Luis Buñuel y el banquete platónico de Cordell Drive
El director de cine español recibió el plácet intelectual de los mejores del oficio en un almuerzo insólito celebrado en la mansión de Georges Cukor, en Beverly Hills
4 diciembre, 2019 00:00El 20 de noviembre de 1972, el diario Los Angeles Times publicó una crónica titulada Gathering of Giants Fetes Spain's Bunuel, con una foto de familia de Marv Newton en la que quedaron inmortalizados todos los asistentes a un almuerzo a excepción de John Ford, el director de La diligencia y Centauros el desierto, que, debido a su delicado estado de salud, abandonó el lugar antes del flash. Billy Wilder cuenta en sus memorias que George Cukor celebraba cada año en su casa de Beverly Hills una tertulia con amigos, antes de la entrega de los Óscar. Era una de las citas inexcusables en el 9166 de Cordell Drive, por donde pasaron durante décadas los grandes de Hollywood. Ahora, la editorial Península ha puesto en la calle la segunda edición de El banquete de los genios de Manuel Hidalgo, un libro en el que se cuentan las peripecias de los grandes nombres del celuloide a partir de aquel rendez vous en Cukor´s place, con Buñuel de invitado especial, desabrido, especialmente cuando alguien quería medir su talla intelectual a través de pequeños detalles mundanos.
Ahí es donde el banquete de Cukor tiene un toque platónico: no porque los invitados hablen de Eros, el dios del amor bajo la batuta de Erixímaco, en un encuentro-comida en el que todos beben y hacen de teloneros a la espera de que Sócrates cierre la reunión; y de que todo, hasta el más mínimo detalle, quede apuntado en los papeles de Platón, el auténtico notario de aquellas cumbres que pasaron a la posteridad. No es el contenido lo que cuenta; es el escenario, la casa de Agaton, sobre un terrazo donde 2.500 años antes de Hollywood se juzgaban la juventud de Fedro, la experiencia de Pausanias o la elocuencia poética de Aristófanes.
Buñuel y sus tres acompañantes (Serge Silberman, Jean-Claude Carrière y Rafael Buñuel, hijo del director), llegaron los primeros, seguidos de Alfred Hitchcock, “arrastrando sus pasos sobre el parqué”, apunta Hidalgo, y dejando sobre el ambiente una primera conversación sobre vinos y sobre Tristana, otra cinta conocida del director nacido en Calanda, nominada dos años antes.
Y así, poco a poco, el salón de Cukor atrajo a William Wyler, Billy Wilder, George Stevens, Rouben Momoulian, Robert Wise y Robert Mulligan, bebedores inveterados todos y amantes del tabaco. La constelación de la edad dorada de Hollywood, una pléyade de maestros del cine, jamás congregada ni retratada en un acto privado. Los asistentes al almuerzo estaban interesados en el español diferente, exalumno de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Fernando de los Ríos y Gumersindo de Azcárate, y empapado del espíritu de las vanguardias europeas. Pero Buñuel nunca acabó de tragar a la troupe californiana; sus admirados de la costa del Pacífico no estaban en el banquete.
Su lista personal empezaba en el raro Wiliam Dieterli y su rara película, Jennie, sin olvidar que, básicamente, el director español se moría por hablar unos minutos con el John Houston de El tesoro de Sierra Madre, una narración de rasgo duro sobre la amistad, la entrega y la generosidad basada en una novela de B.Traven, autor-enigma y seudónimo del alemán Otto Feige. De hecho, aquel mismo día Buñuel manifestó interés por conocer a Fritz Lang, que no estaba en la comida. Al día siguiente le visitó para confesarle que había decidido ser cineasta, medio siglo antes, al ver Las tres luces en el París de los años 20.
La capital francesa, la vieja embajada de las vanguardias, le persiguió siempre como una misma maldición divina, que también señalaría a sus compatriotas, Dalí o Picasso. El director de El discreto encanto de la burguesía, merecedor del galardón de Hollywood, fue uno de los elegidos años después en la La Rive Gauche (Tusquets Editores), recopilación del biógrafo Herbert Lottman, como referente de una élite intelectual cuyos hechos, gestos y palabras repercutieron en la vida cultural y política de todo el planeta. Una generación que se dividió sin perdón después de la ocupación de Francia por los alemanes y del periodo llamado de la depuración, tras la liberación.
La mansión de Cukor en Los Ángeles está en una calle serpenteante al Norte de Sunset Boulevard y luce el toque italiano de la Toscana, con una magna biblioteca en la que los volúmenes están sellados con un ex libris diseñado por el grabador Paul Landacre. De aquel oropel entre bufo y excesivo, la gente del cine recuerda la piscina donde se rodó la última imagen de Marilyn Monroe, justo el decorado que diez años después sirvió de fondo en el banquete de los genios.
Buñuel había conocido a Marilyn en su etapa mexicana, mientras rodaba El ángel exterminador en los estudios de Churubusco. Él solía decir que no recordaba el momento, aunque su cámara, Gabriel Figueroa, sitúa con exactitud el encuentro en el que enloquecieron los dos haciéndose fotos con la estrella. En la misma piscina de la mansión-museo, Cukor tenía habitáculos para asueto de sus amigos; allí vivieron su saga-fuga de amor prohibido Katherine Hepburn y Spencer Tracy y, en una de sus guardillas, Somerset Maugham acabó para el cine su versión de El filo de la navaja.
Hidalgo, critico y autor de ensayos y novelas, lo sabe todo. Incluso que en las páginas 240 y 241 de la primera toma de las memorias de Buñuel, Mon dernier soupir, escritas por el gran guionista Carrière y publicadas por Robert Lafont, se relata el almuerzo de Cukor. Al entrar en la mansión, John Ford, “un viejo espectro vacilante con un parche en el ojo” –dice Buñuel o le hace decir Carrière-–va directo a sentarse a su lado, casi llevado en volandas por un sirviente afroamericano, que bien podría ser el actor Woody Strode de la cinta El sargento negro, amigo íntimo de Ford hasta su último día. Pero Buñuel de desentiende repetidamente de aquel día, que pasa a ser un good old days cargado de nostalgia y protagonizado por fantasmas del pasado. Al cabo de dos años, se hace fusilar en la última toma de El fantasma de la libertad junto a su amigo José Bergamín, el productor Silberman y el doctor José Luis Barros, mientras gritan ¡Vivan las caenas!. Es la última escena de aquel tres de mayo de 1808, frente al goyesco pelotón de invasores franceses.
No me cabe ninguna duda de que a quién verdaderamente no soportaba el huesudo aragonés reventón era a Hitchcok. Más acá de Psicosis y más allá de Extraños en un tren lo consideraba falsete y mentiroso. Carrière acabó por aclarar el asunto en su libro publicado en Nueva York, The secret language of filmes, editado en castellano por Paidós, bajo el metafórico y danzante título La película que no se ve, donde cuenta que, en una entrevista en televisión, le preguntaron a Hitchcok a qué cineastas admiraba más. Y este contestó sin empacho: “Además de mí, Buñuel”.
El director de culto se rifó las atenciones de los senadores del cine americano a base de no hacerles demasiado caso, aunque volvió muchas veces sobre aquel encuentro, que él nunca consideró un homenaje. Llegó un momento que la crítica de diarios como el New York Times o el Washington Post asumieron la política de autor después de que Cahiers du Cinéma pusiera de moda la concepción del director como creador y esta misma estela fuera seguida por Andrew Sarris en su libro Entrevistas con directores de cine. Sarris habla del momento en que Truffaut inmortalizó en la pantalla a Jeanne Moreau, separando para siempre al autor de una película del realizador técnico. Sarris lo expone con rotundidad en el Hollywood de su plenitud. Recuerda a un crítico dirigiéndose a Samuel Goldwyn para decirle que William Wyler había rodado Cumbres borrascosas. Antes de terminar la frase el productor le responde bruscamente: “Yo hice Cumbres borrascosas.
Hidalgo se ocupa de los últimos tiempos de Buñuel; de un cuaderno de notas al que el director llamaba El libro de los muertos, donde pone una cruz roja junto a los amigos que van desapareciendo, Man Ray, Calder, Prévert, Ernst. Y un último capítulo titulado El canto del cisne anuncia: “El mal ha ganado su tremenda lucha; nos rodean la debilidad, el terror y la morbosidad”. Pero los detalles de sus epígonos no se conocieron hasta 1990, el momento en que su viuda, Jean Rucad, publicó Memorias de una mujer sin piano. Conmocionó a familiares y amigos; José Luis Borau llegó al extremo de hablar de “venganza de esposa” en el prólogo del libro de la edición americana.
A la hora del recuento, uno rastrea sin éxito la escasa herencia intelectual de Buñuel entre los directores españoles, los Rebollo, Jaime Rosales, Julio Medem, Bigas Luna, José Luis Cuerda o Álex de la Iglesia. Los entendidos han hablado de los homenajes al maestro en las primeras películas de Carlos Saura y, especialmente, en La mesa del rey Salomón . Augusto M. Torres, en Buñuel y sus discípulos, sitúa a la cola de Buñuel a latinoamericanos como Ripstein, Gutiérrez Alea, Felipe Cazals o García Márquez, atendiendo a sus guiones cinematográficos. Pero no hay ningún español. Y, naturalmente, nadie duda de que en el humus germinal de Pedro Almodóvar hay una huella decisiva de Buñuel: La piel que habito, con un primer plano deslumbrante de una vista de Toledo, la ciudad de las intrincadas entrañas y de los cabañales en las afueras. “Es un homenaje a Buñuel y a Tristana” escribe Almodóvar en el guión de la obra.
A Buñuel le molestó ser clasificado en la alocada taxonomía del cine de su tiempo. Pero sin apenas reconocerlo, una y otra vez, recalaba en algún nuevo detalle del almuerzo de George Cukor, el examen informal del invitado, al estilo de aquel antecedente de los filósofos clásicos en casa de Anaton, dos mil quinientos años antes, en la Grecia de Sócrates y de los severos jefes militares. Es bien sabido que cuando Buñuel recibió premios de la Academia de Hollywood no acudía por norma a recogerlos en persona. En 1997, Alvin Sargent recibió una estatuilla por el guión de Julia sobre la obra Pentimento de Lilian Hellman, aunque la película fue atacada después de unas declaraciones propalestinas de la actriz Vanesa Redgrave. Fue el año de Annie Hall. Buñuel pudo haber hecho un papelito con Woody Allen a cambio de 30.000 dólares. Allen consideraba que Buñuel era un director inimitable y el cameo, que también fue rechazado por Fellini, lo hizo finalmente Marshall MacLuhan, el teórico de los media.
Su última película, El oscuro objeto del deseo, fue interpretada por Fernando Rey y por Ángela Molina, con la que el director tuvo una relación estrecha. Buñuel quiso adaptar a la cinta la novela de Pierre Louÿs para conseguir una tensión sexual intensa, hasta el momento en que la jovencísima actriz, en el papel de una bailarina, acepta acostarse con el protagonista pero se encama protegida por un cinturón de castidad anudado a un corsé imposible de desatar. Estamos dentro de la trilogía francesa, La vía láctea, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo.
Siempre hubo un Buñuel basado en el instinto, tratando de evitar un examen informal de sí mismo como invitado al banquete de la vida. Así le ocurrió en la terraza de Cordell Drive ante el senado del celuloide con los grandes directores, un jurado ávido de ver si el último en llegar pasaba a ser uno de los nuestros. Para superar la prueba no escrita ni hablada, además de ser bueno, debía aceptar el duro bregar de un arte que, convertido en industria, expulsaba a los artistas para sobrevivir.