Las aventuras del Papa Clemente
La serie 'El Palmar de Troya' constituye una fascinante aportación al estudio de la insania colectiva
28 marzo, 2020 00:00La miniserie de cuatro episodios El Palmar de Troya constituye una fascinante aportación de Movistar al estudio de ese curioso fenómeno que es la insania colectiva. Los profanos siempre nos hemos tomado a pitorreo a los miembros de la Orden de los Carmelitas de la Santa Faz, pero, como dicen los americanos, había un método en su locura, sobre todo entre los inspiradores del asunto, Clemente Domínguez y su compadre Manuel Alonso Corral, que vieron en la nueva secta una manera de lucrarse y de pintar algo en este mundo. Quienes los conocían de los bares de ambiente gay de Sevilla, como mi amigo el dibujante de comics Nazario Luque, estaban pasmados de que esos dos mindundis llegaran a liar la que liaron. Pero para los mecenas necesitados de trascendencia que los cubrieron de oro, Clemente y Manuel fueron la respuesta a sus plegarias: el Vaticano se había desmandado y había que volver a empezar por el principio para poner orden en el catolicismo.
Como todo fenómeno seudo religioso que se precie, la cosa empezó con una aparición mariana: el 30 de marzo de 1968, cuatro niñas de doce y trece años (Ana García, Rafaela Gordo, Ana Aguilera y Josefa Guzmán) se toparon con la virgen María en la finca de La Alcaparrosa, a un kilómetro de El Palmar de Troya, pedanía de la localidad sevillana de Utrera.
Meter mano a jóvenes
El 15 de octubre de ese mismo año, Clemente y Manuel empezaron a dejarse ver por la zona y el primero, mientras recordaba lo de que la ocasión la pintan calva, experimentaba sus primeras visiones, entraba en éxtasis, sangraba profusamente a causa de sus estigmas y daba inicio a su plan de convertirse en el papa Gregorio XVII. Por el camino, un accidente de coche lo dejó ciego --los cristales del parabrisas le acribillaron los ojos--, contribuyendo involuntariamente a engrandecer su leyenda: Clemente no veía nada en un sentido físico, pero lo veía todo en un sentido moral.
El Palmar de Troya se convirtió rápidamente en una máquina de ganar dinero. Ante la incomprensión general, una legión de meapilas internacionales --especialmente en la muy católica Irlanda-- sufragaban a la secta, con lo que Clemente pudo vivir como un papa de los de verdad y hasta construirse una basílica trufada de oro en medio del secarral que daba gusto verla. Todo ello, sin dejar de dedicarse a sus dos grandes pasiones: beber como una esponja y meter mano a cuanto hombre más o menos joven se le ponía a tiro. Lo que parecía flor de un día, una mera extravagancia religiosa llamada a extinguirse rápidamente, se convirtió en una institución que se mantiene a día de hoy, aunque con menos fieles y menos dinero.
Lamentablemente ciertas
Tras la muerte de Clemente a los 57 años, su amigo Manuel heredó la silla papal con el nombre de Pedro II; al fallecer Pedro II, llegó Gregorio XVIII (Ginés Hernández) -el mejor testigo del documental por su desfachatez, junto a su novia Nieves, que no parece estar del todo en sus cabales-, quien dimitió de su cargo, se fugó con su concubina y luego se coló en el Palmar a robar y fue cosido a puñaladas por unos obispos; y ahora reina Pedro III, un suizo llamado Paul Odermatt que ha impuesto un perfil bajo en la secta y parece buscar en la discreción una forma de supervivencia para él y los suyos.
El Palmar de Troya es, como no podía ser de otra forma, una tragicomedia a medio camino entre Berlanga y Michael Haneke. Clemente y Ginés dan mucha risa, pero queda muy claro --a través del testimonio de algunas de sus víctimas-- el daño que hicieron a su comunidad, a toda esa caterva de infelices, con o sin dinero, que buscaron a Dios en una cueva de ladrones y chiflados. El director, Israel del Santo --del que Movistar ya emitió en 2017 la serie Conquistadores: Adventum--, ha realizado una tarea seria y trabajosa que le ha ocupado tres años de su vida y que funciona hasta en las reconstrucciones de los hechos, que suelen dar grima en este tipo de producciones y aquí están muy bien hechas. Ideal para los devotos de las historias increíbles, demenciales y absurdas, pero lamentablemente ciertas.