Yann Dedet: privilegiado testigo
El legendario montador cinematográfico Yann Dedet repasa su vida en ‘Le Spectateur Zéro’, unas memorias donde radiografía el cine francés moderno y contemporáneo
7 octubre, 2020 00:10Como compendio de anécdotas y declaraciones antológicas, Le Spectateur Zéro –que transcribe las conversaciones entre el legendario montador Yann Dedet y el novelista y también realizador Julien Suaudeau– no tardará en convertirse en un libro importante, tan raro resulta que un técnico del cine rompa mutismos y corporativismos a la hora de adentrarse minuciosamente en su carrera para visitar logros y derrotas y lograr así un recuento, jugoso, de su particular historia del cine, que se nos antoja fundamental para conocer las líneas de fuerza y mutaciones que lo recorrieron desde la modernidad hasta el paisaje contemporáneo.
Dedet se inició de la mano de Truffaut y alcanzó fama con Stévenin, Pialat y Garrel, al tiempo que acompañaba los primeros pasos de muchos jóvenes cineastas, como Denis, Kahn, Mazuy, Poirier, Lifshitz, Barbosa o Guiraudie. Se declara enganchado a las películas desequilibradas, a las primeras emociones que presiden la transformación de “un cerebro en materia fílmica”. Su libro acoge en su seno un precioso tratado sobre el arte de montar que trasciende épocas y estilos, sólo en parte sujeto a la espuma de los días por la lógica defensa, a capa y espada, que acomete del paradigma analógico –noticias de cuando el cine tenía dermis y rugosidades, y los olores del laboratorio envolvían las pequeñas y poco ventiladas salas de montaje– frente al código numérico, con su acomodaticia asepsia.
Yann Dedet y Truffaut en la sala de montaje
Salpicadas a lo largo del libro, estas reflexiones nacen de su precoz acceso artesanal a un oficio que si por entonces ya empezaba a depender de instituciones especializadas –el IDHEC parisino– aún permitía polizones que buscaran aprender sobre el terreno. Dedet, joven inquieto y desorientado que como espectador ya había caído preso del suplemento de posibilidades imaginarias que engrandecen al cine frente a la física del teatro, comenzaría frecuentando los laboratorios y realizando películas domésticas en 8 milímetros hasta que sus primeros pasos en la ayudantía con Claudine Bouché y Agnès Guillemot –dos de las montadoras de Truffaut– lo expondrían a los sugerentes márgenes creativos de la edición cinematográfica. “¿Qué vamos a hacer con toda esta mierda?”, se preguntaba el cineasta ante los rushes de La novia vestía de negro (1968), y Dedet, con el tiempo, le pondría palabras a la respuesta que Truffaut ya por entonces conocía: reponer en escena la película mediante el montaje. Así, de igual manera que un rodaje supone en cierta medida la primera destrucción del guión, el montaje, en tanto ensayo de oposición al rodaje, perfila en el fondo su libreto verdadero y definitivo: la película como resultado de la fricción entre las ideas y el mundo.
De estas primeras aventuras, Dedet ya sacaba esclarecedoras conclusiones que no tardarían en costarle continuos enfrentamientos con productores y realizadores, y que en nuestra actualidad audiovisual escandalizarán aún más a los fieles del storyboard y a los defensores del guión de hierro (esos que perpetran inanes films de papier, como los llama el montador). Una de ellas: suele ser un buen augurio que el cineasta esté afligido con lo que ha rodado, ya que esta primera derrota promueve en el montador el deseo de reanimar desde cero nuevos planos a partir de esos trucos –ralentís, reencuadres, recortes, juegos con la banda sonora– que no son sino herramientas expresivas que subrayan la vida potencial de todo lo registrado durante un rodaje, por imperfecto que pueda parecer desde un punto de vista técnico.
Villeret y Stévenin en
Otra: al igual que muchos escritores creen haber entregado al editor un libro determinado que luego, leído por otros ojos, suele diferir bastante de la primitiva impresión, los cineastas también derrapan, y sueñan con planos que, en realidad, no han rodado. La divertida anécdota de Truffaut, que les propuso a los montadores de La noche americana (1973), Martine Barraqué y el propio Dedet, el decoupage de una secuencia planificada con algunas tomas que sólo existían en su cabeza, resume a la perfección este delirio que afecta en distintos grados a todo creador –diversas declinaciones de la brecha entre intenciones y resultados– a la vez que explica el fundamento del trabajo de montaje en el cine, que debe aprovechar creativamente estas misteriosas abdicaciones del cineasta –Dedet utiliza esta expresión para confesar cómo en el particular juego del plano/contraplano, mínimo común múltiplo de la gestión del ritmo fílmico, muchos cineastas confían más en el montador que en ellos mismos–, para corregir y a veces imponerse al realizador o al productor.
Bajo esta concepción del montaje como una dilatada conversación entre creadores que debe interrumpirse por cuestiones prácticas y comerciales –la buena memoria que Suaudeau le reconoce a Dedet tiene que ver, como él mismo explicita, con la idea de que una película, doble encuadrado de la vida, propone un interminable material para el pensamiento, y así en su cabeza sigue remontándolas años después de igual manera que todos trajinamos con los recuerdos y les habilitamos añadidos imaginarios–, Dedet defiende que el rol del ensamblador de imágenes y sonidos es el de ofrecer resistencia al cineasta, hacerle ver que al encarar la fase de post-producción ya no importa el orden al que se sometían las distintas partes del proyecto en las páginas del guión, y que, entonces, el trabajo a llevar a cabo debe centrarse en cómo mostrar las emociones y no simplemente decirlas, por muy humano y sensible que sea el discurso que las sostenga.
Dedet, además, se siente sancionado para mantener con firmeza estas posiciones, ya que los galones los ganó en auténticos retos estéticos y profesionales, además de con su camarada Stévenin –cuya Passe montagne (1978) lo marcaría profundamente, como montador, actor, realizador y escritor–, con el ogro Pialat, con quien trabajaría, entre la década de los ochenta y principios de los noventa, en Loulou, A nuestros amores, Police, Bajo el sol de Satán y Van Gogh, aprendiendo junto a ambos que hay claves del guión que sólo pueden resolverse ante la mesa de montaje, sobre todo cuando la membrana que separa la realidad de la ficción se advierte tan fina.
Si, antes, con Stévenin, comprendió que el plano secuencia –ese dispositivo demasiado bonito que seduce con su impresión de realidad– necesitaba ser deshecho, con empalmes como hachazos, para transmitir un real –la virtualidad entrevista, agazapada en lo cotidiano– que celebrara su gloriosa impureza, su condición de filmación desde la que quedaría por extraer algo parecido a una narración; después, en el pugilato con Pialat, afinaría y afilaría con precisión esta asunción del rodaje como recolección de frutos inesperados (pero secretamente perseguidos).
Yann Dedet y J. F. Stévenin
Ese instante donde, suspendido el miedo por los errores gramaticales y el ruido tecnológico, la impresión real resulta tan profunda y justa que uno admira en el cine su rara condición de envoltorio de la vida; ahí donde la fuerza del deseo (Dedet fue un monteur qui amait les femmes, y nunca repitió con una misma cineasta) participa tanto en el trabajo con los actores como en la selección de las tomas, activando el motor afectivo del montador que en su soledad –privilegiado testigo– puede quedar imantando ante la aparición del cuerpo inédito, como ante la Sandrine Bonnaire en A nuestros amores, irrupción de una diosa turbadora atravesada por el aura de invencibilidad que lleva aparejada la adolescencia.
Asumido este pasado –Dedet sabe que gracias a su trabajo con Truffaut, Stévenin y Pialat ha podido llegar al centenar de películas montadas–, volviendo la vista atrás desde la escarpada atalaya desde la que mira, Le Spectateur Zéro se desarrolla como unas divertidas y emotivas memorias que, respetando el orden cronológico, se estructuran como un diálogo dirigido donde el montador, bastante respetuoso pero sin pelos en la lengua, repasa la larga trayectoria ante la moviola y los efectos de ésta en su vida profesional y privada.
Sandrine Bonnaire, A nuestros amores (1983, Pialat)
Además de lo ya apuntado, de esta pequeña e íntima historia del cine francés moderno y contemporáneo podemos rescatar otros momentos de los que Dedet, ya septuagenario, habla con conmovedora sabiduría, como cuando recuerda su trabajo con buenos amigos, los actores Juliet Berto y Daniel Duval en sus fugaces pasos por la dirección de cine, y cómo en ambos casos los cálculos de guión ahogaron los hallazgos de la frescura fílmica; o cuando le da un sutil repaso a Catherine Breillat diseccionando su cerebro demostrativo y explicando la diferencia entre su cine y el de Pialat –con quien algunos invidentes llegaron a compararla–, que, en términos de montaje, representa la distancia que media entre quien apuesta por cultivar el misterio oculto en los empalmes y quien concibe la articulación de las tomas –su alternancia aprovechando casi exclusivamente el movimiento de los personajes– como una plantilla formularia con fin en sí misma.
J'entends plus la guitare (1991, Garrel)
De todas maneras, a Dedet, quien vuelve a demostrar aquí –como lo hizo en su anterior libro, también para P.O.L, Le Point de vu du lapin, donde se abismaba en la correría colectiva y la experiencia fílmica alrededor de Passe montagne de Stévenin– su facilidad para ponerle, con sencillez y claridad, palabras a su oficio, le favorece más hablar a favor que en contra, él que en el fondo se sabe un afortunado más allá de coyunturales roces y rencillas. Es así, con el genuino brillo de la admiración, que también refulgen sus líneas alrededor de Philippe Garrel –con quien ha trabajado en cinco ocasiones, de 1991 (J’entends plus la guitare) a 2013 (La Jalousie)–, una aguda alabanza de ese flanco artesanal y mecánico que sigue defendiendo el cineasta contra viento y marea.
En su trato cotidiano con los materiales del cine, en su confianza con ellos, con esa piel que aún se queja con los cortes y empalmes, Dedet observa una astucia incomprendida mediante la que Garrel ha sabido transformar problemas indeseados o carencias de índole matérica –veladuras, planos sub o sobreexpuestos, tomas fallidas para el común de cineastas, productores y montadores– en inefables ganancias para unas ficciones donde las fantasmagorías acechan fuera, igual que se agazapan dentro, de los personajes.