Juan Echanove: "Hemos construido una sociedad sin líderes morales"
El actor, que vuelve a los escenarios, reivindica el compromiso social del teatro, proclama el respeto al público y defiende la cultura como “bien de primera necesidad”
10 agosto, 2020 00:10A Juan Echanove no se le entrevista, aunque resulte tan grato pensar que se ha conseguido. Echanove se hace la entrevista a sí mismo, pero simula tan bien que quien cree estar interrogándolo termina con un subidón de alto voltaje. Es cierto que es tan gentil que encaja las preguntas con mucho respeto, pero envuelve tanto a la entrevistadora que, cuando ésta se serena del contagio de pasión y lucidez, no sabe si comerse el guión previo o reconocer que este hombre no hace nada a medias ni con desgana. Lo que hace, lo borda. Decir lo que piensa y cuando quiere, también. En su estreno tras el confinamiento --con La fiesta del chivo, una obra que llevaba tres meses en Madrid y tras un rifirrafe que le salió de cine, nunca mejor dicho, con el ministro de Cultura en plena pandemia-- Echanove quiere dejar clara su gratitud al público, la razón de ser de la cultura. Algo que –se regaña a sí mismo– alguna veces se olvida.
Con Sevilla, donde ha actuado hace unas semanas en la Plaza de España, tiene una larga historia de amor que empezó hace veinte años con la puesta en escena de El cerdo y que le ha acompañado en todas y cada una de sus obras, la penúltima el extraordinario Rojo de Logan y, ahora, con la versión teatral de una de las mejores novelas de Vargas Llosa bajo la dirección de Carlos Saura. Otro reto. Porque el actor confiesa que se reta hasta cuando, de pasada y para peinarse, se mira al espejo. Lleva muchos malos en sus carnes, algunos inconfundibles (este Trujillo, el Franco de Madre Gilda) y otros personajes más complejos, ángeles y demonios a un tiempo, como el protagonista de Plataforma de Houllebecq o sus atormentados y recientes Rothko y Quevedo.
--¿Qué se aprende de la maldad?
--Dudo que se pueda aprender, salvo saber de su existencia. Yo creo que hemos vivido en un mundo que creíamos protegido de la maldad, envuelto en muchas palabras tranquilizadoras, sin convivir realmente con la maldad ni reconocerla. Es mentira. Hemos vivido una gran mentira, con mucha retórica hemos creado un mundo complejo, insolidario, egoísta, caprichoso. Mirándonos permanentemente el ombligo. Y esa es la maldad. Nuestra maldad. Claro, ahora mismo encarno a un dictador sanguinario y déspota, un carnicero pero ¿y los que callan y le ríen las gracias? Siempre hay quien tiene mucho poder y abusa, pero son peores quienes lo aceptan y no mueven un dedo, los que desde su individualismo son capaces de cargarse a gente honesta, por miedo o por pereza o por envidia. Malos son los españolitos que derriban a quien es mejor que nosotros por envidia. Malos son los que no soportan a quien destaca. La maldad primera es la falta de empatía.
--Ayuda mucho cosificar al otro, considerarlo un enemigo.
--Es acojonante la vigencia del libro de Vargas Llosa, la verdad. Esa es una de la sensaciones más bestias de la vuelta al escenario después de la reclusión. Y la vuelta en la calle, en una plaza, después de haberlo interpretado tres meses en un lugar íntimo como el teatro Infanta Isabel de Madrid y hacerlo después de tanto tiempo para rumiar, de tanto tiempo confinados. De pronto, te das cuenta de la enorme vigencia de este retrato de un dictador en sus últimos días. Mire: a mí me ha pasado algo muy grande con esta obra, ahora mismo y conmigo. Este tiempo extraño he cambiado yo y la obra ha cambiado conmigo. Casi me ha cambiado el oficio. Lo explico: esta es una oferta que me hace Cebra Films y que viene en un paquete, por un lado la serie El Cid para una plataforma de televisión y, por otro, la adaptación de La fiesta del chivo. Los dos personajes me parecieron interesantes y en mi registro. En el caso de Trujillo, es la leche, porque debo reconocer que se cumple lo que pienso. Cuando vi El Coronel no tiene quien le escriba, la película de esta mismo productora, juro que pensé que me gustaría hacer el Trujillo de Vargas Llosa. Da miedo, pero se me cumplen las ideas.
--¿También pensó en hacer doblete: por la mañana el obispo de León y por la tarde el dictador panameño?
--Ese obispo de El Cid es un personaje maravilloso, un regalo. Un tipo sabio, que lee y habla en latín, que frena toda esa barbarie de espadas y guerras. Pero es cierto que el doblete ha sido una maratón enloquecida. Rodábamos en Soria El Cid a las cuatro de la mañana y luego yo volvía, todos los días, incluidos los domingos, al teatro, a hacer una función. Una animalada. Una locura. Y claro, Carlos Saura. Que ya nos teníamos ganas, porque fíjese que quiso llevar al cine El Cerdo [vuelve una y otra vez en esta conversación a una de sus apuestas en solitario más arriesgadas, la adaptación de Estrategia para dos jamones de Raymond Couse, dirigida por José Luis Castro en 1993, tal vez porque lo ligó a Sevilla para siempre, tal vez porque fue cuando estrenó el reto como santo y seña de su carrera]. Saura es Saura. Tiene una calma, una composición de plano, una manera de ver que es tan buena que ni se nota. Y tiene un carácter casi tan tozudo como el mío. Me dijeron: “No te preocupes, no se mete en nada”. Los cojones…. Pero nos hemos entendido muy bien. El escenario parece desnudo, pero ahí está esa luz, y esos fondos que él mismo ha pintado. Y el texto, a la brava. Creo que hay respeto al espíritu de la novela, pero ahora soy mejor. ¿Sabe por qué? Porque ahora sé que nada es más importante que el público. Lo supe en plena crisis del confinamiento, que me ha revuelto todos los años pasados. Y lo he sabido nada más subirme al escenario en Sevilla. Nada somos sin el público. Y lo habíamos olvidado.
--No le creo.
--Es así [levanta el tono sin levantar la voz, sobrio, solemne, más delgado de manera que los ojos dominan su perorata si no fuera por las manos que apostillan cada frase]. Es que lo que esta pasando es muy grave y nos obliga a resetearlo todo. A mí me ha obligado a mirar atrás, a los últimos años, con todo lo que he pasado. Con lo bueno, con lo malo y también con un cierto cansancio, un hartazgo. Y sin querer pensar en la vuelta, con miedo a sufrir más por la frustración. Ni siquiera he ensayado ni una línea. Pero creo que he ido incubando lo que he sentido en la primera función después del Covid: ¡déjate de mirarte el ombligo Juan, deja de lamerte las heridas, y recuerda por qué haces teatro, qué sentido tiene todo esto que haces! Hemos llenado cada día, con el calor, con mascarillas, con toda esa gente que tiene problemas descomunales y vienen, y no abren la boca. Y aplauden. Se nos había olvidado el compromiso social del teatro. No es eso de que algo bueno sale de esto. No. Esto es malo y será malo, pero sí nos ha dejado desnudos ante lo esencial, que lo único importante: el público, la responsabilidad y el respeto que merece el público.
--Tres meses para pensar y para pelearse con un ministro.
--Bueno, yo creo que le echaron a los leones [él mismo le espetó en Instagram, “usted no es ya mi ministro”], pero antes deje que le cuente qué ha sido para mí el confinamiento: yo iba en un avión y de pronto fallan los motores y aterrizamos en una isla muy pequeña [dice pum y abre los brazos y desorbita los ojos] y digo uff, qué bien, me he salvado de milagro. Y me pongo a trastear en el avión porque no quiero quedarme en la isla, es diminuta, no quepo, quiero irme. Intento desapegar y ¡no puedo! Porque pesa mucho. Pesan mucho cuarenta y dos años de profesión. Y hago un chequeo para ver qué sobra y qué falta. Y me pongo a construir un avión que vaya como un tiro.
--¿Cuál es el lastre?
--La autocomplacencia, la soberbia, la vanidad, la falta de miras, la falta de compromiso político, y digo político porque ya sabe la famosa frase de mayo del 68: “cuando el parlamento hace teatro hagamos del teatro un parlamento”. Ojo, que no es hacer política y menos política de partido, sino asumir el compromiso social del teatro. Yo hago teatro para dar respuesta a toda esa gente que se sienta y viene a vernos y se hace preguntas y quiere emocionarse y quiere saber y sentir. Tengo todos los premios que hay y si crearan uno nuevo me lo darían. Y ¿qué? Eso no es nada, eso no justifica una vida ni esta locura de oficio. Lo único sólido es el compromiso.
--Cuesta creer que quien se embarca en Rojo o en Sueños desoiga el compromiso, aunque también haga series de éxito.
--Es que es más profundo. Yo me vengo arriba con los retos y esas obras lo son, lo es trabajar un texto de Logan con Vera o Quevedo, o ahora Trujillo, pero de alguna manera seguía herido. Lo de Cuéntame [un desgarro personal y profesional con los directivos de la serie en la que llevaba años trabajando y de la que decidieron apearlo matando a su personaje] me había pasado factura. Decidieron matarme con un tiro en la barriga, no en el corazón, que es de caballeros, una muerte noble, sino en la tripa para que tuviera una agonía de dos meses. Me estuvieron matando dos meses y yo mientras ensayando Quevedo, que era también la queja descomunal de un moribundo. Me estuve muriendo un día entero, como Miguel Alcántara y como Quevedo. Y Juan, yo, me morí.
--De eso hace bastante.
--Sí, pero me esta preguntado por este momento y este momento, el confinamiento, me ha servido para cerrar de verdad y saber que con ese desgarro, porque lo fue sobre todo desde el punto de vista afectivo, han salido decisiones fundamentales para mi vida. Mi boda. Yo he sido un nómada emocional y decidí casarme. Fue una decisión trascendental porque con todo esto del Covid es la familia la que me ha dado fuerza, mi hijo, mi mujer… Y he tenido crisis que al otro Juan le habrían hecho salir corriendo. Pero ahora no. ¿Sabe por qué? Porque estoy comprometido. La palabra que le he dicho antes hablando de mi oficio. Yo soy un hombre comprometido. Ya no tengo miedo.
--Ni al ministro, perdone que le insista.
--Ya, ya, le explico. Mi asunto con el ministro tiene que ver con la otra palabra que me ha venido una y otra vez en plena pandemia. Y es patria. Sí, patria. Pero no la de las banderas de mi barrio, que se pusieron puerquísimas con el tiempo, que cosa más poco higiénica, sino con la idea de compromiso social y hacer patria. Hablo de nuestra función social y política, pero no de esa política rastrera, mediocre, partidaria. De la política de hacer patria. De responder a esos ciudadanos que cuando vienen a vernos también están pidiendo respuestas. Es nuestra obligación estar a la altura. Es nuestra función ser respetuosos con ellos, ya sea para reír, para llorar, para hacer pensar. Ya basta de quejarse, hay que hacer patria, trabajar, ser honestos. Hay que desmontarlo todo y volver a empezar. Un avión nuevo, ya le he dicho.
--Y...
--Sí, el ministro. Me enfrenté a él porque le tocó decir algo que estaba latente [alusión que hizo el ministro en pleno confinamiento a una frase de Welles, adaptada, y que venía a decir que primero la salud y luego el cine] y es que desde que Pedro Sánchez fue nombrado presidente le faltaba asumir algo básico: la cultura es un bien de primera necesidad. Algo tan elemental, tan simple, tan claro en otras sociedades. Pero no, aquí estaban con el famoseo, el brillo y, cuando vienen duras, quitarse la cultura como problema. Al ministro le tocó, pero tengo que decir que ese fue mi momento de hacer esa patria de la que le hablo. Con el lío me llama la directora de Artes Escénicas y me pregunta si quiero hablar con el ministro y yo le digo: “Claro, es mi ministro, es mi país, estoy para ayudar, estoy al servicio de mi Gobierno”. Y hablamos. Y me pongo a su disposición porque lo importante es eso. Hablar con Hacienda (estupenda la ministra), con Economía, asumir que la cultura es esencial. Total, me prometió que vendría al primer espectáculo que hiciera y aquí estaba. Mi mujer se chotea y le llama “mi nuevo mejor amigo”. Pero también me dieron caña cuando le di la mano a un ministro del PP al recibir un premio. Un ministro que fue un desastre, pero yo sé distinguir el respeto institucional de la crítica política.
--¿Y cuál es su modelo, por concretar?
--Es muy sencillo. Todo está en la Carta de Roma, que aún es un papel que hay que desarrollar. Europa, el ámbito no solo geográfico ni económico, sino de civilización. Ahí es donde hay que trabajar. Ahí está el compromiso político.
--¿Ese compromiso es de izquierdas?
--No, no. El compromiso social es una cosa más profunda. Además hay quien dice ser de izquierdas para en el momento que alcance un sitio [ríe a carcajadas] dejar de serlo. No, no, de verdad que esto es muy serio, es un nuevo pacto social. Nos jugamos mucho [bufa]… pero en un momento tan crítico estamos rodeados de dialécticas pobres, mediocres, repetitivas, insulsas… De gentes muy poco preparadas.
--¿Me está diciendo que antes éramos más cultos? ¿No será que nos hemos hecho viejos?
--Antes éramos más cultos y más brillantes porque se nos exigía. Porque se nos pedía que lo fuéramos. Porque había espacios para la palabra y se respetaba el buen juicio, la reflexión. Todo esto ya no cotiza. Sólo importan los sponsors, la publicidad, los espacios pagados. Y los numeritos. Es agotador y estéril. No nos aporta nada a nadie. Vengo de una generación que quiso aportar algo al país. Ahora solo se nos pide entretener, salvarse cada cual. Hemos construido una sociedad sin líderes morales.
--A lo mejor es un discurso muy generacional.
--No, qué va. Le voy a contar una historia. Podría hablarle de mi hijo Juan [aquí hace un largo aserto sobre la carrera de su vástago, cocinero y maestro repostero) al que he pasado de amar a admirar, pero le voy a hablar de mi hijo profesional. De un joven como Ricardo Gómez [fue el niño de Cuéntame, sobrino de Echanove en la ficción y luego partenaire en Rojo]. En la serie, en todos esos largos años, nos llevábamos bien y nos reíamos mucho. No es fácil llevar la tensión de una serie, y más con esa diferencia de edad, pero nos entendíamos de puta madre, riéndonos de nosotros mismos. Y entonces pasa lo mío y, de toda esa lista de gente de la serie, incluida gente de la cadena pública, solo tres me apoyaron a hierro. Uno fue Ricardo.
El día que me acabé de morir, destrozado, en casa me esperaba una caja de doce botellas de whisky Macallan, con la connivencia de mi mujer. Y lloré, llore. Porque no es sólo cariño o solidaridad, es que es un valiente, era el más joven, el que tenía más que perder. Y luego se vino a hacer Rojo conmigo, él, que había tenido un desencuentro feroz con Gerardo Vera. No lo podía ver [Hace un aparte para reconocer que se lleva muy bien con directores con fama de difíciles]. Y se hace socio y se juega los cuartos. Es un grandísimo actor y lo será aún más porque es un tipo comprometido. No, no es generacional, qué va. Y sin darse tanta importancia ¿eh?, que compitió conmigo en el Fotogramas y me lo quitó [Se palmea las piernas de pura risa]. En el escenario me decía: “Jódete”. Y yo en el sillón, desparramado y gordo como estaba entonces, muerto de la risa. Un gran tipo. ¡Menos ombligo y más respeto al trabajo, coño!
--Mucho Quevedo y Trujillo y Rothko, pero se descuelga con Paquita Salas para sobresalto de algunos.
--¡Qué maravilla ha sido eso! El mejor papel que he hecho en mi vida, según mi hijo. [Se pone de pie para demostrar lo feliz que fue]. Fue genial. Cuando me llamaron los Javis (Javier Ambrosio y Javier Calvo, guionistas y directoras de la exitosa serie) no lo dudé ni un minuto. Yo los conozco y los quiero. Con Javi Ambrosio he trabajado, él como actor. Y la serie es muy buena. Y Brays [actor protagonista] al que yo no conocía, hace un trabajo extraordinario. Es humor y es también el retrato más nostálgico y duro de esta profesión que queremos tanto. Son serios en el oficio. Humor o drama, la cuestión es el compromiso. El patriotismo del trabajo bien hecho.
--Familia, patria y trabajo…
--Sin complejos. He tenido la enorme fortuna de aprender el valor moral del oficio con Juan Diego, el más grande, el más decente, el hijo de Candelaria y Diego, nacido en Bormujos (Sevilla). Esa es mi decencia y ese es mi compromiso. Y, al final, como me dice mi mujer, tengo suerte porque me quiere todo el mundo. O casi. [En ese momento un camarero le trae por su cuenta zumo recién exprimido, solidario por el largo tiempo de la entrevista y el calor. Echanove se lo agradece y se levanta. Empiezan a hablar de fútbol, hoteles, modales y el Athletic. Y del humorista Pedro Ruiz, que se hospeda en el mismo hotel y que –el actor lo confirma– viene a ver La fiesta del chivo y a Trujillo como hace con todas sus obras. Son amigos, presume. Sí, le quiere todo el mundo].