Max Aub y Buñuel, cruce de voces
Jordi Xifra publica el material íntegro de las conversaciones entre el escritor y el director de cine aragonés, un proyecto repleto de tesoros ocultos
26 enero, 2021 00:00Del naufragio de sus desmedidas intenciones –un libro definitivo sobre Buñuel, un estudio ambicioso sobre la generación rota por la Guerra Civil y el exilio, un ensayo sobre la influencia del cine (en general, y el del aragonés en particular) entre estos hombres y mujeres– habría que entresacar la recompensa más preciosa de este inconcluso proyecto de Max Aub, que conocía ediciones parciales –la preparada por Federico Álvarez a mediados de los ochenta– y una tentativa sobre el libro definitivo que la muerte del escritor frustró: Luis Buñuel, novela, que Carmen Peire editara cuidadosamente en Cuadernos del Vigía a partir del esquema prefijado por Aub.
Pero solo a partir de ahora, gracias al esfuerzo de Jordi Xifra, responsable de estos dos volúmenes –Todas las conversaciones; subtitulados uno El hombre, otro El artista– que recuperan en más de mil páginas el grueso de las entrevistas que Aub llevara a cabo entre 1969 y 1972 (aunque también se vuelquen encuentros previos) en un apasionante y sublime cruce de voces que se solapan, se ayudan, se persiguen o se contradicen, se entiende que la mejor manera de profundizar en un artista como Buñuel fuera mediante este objeto amorfo e inclasificable: un libro-montaje, un libro-cine; de una parte documento, de otra, monumento, que acecha sombras en busca de la corroboración de ideas previas y al final obtiene revelaciones de los interlocutores más insospechados.
Max Aub en París, años 60 / FUNDACIÓN MAX AUB
Aub procede, entonces, como un montador de corte más bien soviético. Así lo explicita en una de sus charlas con el historiador Gonzalo Menéndez Pidal: “Cuéntemelo usted para poderlo poner al lado de quien lo cuente de modo contrario”. Profundizar mediante el choque, por contraste, asumido que no hay verdad posible y que este libro generacional, este libro “sobre todos nosotros”, se empezaría a escribir ya teñido de muerte y desmemoria, leit-motiv que sobrevuela muchas de las citas entre un Buñuel cada vez más sordo y “hartito del trabajo cinematográfico” y un Aub paralizado por los agujeros negros alrededor de los desaparecidos prematuros y contemporáneos así como por la tendencia general al olvido: “Nadie se acuerda, nadie quiere recordar”.
Esta sensación lúgubre de ir a contrarreloj quizá se encuentre en el corazón de la quest aubiana que a partir del señuelo Buñuel –excepto algunos cineastas clásicos tipo John Ford, es difícil pensar en uno más esquivo y escurridizo en las entrevistas que el aragonés– pretendió cartografiar los sueños, aspiraciones y remordimientos de la generación republicana entre las vanguardias artísticas y el exilio después de trauma bélico (por entonces reavivado tras la publicación de las memorias de Azaña).
Buñuel, cercado aquí por amigos, familiares y colaboradores, recuerda a veces a Welles, tal y como lo encuadrara André S. Labarthe en L’homme qui a vu l’homme qui a vu l’ours (1990), es decir, a esas personalidades fuertes, únicas, pero también lúdicas, falsarias, que se parapetan tras un innúmero anecdotario y, a su vez, atraen a testigos no del todo fiables, agarrados además, para el taimado solaz de los investigados, a interpretaciones en exceso superficiales.
Pasado tanto tiempo, transformado tan radicalmente el acceso al cine (los más afortunados en la época habían visto un puñado de películas de Buñuel y en ocasiones puntuales), aunque parte no pequeña de lo que transmitan estas conversaciones sea una determinada ceguera generacional –sobre todo con respecto al cine popular de Buñuel en México, sin duda el mejor y más trascendental, aquí despreciado y casi obviado, excepción hecha con Los olvidados, con el beneplácito del propio cineasta–, entre las miles de páginas y las decenas de entrevistas (que, por otro lado, resultan impagables desde un punto de vista cultural, político e histórico: de Francisco García Lorca a Rafael Alberti, de Joaquín Peinado a Moreno Villa o al sin ambages odiado Salvador Dalí; de Gustavo Alatriste a Serge Silbermann…), la liebre salta justo cuando menos se la espera, al languidecer el anhelo detectivesco por rastrear en la formación religiosa y en la vida íntima de Buñuel las claves interpretativas con las que penetrar en su cine, esa imponente doxa que a partir de entonces cobró brío y que aquí desemboca en el extenso, brillante y absurdo psicoanálisis de la obra buñueliana a cargo del psiquiatra mexicano Fernando Césarman, una auténtica caza sin cuartel al resbaladizo símbolo.
Lo que, como de pasada, barrunta Aub, al que sin embargo puede la curiosidad y parece atormentar la sospecha de que algún testigo clave se haya podido escapar (alguno fundamental, como Pepín Bello, quedó fuera de este trabajo preliminar, aunque fuera entrevistado), que el surrealismo (“a veces pienso que no es surrealista”, llega a asumir en voz alta en otro momento) fue para Buñuel “un biombo superficial que esconde el sentido social, lo más profundo de sus películas”, parece ir acercándolo a una comprensión más ajustada de su cine.
Entonces la experiencia vanguardista, más que como vehículo de expresión del inconsciente y plasmación imaginaria de una fuerza desestabilizadora respecto de las normas sociales y la vida reglada, podría pensarse como ese ejercicio fundacional que enseñara a Buñuel la posibilidad de un cine hecho a trozos, a pedazos, un puzzle de esas apariciones (como tempranamente descubriera Ado Kyrou) cautivadoras e instintivas donde se acunan sus películas, pues, como Aub también había descubierto, “lo que no le gusta es contar historias”.
Ese cine de sobresaltos y con escasez de pegamento entre las partes y el todo –Buñuel fue colocado por Deleuze en el estadio pulsional, propio de los mundos originarios, incipientes, en su particular edificio de imágenes y signos– fue luego poblándose de personajes inolvidables –ellos sí, fundantes, en su evolución, de un espacio-tiempo– gracias a “la única influencia que reconocería sobre mí”, la de Galdós, ya en México (Nazarín), luego en su regreso a España (Viridiana, Tristana), fuente igualmente del onirismo y el humor con los que Buñuel siempre tanteo acercarse a las contradicciones irresolubles que tensaron su vida y su obra y que aquí supo enumerar: vaivenes entre la vida y la muerte, la creencia y el ateísmo o la verdad y el vuelo imaginario.
Estas intuiciones marginales de Aub son corroboradas por algunas voces algo escondidas y menos recurrentes que otras en el atractivo y punzante fresco de voces. Hablamos, por ejemplo, de uno de los grandes historiadores del cine mexicano, el exiliado ibicenco Emilio García Riera, quien lo expresa con despojada sencillez: “El cine para Luis es una carcajada”. El grito y la risa, el humor en definitiva, era lo que hacía español a Buñuel, una insolencia experimentadora que después de Un perro andaluz y La Edad de Oro –en la que otra voz preclara, la de André Thirion, ya advertía una inclinación por lo discontinuo, por la simpatía con ritmos por debajo de los umbrales de una representación fluida de la cotidianidad– se convertiría en el auténtico motor de su cine.
Un humor que llegaba a transmitir algo así como un asombro inextinguible por haber caído en una profesión extraña y ajena. Así lo resume Riera, dando traducción a esa brusquedad deliciosa que recorre toda una filmografía: “A Luis le sorprende estar haciendo cine”. En este sentido también discurre una de las entrevista más jugosas de Aub, la que mantiene con ese desconocido (Jordi Xifra aventura que podría ser Fernando María de Milicua, crítico de arte y amigo del cineasta, o, lo que le parece menos probable, el pintor asturiano Luis Fernández López) que acerca a Duchamp con Buñuel poniendo en relación al Gran Vidrio y la noción de ready-made con la etapa surrealista del segundo y el añadido de Las Hurdes, como si ambos compartieran tanto el gesto transgresor como el posterior desinterés por el arte mancillado, la pintura o el cine. Buñuel, como advierte con gracia el desconocido, no se pudo dedicar al ajedrez después de arremeter contra las reglas del juego y fue la guerra (primero civil, luego mundial) y su exilio en Estados Unidos lo que, lejos por primera vez de la casa familiar y el dinero, le obligaría a buscar trabajo, a vivir del cine, a ser un “artista de sociedad”, incomodidad suprema para el tímido enfermizo.
La idea de un Buñuel cineasta a pesar de todo, un poco a la fuerza, puede que sea el regalo secreto e inesperado –seguramente indeseado por parte del escritor– de la hazaña investigadora de Aub, de esta fabulosa concatenación de careos en los que se desenvuelve, camaleónicamente, entre el periodista, el colega, el testigo y el compañero según quien se encuentre delante suya. Si, como advertíamos al principio, Todas las conversaciones se ejecuta como un montaje de atracciones, como raptos emotivos e intelectuales, lo decisivo es que termina pareciéndose a una película de Buñuel, desmañada, brusca, inopinadamente lírica, transgresora a la par que divertida.
Los olvidados (Luis Buñuel, 1950)
Y si su colega –de profesión y exilio mexicano– Carlos Velo, con buen tino, reafirma en estas páginas el componente agresivo –más cerca del bestiario del Conde de Lautréamont que alguien sólo dispuesto a épater les bourgeois– del cine del aragonés, una de los efectos vivificantes de su reflejo en el libro es la falta de pelos en la lengua a la hora de tratar temas delicados o calificar a algunas personas. En estos tiempos de puritanismo, ofendidos profesionales, cursilería y frenos a la libertad de expresión, la franqueza de Buñuel y Aub seguro que no pasará desapercibida a los nuevos comisarios.