Los ojos de Vitalina Varela
Númax distribuye en España la nueva película del portugués Pedro Costa, un cineasta capital al margen de las modas y los habituales ‘tics’ del cine de autor
23 diciembre, 2020 00:10En una reciente conversación entre Pedro Costa y el crítico y programador Stoffel Debuysere, el cineasta resumía así el anhelo que lo atravesó mientras filmaba su última película: “que tuviera la fuerza de los ojos de su protagonista”. A nadie que conozca el cine del portugués le puede extrañar semejante declaración, sobre todo desde que, tras concluir Ossos (1997) –su último largometraje bajo un régimen reconocible de autoría, si bien ya en proceso de desintegración, en palabras de Jacques Rancière–, comenzara su particular proyecto de redención de la realidad, poblando sus películas de esos cuerpos no-profesionales –los de Vanda o Zita Duarte, el de Ventura o el de Lento– que arribaban al cine como por primera vez, dignificados por una estética descendiente de esa fotogenia primigenia que modularon sus más irrepetibles predecesores –Chaplin, Murnau, Borzage, Ford– y a la que Costa recurrió para realzar a sus desposeídos, su ejército caboverdiano de sombras, primero en Fontainhas, luego en nuevos suburbios.
Así, si finalmente Vitalina Varela película tiene la fuerza de los ojos de Vitalina Varela protagonista, se debe a que se sabe prestigiarlos, a que se logra hacer de su rostro –donde yacen, legibles, las señales del sufrimiento pasado– una placa sensible presidida por esas blancas ventanas ya acostumbradas a la oscuridad y desde donde se observa el margen a espaldas de Lisboa. Uno podría pensar que Costa se aprovecha, como tantos antes, especialmente a partir de la experiencia neorrealista, de la fuerza de los cuerpos inéditos, en especial si pertenecen a pobres y sufrientes, pero se trata de todo lo contrario, no de las astucias oportunistas tan caras a los circuitos herederos del arte y ensayo, sino de un esforzado trabajo que, como decimos, se debe relacionar más bien con cierta tradición de Hollywood.
Vitalina Varela (2019), de Pedro Costa
Más que con cualquier imagen del inmigrante tal y como se consumen habitualmente en el audiovisual, Vitalina Varela tendría que ver con esos héroes trágicos del cine clásico –se podría pensar, por ejemplo, en el James Stewart de los westerns de Anthony Mann, en aquellos papeles que, como bien supo ver Bernard Benoliel, se aprovecharon de la traumática experiencia del actor como soldado en la Segunda Guerra Mundial– que añadían al aura de la star un suplemento de introspección, como si su versión veterana, melancolizada y algo masoquista ya no se reconociera, tras los traumas de la vida, en sus papeles de juventud.
Como en aquellos días, incluso en las postrimerías de aquel sistema, es del cine como propuesta de mundos de lo que aquí hablamos, y del actor como presencia sometida a la forma –al recorte y punto de vista del encuadre, al espacio, al color, a las luces y a las sombras–, en definitiva de su conversión en imagen –de valores escultóricos en el caso de Costa, que ya señalara en su día la filiación con los zombis de Tourneur– de inequívoca pregnancia, una que nos mira desde la pantalla; un lugar creado –como ya nos avisaron Scheffer y Daney– que sentimos como si discurriera en paralelo a nuestra vida –así como los sueños–, habitado por fantasmas que nos acompañan, nos guían, señalan nuestras faltas (pues nos conocen íntimamente) y nos sugieren otros caminos, otras posibilidades. Nos mejoran, en definitiva.
En la conversación a la que nos referimos, Pedro Costa reconoce estar avergonzado de “ser tan cinéfilo”, al citar algunas referencias –la de Ventura como cura rural a lo Bresson, la de Vitalina como hermana de las mujeres sufrientes de Ozu o Naruse, pendientes de maridos que pesan como fardos– que movilizaron su deseo de filmar otra vez con la colonia de marginales, pero resulta evidente, al hilo de lo que argumentamos, que estas rimas entre películas no encierran clave alguna para mejor entender lo que ocurre, ni responden a la erudición ni al juego intertextual, sino que dan pistas del proyecto de dignificación que emprendiera Costa desde No quarto da Vanda, hace ya veinte años: que Vitalina Varela, la mujer caboverdiana, el “lumpen-proletariado del ecosistema inmigrante”, entrara en la historia del cine. Hacer de ella un espectro a la altura de los mejores, con el poder necesario para representar a los suyos.
Vitalina Varela puede responder, en este sentido, a un ritual de sanación dedicado a esta mujer. Es un film de después de, una larga resaca concentrada en un gesto de sustitución: cómo poner en escena aquello que ya ha pasado –el entierro del marido muerto, emigrante que abandonara a Vitalina en Cabo Verde décadas antes, sin nunca reclamarla, hundiéndose poco a poco en los suburbios de la ciudad con nuevas mujeres–, cómo establecer una ceremonia de luto para el amor que quedó atrás, para la mujer que esperó, ese off insondable al que se remitía aquella mítica carta de amor que puntuaba las anteriores películas de Costa y que ahora aparece encarnado, bajando las escalerillas del avión como una vedette sin película, para recibir la bienvenida no de fotógrafos, sino de sus antecesores, los que ahora trabajan en los puestos más subalternos del aeropuerto: “aquí en Portugal ya no hay nada para ti».
Toda la película se desarrolla a partir de su negativa a claudicar y regresar, y Costa convertirá su periplo por los lugares del barrio de Cova da Moura –ahí donde los tránsitos temporales (el día, la noche) y espaciales (los interiores y los exteriores) han quedado abolidos, sumidos en lo indiscernible– en un viaje de reafirmación de una mujer íntimamente enrabietada por la cobardía de los hombres, por su egoísmo inmisericorde, aún patente en las nuevas generaciones. Sólo con el fordiano sacerdote interpretado por Ventura podrá hablar Vitalina, quizás porque una parecida herida los iguale, y, además, este cura sin parroquia no deje de ser algo menos que un hombre. Durante el especial luto de la mujer, Costa y su pequeño equipo de tres personas no se aprovechan del potencial docudramático de su vida, que posibilitaría reconducir la rabia real y dirigirla a una ficción solemne y agitadora de consciencias, sino que lo redimensionan –ella, tan distinta a nosotros y a nuestras historias– al hacerlo participar de esa esfera común, esa herencia reconocible, que es el cine de género, su resto, su esqueleto si se quiere.
Vitalina, que se choca con el marco bajo de una puerta, o a la que se le desprenden cascotes de techo encima, nos recuerda a Maureen O’Hara, a quien en The Wings of the Eagle (Escrito bajo el sol, 1957), al ser abandonada por John Wayne –la guerra tira lo suyo, y engancha a los hombres–, la casa se le rebela y el tocadiscos le lanza elepés a la cabeza. Un caso de Schadenfreude, aunque no dejemos de sentir compasión por ella. En su resistencia encuentra sutura el sentido, ya que aquí estamos frente a un particular woman’s film, donde la categoría refulge fuera de toda medida: no es melodrama para feministas al uso, tampoco para posmodernos preocupados por la evolución de la nomenclatura fílmica. Más bien sería la respuesta, desde el cine, a un callejón sin salida, un resquicio desde el que atender a la realidad de los siempre exiliados.
Este ideario de restitución de una memoria arrasada, la de la inmigración caboverdiana en Portugal, participa, como hemos advertido, de la fuerza del cine, pero no de sus trucos, de sus vicios. Así, cuando Costa, al final de la película, en un gesto comparable al de Kiarostami en El sabor de las cerezas (1997), en aquella luminosa coda videográfica que seguía al denso negro cosido al posible suicidio del protagonista, presenta ese trozo de presente –Vitalina y su esposo construyendo la casa común en África antes de emigrar a Europa, interpretados por los hijos reales de la actriz– que contrasta ontológicamente con la noche eterna a la que nos habían acostumbrado lo conos y bastones de nuestros ojos, sabemos que no estamos ante un simple flashback o una aclaración narrativa.
Esta ruptura cromática y tonal nos convence de lo interminable de un amor, desgraciado pero inexorable, que ha seguido siendo el motor de la última aventura de Vitalina, de ese desplazamiento postrero que escapa a la lógica natural y afectiva, y que responde la necesidad íntima de esparcir la mirada, de participar de lo visto por una ausencia.