Yo sobreviví a Klaus Kinski
Hubo una época en que el nuevo cine alemán daba gusto verlo. Fue durante la década de los 70 del pasado siglo, cuando gente como Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Werner Herzog o personajes aún más alternativos como Werner Schroeter, Rosa Von Praunheim (que era un hombre) o el acoplado suizo Daniel Schmid aportaron nuevas visiones al medio y, sin constituir un grupo organizado (cada uno era de su padre y de su madre), le dieron un notable empujón al cine independiente europeo. En aquellos tiempos, sus películas no siempre llegaban a nuestras salas, pero yo me las tragué casi todas en la Filmoteca de Barcelona, habitualmente cuando se suponía que debía acudir a clases de periodismo en la facultad de Bellaterra. Hoy día no queda gran cosa de todo aquello, entre los que se murieron de verdad, los que se murieron de asco cuando el estado alemán interrumpió su inteligente política de subvenciones y los que se perdieron por el camino y adoptaron una actitud errática, ya fuese por necesidad o por una cierta pérdida de energía (ahí tenemos al pobre Wenders, convertido al catolicismo y dedicándole documentales al papa Francisco).
Werner Herzog es, prácticamente, el único que se mantiene brillantemente en activo de aquella gloriosa generación. Hace unos días pasó por Barcelona para impartir una clase magistral, de camino a unos cursillos en Lanzarote, donde rodó hace algo más de cincuenta años su segundo largometraje, También los enanos empezaron de pequeños, que un servidor se tragó en la primera filmoteca de su ciudad en su momento, mientras sus padres creían que estaba en la universidad tratando de convertirse en un hombre de provecho. A sus 79 años, el señor Herzog está cargado de energía. Yo diría, incluso, que desde que murió su actor fetiche, Klaus Kinski (al que dedicó el documental Mi enemigo íntimo), ha rejuvenecido, dado que la mala vida que le daba tan histérico actor (a él y a todo el equipo de las varias películas en que colaboraron, de las que destacaré Aguirre, la cólera de Dios y Fitzcarraldo) concluyó hace tiempo. A diferencia de casi todos sus colegas de antaño, Herzog no se ha muerto (ni de verdad ni de asco) y no ha parado de rodar, siempre de una manera más ecléctica que errática: ficción, documentales, lo que le echen. Y siempre guiado por las epifanías que le sugieren proyectos nuevos y alternando géneros según sus necesidades del momento. Los milenials solo lo conocen por su participación como actor en la serie The Mandalorian, pero él, lejos de ofenderse, agradece esa coyuntura (y es de suponer que también el dinero recibido de Disney).
Herzog es un director de cuando el cine importaba, de cuando los espectadores esperaban sus nuevas películas porque sabían que les producirían algún tipo de sacudida, pero él nunca se refugia en la nostalgia ni abomina de las nuevas formas y costumbres audiovisuales (incluso se aprovecha de ellas, véase The Mandalorian). Y pocas cosas le definen tan bien como su libro Del caminar sobre hielo, que recoge su trayecto a pie de Munich a París para salvarle la vida a la influyente crítica Lotte Eisner: se le metió en la cabeza que, si se plantaba a pie en la capital francesa, Eisner retrasaría el momento de doblar la servilleta, como así fue (aunque falleció poco después porque la pobre ya no estaba para muchos trotes).
Fantasma del pasado y cineasta del presente, Werner Herzog, glorioso superviviente de una época distinta del cine, sigue en sus trece en una época en la que, teóricamente, lo tiene todo en contra. Yo creo que resistiría hasta la improbable resurrección de Klaus Kinski.