Jocelyne Saab, la vida continúa
La irrepetible y valiente artista libanesa, autora de un heterogéneo corpus fílmico al que ahora se rinde homenaje en el festival Cinéma du Réel, nos abandonó este año
27 marzo, 2019 00:00A Jocelyne Saab la recordamos como la vimos y escuchamos por primera vez: entre los restos de una casa sin techumbre, la suya y la de su familia, en el Beirut asolado por una guerra civil que duraría demasiado y que, por entonces (Beyrouth, ma ville, 1982), llevaba más de un lustro bajo las bombas. Allí, en la ruina polvorienta y casi humeante, con todo a la contra, la pequeña mujer le hablaba a su micrófono, a la cámara y a los espectadores de supervivencia y esperanza, celebrando la suerte de seguir viva en el infierno de la destrucción, donde yacían sepultadas ya tantas voces, tantas miradas.
Curtida en el periodismo audiovisual, hacia donde la encaminó la necesidad de comprender el complejo mundo árabe que le era contemporáneo y la urgencia de una militancia por los más desfavorecidos afilada en la piedra de la causa palestina, la Jocelyne Saab de la ruina privada hecha pública había nacido al cine un poco antes –Beyrouth, jamais plus (1976), Lettre de Beyrouth (1978)–, como si con el inicio del trauma libanés hubiera adquirido la madurez de golpe, asumiendo desafíos estéticos y atrevimientos poéticos raros en un testigo tan vitalmente implicado en lo que estaba ocurriendo.
Jocelyne Saab filmando Le Bateau de l'exil (1982).
Lo que sí le había enseñado su experiencia anterior en la primera línea de otros frentes árabes era el nulo interés del regodeo en la miseria, así como la enfermiza tendencia a la que acostumbra la representación de los conflictos de convertirnos en “turistas en el país de los sufrimientos”, como subraya la voz en off de Roger Assaf en Beyrouth, ma ville.
La herida libanesa la empujó a inventar sus propias formas, con las que encarar un colapso de la capacidad comunicativa y de la mirada, y practicar una blanchotiana “escritura del desastre”, la manera de poblar creativamente la suspensión espacio-temporal que lleva aparejada toda guerra: espacio como cartografía traumática de la heterogeneidad inestable, tiempo asimilado a un presente eterno donde todo se pierde y nada se recobra.
Como bien explica Mathilde Rouxel en su Jocelyne Saab. La mémoire indomptée, en estos films se trató de llevarnos de la mano junto a las víctimas y asimilarnos a su condición perceptiva (ellas que lloran menos por lo que ven que por lo que ya no tienen delante de sus ojos), invitando al espectador a asumir la ruina como esa figura de resistencia que resulta a la vez negación y nueva acumulación de materia. Supervivencias en las que late una nueva historia por escribir.
Beyrouth, ma ville (1982).
Cerca en este tríptico de las libérrimas fugas de un Van der Keuken y de cegadoras iluminaciones a lo Chris Marker --uno nunca sabe lo que ve/filma, como ese aparente loco cuyos movimientos colorean la gris cotidianidad bélica, pero esconden la medida estrategia de un espía israelí--, Saab ya no desea aquí explicar la guerra, más bien hacerla vivir, sentir, articulando el montaje a la manera de un diálogo con imágenes que, al dictado de la legendaria intuición de Jean Louis Scheffer que tan profundamente calara en Serge Daney, nos miran tanto como nosotros a ellas. Los trazos del desastre le devuelven la mirada a la mujer que expone su subjetividad de cineasta libanesa en un país en guerra, y así la fricción de intimidad y mundo preparan la aventura de una memoria colectiva.
Lo que Saab extrajo de Beirut fue, como señaló Roger Assaf, “la perseverancia de nuevos posibles”, una respuesta cinematográfica a la desaparición de una ciudad y a la muerte de un pueblo que rebuscó en el corazón de la guerra noticias de esa esquiva energía que advierte de que todo puede cambiar, mejorar. No hablamos de buenas intenciones o ciego voluntarismo, sino del establecimiento, en el doloroso caos de las fronteras rediseñadas, de verdaderos paralelismos entre los espacios de contestación y la creación artística.
Fue como estar a la altura, desde el cine, de la fragilidad condenada de Beirut-Oeste como sociedad plausible. Y así se escuchaba en la voz de Assaf en el mediometraje de 1982: “Beyrouth agonizante traía consigo los trazos de la utopía. Ser libanés y árabe era posible. Judío y palestino, eso existía. Musulmán y progresista, eso se daba. Mujer y jefe, se encontraba. Anarquista y organizado, eso era corriente”.
La esperanza persistente de lo posible fue el lema de Saab, una bandera de compromiso y alegría en la recuperación de los valores más luminosos de la cultura árabe que le supuso casi ser detenida por falangistas libaneses, sufrir un intento de secuestro por los chiíes del Movimiento Amal, ser expulsada de Marruecos y Argelia o condenada a muerte por fundamentalistas egipcios.
Une vie suspendue (J. Saab, 1985).
Fueron los efectos de Beyrouth, jamais plus (1976), Le Sahara n’est pas à vendre (1977), Égypte, Cité des morts (1977), Une vie suspendue (1985) o Dunia (2005); es decir, del constante nomadismo con el que pautaba la desgastadora dedicación a los 15 años de guerra civil en el Líbano, y de una igualmente valiente persecución de modelos figurativos con los que desterrar la autocomplacencia creativa y evolucionar al ritmo de anhelos, obstáculos y constreñimientos: del reportaje televisivo al ensayo fílmico, del cine de ficción a la fotografía o la instalación museística, Saab mantuvo tenaz, a través de diversos medios, su apuesta por la memoria y el derecho a la vida.
En la reciente edición de su trabajo fotográfico y fotogramático, Zones de Guerre, publicación dirigida por Nicole Brenez y apoyada por Godard, Aragno y Battaggia, la poetisa líbano-estadounidense Etel Adnan, antigua colaboradora y cómplice de la cineasta, remataba su pequeña contribución con una frase que quizás pudiera alumbrar la esencia del trabajo de Saab en el cine, el audiovisual y el arte contemporáneo: “Su fuerza recaía en su inocencia”. Sólo alguien con limpieza de culpa y natural sencillez podía haber tanteado el germen del optimismo en el ojo del huracán. Cuando en 1991, recién terminada la guerra civil en su país natal, firmaba Fécondation in video, un pequeño reportaje hospitalario para France 2 sobre inseminación artificial, parecía estar pensando en el potencial alegórico de una operación que donaba vida, aunque fuera a la fuerza.
Les enfants de la guerre (1976).
De ese embrión saldría a los pocos años Il était une fois Beyrouth, histoire d’une star (1994), el film superviviente de un proyecto que pretendía constituir una cinemateca a partir del patrimonio cinematográfico libanés. Del fallido intento quedó al menos esta aventura rivettiana en la que dos veinteañeras inscribían su cuerpo en el corpus de películas rodado en Beirut, último y fantasmagórico vestigio de un esplendor de la ciudad para siempre perdido.
La ciudad-vedette, sin embargo, demostraba seguir viva gracias a esta memoria redescubierta, y, callada, parecía agradecerle a Jocelyne Saab el contraplano de estas ficciones exóticas a las que Beirut prestó su embellecida superficie. Ella fue la que poetizó sus ruinas, la que supo asombrarse ante el aleteo de la vida y de los cuerpos, la que supo bailar sobre las cenizas indicando la senda que pudiera devolver el principio de placer y libertad a la cultura árabe.