en París, en 2016, relaciona El ángel azul (1930) con la inmediatamente anterior The Last Command (1928) en tanto que historias de declive, de deterioro, protagonizadas por el mismo actor, Emil Jannings. Y, ante el inolvidable nacimiento, para ojos y oídos, de Marlene Dietrich en la última, nos viene a decir que en ella se esconde una postrera caricia de la bella a la bestia, un último beso que el joven pero ya triunfante cine sonoro (encarnado en la pronto aliada actriz) daba sobre la frente baja de su viejo predecesor mudo (un Jannings que, tras perder este tren, terminaría en el cine propagandístico del Tercer Reich): aquel último hombre de Murnau (Der letzte Mann, 1924, otra película de desposesión), agarrado al viejo pupitre de profesor mientras la cabaretera que encarna Dietrich continúa su existencia líquida y cambiante en el espeso off.

El profesor Unrat (1905), Heinrich Mann

El profesor Unrat (1905), Heinrich Mann

Siempre se comentó de pasada que esta película mítica no tenía demasiado que ver con el original literario de 1905, El profesor Unrat, del hermano mayor de los Mann, Heinrich. Es cierto que la novela, si bien escrita con urgencia, resulta más compleja e incisiva en su crítica social y política, aquel exceso de verdades incómodas para los alemanes que, según Jean Améry, allí se presentaba y que influiría en su escaso recorrido. Lo que a Heinrich Mann parecía interesar en la historia del iracundo profesor que, sin abandonar por ello su misión vengativa contra el alumnado, deja la enseñanza imantado por los encantos de la cantante Rosa Fröhlich, era la posibilidad de detectar un statu quo reinante, una inmovilidad dentro de las cambiantes apariencias: la acorazada persistencia de la hegemonía burguesa

De esta manera, si en la alegoría se subrayaba el potencial anárquico que bullía en el profesor Unrat una vez tomadas sus drásticas decisiones, al final la transmisión casi inconsciente de los valores de orden se producía en la figura de su detestado alumno Lohmann, quien ante el caos definitivo, ante la deriva destructiva de su ex-profesor y su ex-amante, sólo acierta a llamar a la policía. Hay sin embargo muchas pistas que advierten de la importancia que pudo tener la novela no sólo en esta famosa adaptación, también en el resto de la obra de Sternberg; y mucho más allá de cuando, en un célebre pasaje, Mann escribe que el profesor miró a la artista “estupefacto y como a través de un velo”. 

Marlene Dietrich en El ángel azul.

Marlene Dietrich en El ángel azul.

Esta frase podría resumir toda la poética perceptiva y plástica del cineasta. En este sentido, la clave del interés de Sternberg por el escrito de Mann quizás se encuentre en la manera en la que los hombres a su alrededor (Unrat y sus alumnos noctámbulos) consideran a Rosa Fröhlich como una obra a modelar, como una tela sobre la que pintar una obra que no tiene en excesiva consideración el lienzo original. Cuesta, ante esas páginas, no acordarse de aquella película de postrimerías, Josef von Sternberg, een retrospektieve (1969), que Harry Kümel rodara para la televisión sueca y donde el septuagenario cineasta, poco antes de morir, repasaba su obra con la calculada displicencia habitual para, en un fabuloso último segmento, demostrar su artesanía demiúrgica y transformar, con luz, maquillaje, un ventilador y un puñado de órdenes, a dos jóvenes actrices en heroínas sternbergianas de mirada perdida, resistencia al porvenir y acendrada melancolía. 

Como el alumno Von Ertzum en la novela de Mann, que pretende cercar el alma de la cabaretera, los hombres en el cine de Sternberg no saben en el fondo lo que quieren, posiblemente pararlo todo, una cierta eternidad que permita atrapar final y fatalmente al escurridizo objeto de deseo. Poco o nada tiene que ver la Lola-Lola de Dietrich con el arquetipo de la femme fatale, sí con la encarnación de sentimientos libres, de una pureza salvaje, crueles incluso; en resumen, alérgicos al cálculo. 

Sería luego Fassbinder quien entendió que era el miedo el que devoraba ese alma que buscaba Von Ertzum en la joven casquivana (Angst essen Seele auf, en alemán de inmigración), congelando y afilando toda la tipología sternbergiana del amor errado con que los hombres, como ejemplifica la más atrevida y loca película, la última, que filmara con Dietrich, The Devil is a Woman (1935), pretenden detener a la mujer en tanto que alteridad total que sólo sabe amar desde la diferencia. Como se sabe, el amor radical y fantasmático de Sternberg ya sería en Fassbinder más frío que la muerte.

Lo que puede que Sternberg también encontrara en el cabaret que daría luego nombre a su versión de la novela de Mann es el lugar predilecto para la aparición. Aparición de la mujer, de la imagen. El lugar bullicioso y a espaldas de la sociedad y la ley ya lo había filmado dos años antes en The docks of New York y lo irá perfeccionando hasta arribar a esa entraña infernal de exotismo estrangulado que estremece el azar de una ruleta en su base, el búnker-casino de The Shanghai gesture (1941). 

El cabaret donde canta Lola-Lola se halla aún en un entredós, ni totalmente dentro ni totalmente fuera de la sociedad, pero allí, sobre la escena teatral, la Dietrich se transformará en un ser de cine. Desde su primera irrupción, desganada, interpretando Ich bin die fresche Lola entre jarras de cerveza, hasta su orgullosa última versión, sentada a horcajadas en una silla, del Ich bin von Kopf bis Fuss aus Liebe eingestellt, se pasa de una escena policéntrica pero aún reconocible (el cabaret de entreguerras), a un espacio más neutro e irreal, donde los brillos y reflejos envuelven a la intérprete que se pone en escena y es filmada con la intención de hacer sensible esa red de ilusión y artificio, esa tela de araña donde queda atrapada la mirada, el deseo, de los habitantes de la ficción, de los espectadores de la película y, antes que nadie, del cineasta que ha maquinado esa presencia de mujer que más que entrar en escena acontece como una epifanía.

Macheret lo describe inmejorablemente en su libro cuando valora todo el entramado lumínico y el juego de maquillaje, accesorios, velos, mallas y redes que a partir de aquí acogeran a la Dietrich y mediarán entre el ojo de la cámara y su cuerpo: “resulta imposible admirar el trabajo de la actriz sin el rayo de luz que cae como un aguacero sobre su rostro o sin esos vestidos que convierten su silueta en un tejido sensible”. De este 1930 a 1935, en Morocco, Shanghai Express, Dishonored y, especialmente, en las estrambóticas The Scarlet Empress, Blond Venus y The Devil is a Woman, donde el enrevesado andamiaje argumental se demuestra finalmente como mero pretexto, se produce la reificación de Dietrich como lugar privilegiado de la puesta en escena. 

Emil Jannings, el profesor de payaso en El ángel azul (1930) / UFA

Emil Jannings, el profesor de payaso en El ángel azul (1930) / UFA

Y se tratará, como advertíamos al principio con los shocks de Schefer, de un trabajo con la luz, de esa aventura de la que hablara Claude Ollier en su famoso artículo sobre The saga of Anatahan (1953) y que Deleuze, de manera pionera, puso bajo el signo de la teoría del color de Goethe: en el antiexpresionismo de Sternberg, la luz no lucha contra las tinieblas, sino que tiene que vérselas con lo transparente o lo translucido en una progresión hacia lo blanco como esa pureza definitiva donde puede cristalizar una determinada opacidad. 

Estas hazañas de la luz Deleuze las agrupa dentro de una “abstracción lírica” que relacionaría a Sternberg con Borzage, ambos constructores de esas “atmósferas de acuario” donde los rostros, que absorben pero también reflejan la luz, alcanzan misteriosos valores cualitativos y reflexivos. Aunque Dietrich sea una criatura del sonoro, dueña de una voz y una risa seductoras, el trabajo de Sternberg sobre su presencia se nutre de la poética del mudo, de un más allá de las palabras donde la sutilísima comunicación amorosa debe poder leerse en los gestos de ese rostro fotosensible de animalidad sublimada. 

El Ángel Azul Divisa

Así, la irrealidad que se extiende sobre la mujer no interrumpe sus encantos; como escribiera João Bénard da Costa, Dietrich, junto a la Monroe, sería el más fulgurante desmentido de que las rubias son frías. Su fotogenia, no obstante, parece hablarnos de un dolor antiguo, propio de los escenarios pulsionales donde se desarrrollan estas historias: cabarets, trenes, palacios, casinos, ciudades-laberinto. Lola-Lola, la primera de todas ellas, el modelo original de mujer que se irá perfilando y sobrecargando hasta desembocar en la esquiva y libérrima Concha Pérez de The Devil is a Woman –donde la mujer que imaginara Pierre Louÿs aparece y desaparece todopoderosa, por los intersticios de la película, entre-planos–, parece guardar un secreto que la hace conocedora de la crueldad radical del amor, del sacrificio que supone; ése que, por lo tanto, no estará dispuesta a repetir ni para los alumnos del liceo ni para el degradado profesor. 

Sobre su misterio, Sternberg ensayará imágenes febriles, brillantes, centelleantes, bajo un ideario sensible e intelectual. En este humus primero de descomposiciones entremezcladas, el cineasta edificará su castillo de luces y destellos, uno que traduce un callado deseo interior atrapado por la realidad. Las sombras las sentimos nosotros, las ponemos nosotros, desgajadas de esa profunda decepción que Philippe Soupault decía amar en el rostro de Dietrich, un reflejo de nuestra angustia al adivinar que nuestra época, nuestro mundo, va a ser devorado.