Epístolas para salvar el cine
La Fábrica publica un volumen de cartas y ‘emails’ cruzados entre cineastas donde se desvelan los secretos de su trabajo y otra manera de escribir y pensar el cine
27 julio, 2021 00:00La nueva entrega de este bello y generoso proyecto que recoge la correspondencia integral –cartas, pero ya también emails– entre cineastas nos reconcilia con la literatura cinéfila, tan parca y mustia habitualmente. Quizás porque aquí, entre páginas, notemos cómo se expande el cine, al igual que en aquellas prácticas de vanguardia, sacudiendo su situación privilegiada (la fórmula de la pantalla, más la sala oscura y el espectador sedente con la incredulidad suspendida), en camino hacia nuevos horizontes, reverdeciendo estímulos sensoriales, estéticos y vitales.
Garbiñe Ortega –en solitario, aunque Francisco Algarín Navarro haya vuelto a propiciar más agenciamientos, una de sus grandes virtudes– en coalición con el Festival Punto de Vista y la editorial La Fábrica ha editado este segundo volumen, otro objeto delicado que asume que el trabajo de edición –otro montaje de imágenes y texto, en definitiva– participa de las mismas preocupaciones que su homólogo audiovisual, y, por lo tanto, de su capacidad expresiva, es decir, de las rimas, rozamientos, revelaciones y encabalgamientos, así como de los contrastes y contrapuntos, que se siguen del acto de poner unas cosas al lado de otras.
Carta de Dorsky a Kuchar
Más que sorprender indiscreciones o irrumpir en intimidades, el desvelamiento de este intercambio privado de misivas reintegra un hablar de cine, un pensar el cine, en el que resuenan las enseñanzas de Serge Daney, quien –no se debe olvidar– en su día planteara el trabajo crítico como un intercambio de postales con aquellos cineastas que mediante sus películas se habían convertido de repente en amigos y parientes más o menos cercanos aunque nunca se les hubiera tratado en persona.
Así, podría apuntarse que aquí, en los envíos entre cineastas que se escriben porque se admiran, porque se comprenden, se sienten próximos y hasta se quieren, se asiste en ocasiones a grandes momentos reflexivos, ya que, como advierte Max Goldberg en su carta de introducción –no muy lejos en esto de las consideraciones sobre las distintas órbitas en las que se mueve una vida, curvas que nos acercan y alejan según advirtiera Anthony Powell en su ciclo novelístico–, parece que estos hombres y mujeres han encontrado al destinatario decisivo en el momento indicado, bajo una luz en la que pueden florecer de una manera muy especial. Es como si, al hablar con los iguales, hallaran por fin las palabras justas con las que definir sus prácticas, pero como de pasada, sin darles demasiada importancia.
Carta de Robert Smithson a Nancy Holt
De manera que Nathaniel Dorsky, por ejemplo, puede referirse a su propio cine, mientras agradece la compañía a George Kuchar, como uno que permite una vivencia de “la pantalla en su manifestación arcaica”; Tsai Ming-liang capturar la esencia de una poética del margen –la del portugués João Pedro Rodrigues en O fantasma (2000)– a través de una frase que lo define –y a su vez autorretrata al remitente– como “un niño aislado detrás de la cámara, que es muy sincero, inocente y necesita que lo compadezcan”; o Jem Cohen, en un intercambio de correos electrónicos con Jessica Sarah Rinland, calificar su acto reflejo de filmar a Jonas Mekas, que a su vez grababa con su videocámara al fondo de la sala de Anthology Film Archives el titilar de la copia de Al azar, Baltasar de Bresson, como el de captar a “un antílope en un abrevadero”.
Sólo los mejores críticos hubieran sido capaces de semejantes hallazgos, de tamaña sencillez analítica, fuera del parloteo de las hablas del cine donde las palabras tapan más que muestran. Aquí, en el vaivén de lo privado hacia lo público, se asemejan a pequeños secretos felizmente difundidos; piedras, como advertíamos, sobre las que edificar otra manera de escribir y pensar el cine.
Carta de Robert Beavers a Oona Mosna
Que el centro de estas Cartas como películas lo ocupe el intercambio –y aquí sí hay idas y venidas de misivas en el tiempo– entre viejos camaradas del experimental como Carolee Schneemann y Stan Brakhage, donde este último, conciliador tras los reproches de la primera, inserta un maravilloso trabalenguas (“pero, Carole, la cuestión es que creo que no me conoces tanto como me gustaría, no te caigo tan bien como creo que te caería si me conocieras”), subraya la idea de que es ese cine pequeño, artesanal y frágil el que más ha excitado este tipo de comunicación íntima, como si la postal, la cuartilla, la hoja reciclada o el email fueran consecuencia natural de una experiencia fílmica que ya ha desnudado a sus protagonistas.
En la mayoría de los casos es la propia biografía –o un punto de vista sobre el mundo que ya no necesita de mediums como la historia y los personajes– la que se inscribe en el celuloide. Entonces parece encuentra normal que Jonas Mekas adorne su melancólica carta a Brakhage con flores secas del parque, pues las hemos visto antes salpicar, verdes u otoñales, sus planos frenéticos y felices, donde los amigos y los amores comen y beben juntos sobre la hierba. Y, por ello, cuando se escriben, se celebran los lazos afectivos construidos con el tiempo –lo que permite a Barbara Hammer dar el pésame a Eric, el hijo de Chick Strand, y despedirse de ella a través de él–, se agradecen favores –cuando Margaret Tait le comunica a Ute Aurand que ya le ha llegado el cheque por la programación de sus irrepetibles retratos y poemas cinematográficos– o se piden –como la de Jarmusch inquiriendo la posibilidad de obtener película sobrante de 35mm. a Harun Farocki, cuya muerte impacta en estas páginas (en Petzold o en Benning).
Carta de Norman McLaren a todos sus animadores
Así, vínculo a vínculo, se van completando algunas ramas del árbol genealógico del cine moderno y contemporáneo basado en las afinidades y el reconocimiento a los mayores, como el que en su día le tuvo Fernando Trueba a Robert Bresson, cuyas famosas Notas tradujo al español o, más recientemente, le demuestra Isaki Lacuesta a José Luis Guerin, desbrozador de caminos para las generaciones que venían detrás.
Emociona la transmisión del legado de Marcel Hanoun –en la pluma de Nicole Brenez– al joven Jorge Tur, a quien se le cita su Carta a un joven cineasta, es decir, una invitación, entre otros consejos, a habitar el margen, a observar el mundo sin prejuicios, ajeno a la “disciplina mercantilista” y a esos maestros que no son más “que profesores de ballet que sólo quieren enseñarte a bailar bien un film”. Igualmente, en la divertida carta de Norman McLaren a todos los dedicados a la animación, el amor incondicional al fotograma, la imperceptible base de los planos que en esta orfebrería del segundo cobra una importancia radical.
Carta de Jonas Mekas a Stan Brakhage
Hay un último gran giro de guión en estas Cartas; uno que, además, señala la supervivencia del proyecto añadiendo a la arqueología otra fuente inagotable desde la que invocar el pasado y proyectarlo sobre el presente, pues, como advierte en esta coda fantasmagórica la cineasta Ana Vaz –en su carta espiritista a Maya Deren y Jean Epstein– “el cine se hace entre muertos y vivos”. Se trata, entonces, de hablar con los muertos. De escribirles a los admirados ancestros para rendirles homenaje y buscar el contagio con la herencia que representan.
Nunca sabremos si el destinatario habría abierto con gusto estos mensajes de no hallarse ya en la posteridad de la ultratumba. Dentro de estas “cartas que no fueron [pero que] también son”, destaca la del wellesiano Mariano Llinás al mítico Jean Vigo, metáfora desde su temprana muerte de las posibilidades líricas y el potencial anárquico de las formas cinematográficas, como le recuerda el argentino al informarle del prestigioso premio que lleva su nombre en Francia y con el que se galardonan prometedoras óperas primas.
En este texto más largo y enjundioso –en cierta medida, lleva implícita una respuesta que nunca acontecerá– Llinás “canta lo que se pierde”, y diagnostica el mal que más habría llamado la atención a Vigo en nuestro paisaje audiovisual: el empobrecimiento de las imágenes, su plana codificación a partir de fórmulas repetitivas y de herrumbrosos engranajes narrativos: “Cada vez hay menos espacio para aquellas imágenes volcánicas, en las cuales todo se parecía a un corazón latiendo, o a un jardín minutos antes de la tormenta, o a un banquete celebrado por los sirvientes cuando los amos han salido. Cada vez hay menos de eso, Vigo. Y es por eso, en el fondo, que le escribo”.
Entre cómico y desesperado, el envío fantasma de Llinás reanima el libro, hace que tomemos conciencia del misterio de todas esas imágenes que se entrecruzan en él, sean fotogramas de películas, dibujos o postales. Materiales, lugares de encuentro entre subjetividades, piedras en las que afilar nuestra sensibilidad y entendimiento para poder pensar el mundo de otras maneras. Eso que fue el cine y puede seguir siéndolo